Paso Funes

El viejo Tollens vive en las afueras de Paso Funes, en una curva del camino que coincide hábilmente con una curva del río. Entre el camino y el río deben mediar unos setecientos metros. Si uno no sabe que allí hay río, no lo ve a ni a la de tres. Tollens vive entre el camino y el río, a la altura de la curva. En medio de una fronda laberíntica de sauces llorones. En una caseta de madera y techo de chapa, cuadrada, de no más de tres metros por tres metros. En ese espacio mugriento – porque todo hay que decirlo,el viejo Tolles no es un virtuoso de la limpieza – habita junto a todas sus posesiones, que son pocas: unos pocos libros, una escopeta, un violín, cajas del whisky que destila él mismo y latas de conserva que lo ayudan a variar la dieta a base de pescado y nutria.

Todos los días se lo escucha a Tollens, primero apostrofando contra vaya uno a saber qué o quién; luego tocando su violín: viejas polcas, algún chamamé. Y luego se huelen los fermentos del alambique, que llegan a Paso Funes con el viento y la costumbre. Todos los días el viejo niega la negativa administrativa a fabricar alcohol. Todos se hacen los boludos, miran para otro lado. Alguna vieja más audaz mueve la cabeza como diciendo “ay, ay, ay, este viejo cabezota”. Pero nada más. El único que pone una cara de culo en toda regla – fue premio a la mayor cara de culo en la feria anual de Pilqui durante cinco años seguidos, dejó de serlo porque dejó de concurrir a instancias de su mujer, que le pidió encarecidamente que dejara de desprestigiarse de aquella manera, que con la cara ya era suficiente, que no era para encima andar poniéndole medallitas que llamaran aún más la atención – fue el intendente Villar. Petiso y panzón. Sin que el sepa, lo llaman falacia Ad Hominem: porque su cara era realmente un ataque al resto de las personas – y la utiliza como herramienta argumental -. La cara inspira una suerte de respeto: si la cara es así, vaya uno a saber lo que hay debajo, es la inferencia dudosa que todos hacen. Y así gana las elecciones. Aunque, morigerando un poco el asunto, en realidad no hay nadie que se quiera presentarse para un puesto por lo demás ridículo: Paso Funes cuenta con un total aproximado de sesenta y tres habitantes en sus mejores épocas, cuando no se juntan muchos decesos y los nacimientos van viento en popa. Así que ser intendente, es más un cargo… más bien familar, es decir, le rompen a uno bastante la paciencia. Cualquier cosa es motivo de queja municipal. Pero claro, ¿qué puede uno pretender que hagan? Se aburren. No hay nada para hacer. Juntan algo de caña para hacer azúcar; hacen pan, pescan, cazan nutrias y algún que otro jabalí; pura subsistencia. Para la hora de la siesta está todo hecho. Y te la regalo rellenar las horas que median desde el despertar de la siesta hasta las dos de la mañana, horario en que se suelen acostar, como muy temprano, los vecinos del caserío: porque les gusta el sonidito del acordeón y la guitarra, el zapateo al costado del fogón, y, sobre todo, el whiskysito que les trae el viejo Tollens, seguido por su perro Currículum Vitae.

La ley, o regla, o edicto – no se sabe bien qué es -, data de 1910. Fecha del primer centenario del país. El intendente de turno, una de esas inteligencias obtusas que la naturaleza suele producir pensando exclusivamente en los puestos administrativos, pensó que llegarían inmigrantes en masa (a saber por qué, precisamente en ese momento), por lo que, si la gente del pueblo, que era de natural alegre y chupandina, continuaban en esa tesitura – una vez borrachos, alegres y calientes por el baile, enfilaban las parejitas para el lado del río, hacia el amparo de los sauces llorones y sus discreciones, para hacer lo que hombre y mujer vienen haciendo desde siempre – el pueblo crecería demasiado, y desde gobernación provincial seguramente anexionarían Paso Funes a Larrea – un pueblo más grande, cabeza de departamento, a 34 kilómetros – para ahorrarse una administración. Así que Erenguren, que se así apellidada el intendente en aquella época, prohibió el consumo de alcohol y que hombre y mujer se entreverasen cuando la fémina no tuviese el período. El cura puso el grito en el cielo. Erenguren le dijo que no jodiera, que si los pueblos se llegaban a fusionar, el cura de Larrea tomaría su lugar; y que por la reproducción no se preocupase: toda ley tiene sus infractores; esos irán manteniendo una población estable – y añadió, que, además, esa descendencia, hija de los más audaces, sería la mejor para Paso Funes -.

Las protestas fueron muchas y airadas. Así que, para tranquilizar los ánimos, instaló el toque de queda y la prohibición adicional de tocar música y bailar. La bravata le duró dos meses y pocos días. En cuanto el furor por el centenario se difuminó, y se vio que no vendría ni el loro, violaron soberanamente el toque de queda: hubo uno que fue el primero en sacar el acordeón, otro que lo siguió con la guitarra y alguno o alguna que habrá dado el primer paso, el primer giro en el suelo que llevaba el germen de un baile. Ahora, lo del alcohol quedó como ley. Tal vez porque es lindo tener algo que infringir.

Otra cosa que perduró fue el temor a que Larrea los anexionara. Y eso hizo que tomaran medidas. Las reglas que había puesto Erenguren eran, cuanto menos, incómodas. Así que le encargaron a Lamercindo, y a su mujer Herminia, la solución de dicho problema. Marido y mujer habían trabajado en una curtiduría en España. Así pues, se pusieron a darle vueltas a las tripas de las nutrias, hasta que dieron con la deseada solución: capuchones de tripa para el caballero que impedirían para pasara el peligroso líquido copulativo. Cuando Femoral, el que lleva los censos y catastros del pueblo, indica que el número de habitantes se está reduciendo, hay veda y se pueden quitar los capuchones de tripa de nutria, y que se junte lo sea que se junta y que termina por abombarle el vientre a una mujer.

En eso andan aún, en Paso Funes. Cada uno a lo suyo, con los oídos siempre atentos a lo prójimo. Sin saber que Larrea no existe desde hace más de cincuenta años; que se la llevó la bajada de los precios de la lana y el cierre de la línea del tren.

Tal vez si lo supieran, ellos mismos desaparecerían, porque no sabrían qué hacer con sus reglas. Mejor así: a la vera del río Villegas, con sus musiquitas, sus bailes, sus tripas de nutria, sus discusiones sin malicia, su malicia sin consecuencias. Siendo tiempo en el tiempo.

© Marcelo Wio

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