Desde mi balcón al bar de la esquina hay 21,37 metros de espacio ocupado por dos veredas, una calle – con tráfico variable según la hora y el día de la semana -, dos árboles (un jacarandá orgulloso y un tilo abnegado y laborioso), un buzón de correo que no he visto utilizar ni una sola vez en tres años, 17 días y… veamos, 7 horas, 13 minutos y 11 segundos; dos bocas de tormenta que no dan abasto cuando la lluvia viene del sudeste y la negligencia desde el ayuntamiento; un puesto de diarios metálico, de un verde desteñido, que en el costado izquierdo tiene en exposición unas revistas viejas descoloridas. Entre mi balcón y el sillón marrón del salón en el que me encuentro, median 2,23 metros; los mismos que entre el sillón y el sofá – aunque en este caso, se interpone una mesa ratona – en el que te sientas. Y, aún así, puedo oír las voces vivas – en fa sostenido – que se izan desde el bar, mas la tuya, tan inmediata, tan limítrofe con el punto de referencia (que soy yo), es apenas un rumor lejano que se afina en un distanciamiento constante, como buscando otra respuesta o, mejor dicho, otra voz que responda.
© Marcelo Wio
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