Ley de la conservación de la energía

Algo iba a comenzar. Y algo iba a finalizar. O al revés. Lo mismo da. Iba a ser un día como cualquier otro, en el que hombres y mujeres comienzan, prosiguen y finalizan cosas; incluso, las propias vidas (o sobre todo, las propias vidas). Se inaugura y se cierra algo, la mayor parte de las veces sin saber qué es ese algo (ni que ese algo existe). Uno cree simplemente estar siguiendo, prolongado (a lo sumo prologando o epilogando el fleco de una volición) algo: la propia existencia (menesterosa, o más o menos afortunada – a los propios ojos, y/o según el veredicto ajeno).

En eso andaba el día, todo recién estrenado y ya tan conocido por todos. Había escalofríos de noviembre goteando de la marquesina del cine Regidor como filamentos petrificados de una antigua reacción química largamente acaecida. Un airecito de descambio, de quietud quieta, iba y venía acuclillado, evitando los abismos entre la nada y la desnada que hay entre el cordón de la vereda y el asfalto de la calle.

Don Anselmo pasó frente al almacén La Balanza Trucada con su paso aparsimoniado. El almacenero, Carmelo, lo saludó sin saludarlo: ese acto innecesario entre quienes aceptan y se zambullen en la repetición; entre quienes no necesitan fingir cortesías como si respondiesen a una novedad. “Apurándose despacito, Anselmo”.

“Sólo andando como si importara llegar a alguna parte, y como si hubiera algún motivo para retrasar esa llegada”, la respuesta. Siempre la misma, aunque las palabras fuesen otras. Palabras. Constataciones. Sondas lanzadas al aire para que el eco devuelva la forma de la propia existencia: un imagen tenue, danzarina de interferencias y ánimos; pero una imagen, al fin y al cabo: un alivio, acaso; un resignación, tal vez.

Detrás del cine se abría un descampado. Vasto de impertinencias. Territorio fruncido de sequedades. Allí estaba Lupino, sentado bajo un algarrobo que aguantaba, solo, una erección inútil. Anselmo se sentó en silencio en la otra silla patizamba que había apropósito allí. Un breve revoleo de miradas estableció la veracidad del encuentro, su inscripción en la realidad. Lupino le pasó la bota de vino. Anselmo tomó un trago largo y preciso. Encendieron unos cigarrillos de tabaco espeso, como si necesitaran del humo para aumentar su consistencia, o favorecer el truco que los establecía.

Allí, bajo el algarrobo mezquino de sombras (innecesarias ese día), ofrendaban sus años al sol y a la ventisca con entreveros de polvo blancuzco. Cada día. Desde las cuatro y pico hasta que el sol se hartaba de andar iluminando trayectos.

“Hora” – uno de los dos; acaso Lupino.

“Diez y cinco con cinco y cuarenta”.

Y las miradas si mirar, simplemente flotando en el tiempo sin horas; de estados todos igualados por el olvido y por la memoria. A lo lejos, el recuerdo del calor del verano pasado conjurando aún espejismos y engaños en los que nadie cree.

“Ayer va a refrescar aún más”.

“O tal vez nosotros perdamos algo más de la ardentía”.

“Somos pura termodinámica”.

“Cada vez menos termo y menos dinámica. Ando perdiendo calor que no vea. Y las fuerzas se fugan como si tuviera agujeritos en todo el cuerpo…”.

“Alguien la va recogiendo”.

El algarrobo había presenciado, y lo seguiría haciendo aún algún tiempo más, varias extinciones: hombrecitos y mujercitas que van y vienen un ratito y después se asientan como toda polvareda revoltosa.

Al día le iba creciendo el atardecer, y a éste, prepotencias de invierno.

Mas, alguien muy en su sano juicio, le dio al hombre el impulso de fermentar frutos. O el propio hombre encontró el impulso en sus propias debilidades. El resultado es el mismo: el vino calienta la permanencia silenciosa de Anselmo y Lupino bajo el algarrobo, aguantándole el pulso al día, al propio transcurso de sus cuerpos.

Algo iba a comenzar, y algo iba a finalizar. A saber qué fue lo que allí comenzó o terminó – o ambas cosas a la vez. A saber qué inicios tuvieron lugar en el pueblo. Qué desenlaces sobrevinieron. A fin de cuentas, no somos más que una sucesión finita de inicios y finales: puro tránsito. Pero en el tránsito, bien podemos caer en la eternidad, que no es más que un efímero instante de absoluta desesperación. A eso le andan escapando Lupino y Anselmo, y tantos otros.

© Marcelo Wio

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