Qué breves. Precarias. Las caligrafías. Los ideogramas. Para decir ciertas banalidades: de fondo del cajón, de rincón sin barrer, de alcoba de tía soltera, de ático sin fantasmas ni vergüenzas hereditarias, de debajo de la cama de hostal, de cajetilla de cigarrillos, de sala de máquinas.
Qué innecesariamente sofisticada. Esa pobreza léxica – como de gotera antigua: sólo se hace notar por la exasperante, insistente, mismidad de propaganda. Nada para decir, como los papelitos que quedan festejando nada en la tribuna ya vacía, a oscuras, devuelta a su vulgaridad de anfiteatro banal: ningún término alcanza a significar el trazo irregular con el que se cortaron los diarios o las revistas que, descompuesta su identidad, se cargaron transitoriamente de un insospechado valor ceremonial: agonal.
Qué desamparado. Desabastecido está quien quiere expresar el olor de un libro amarilleado, la sublevación del estómago y el pecho y los brazos y las piernas al lanzarse calle abajo en una bicicleta. Nada para el caldo primero muido con turbada excitación, con inquietud culposa. La palabra con que se resume todo ello, y aquello, y lo de más allá, es apenas una incompetente desgana que rebaja lo que pronuncia, a notariales descripciones hurtadas de vínculo orgánico con el busilis de lo que pretenden enunciar.
Amor. Gambeta. Términos tan insulsos. Ineficaces. Vanos. Como el vocablo estocástica, o esternocleidomastoideo, albacea o deconstruir. Apenas revelan una cascarita, o una falsedad que se le asemeja como la superficie al fondo del mar. Y ya se sabe, todas las cascarillas se parecen entre sí: aquello que se descarta, lo que con prisas se pela, parte, para llega a una instantánea y escueta satisfacción que tampoco se comprende: otra costra más – acaso más gruesa.
No pronunciamos. Nos envolvemos. Creyendo desenvolverlo todo.
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