La vida de Alcides

El nombre con el que lo bautizaron, más el apellido que le había tocado en suerte (de entrada, tres elementos – el tercero, ni más ni menos, el propio hecho de nacer – en su vida que él no había decidido), parecían predeterminar – o querer hacerlo – una vida de malevaje. Pero ahí se agotó la imposición. Alcides Ochoa decidió otro camino para sí; a pesar de las bravuras, los desprecios, las mezquindades, el egoísmo y las inmoralidades intrascendentes que su padre intentó inculcarle. Decía, que Alcides Ochoa había elegido – acaso, se había topado, descubierto – con un interés elevado: en el que el arte y la ciencia se tuteaban y le planterían desafíos y desencuentros internos.

A saber si alguna inexactitud – aunque ello no lo haría menos avasallador – en el deseo (imposición) del padre, que parecía pretender ir sembrando irreversibilidades sumamente reversibles, risibles, no habrá provocado una diminuta consecuencia que fue ampliándose hasta conducir a Alcides en un rumbo completamente distinto de pretendido.

De haber tenido su padre éxito (si tal palabra puede adosarse a sus intenciones), la probable sensibilidad inmanente de Alcidez sólo habría podido permitirse únicamente sentimientos de nerolite: esos que se desparraman junto con la cerveza volcada, con las negligencias de cenizas sobre las mesas de bares donde uno pretende ir a olvidarse de uno mismo pero termina por encontrarse con su peor versión, y termina practicando esas eutanasias inconsecuentes de embrutecimiento y alharaca: devastaciones auto-compasivas. Apenas uno de tantos adjetivos con pretensiones de verbos. Disfraces de un disfraz. El testimonio del testimonio de algo: una valentía, una bravura; formas fraudulentas, adulteradas de la cobardía más atávica.

Como fuere, no es intención contar lo que podría haber sido, sino lo que, por fortuna, fue. Alcides comenzó a interesarse tempranamente por las formas, los colores y, sobre todo, por los contornos y los patrones que surgían en esas zonas fronterizas, de transición abrupta: el límite entre una cosa y otra, una forma y otra, un color y otro (la topología de los motivos, en definitiva) mientras acompañaba a su madre a devolver la ropa planchada a las casas de las familias más pudientes. En esas ocasionse, cuando había un tapiz – y solía haberlo con mucha frecuencia (basta que alguien tenga uno, dé una fiesta, los invitados lo vean, y un porcentaje considerable quiera uno, mejor, más grande, a ser posible)-, Alcides se acercaba con delectación y un cuidado extremos a revisar y analizar cada trazo, poniendo especial atención en descubrir las imperfecciones – disimuladas por la distancia que imponía el tamaño de los tapices a las limitaciones focales del ojo humano, para que el conjunto pudiese se admirado como un todo – entre dos formas, dos regiones.

Pronto, y disimuladamente, se hizo con algunas lanas, hilos, agujas y paños y comenzó a estudiar, a investigar, a experimentar con las formas de evitar las constricciones geométricas en las lindes de dos territorios, paisajes, o lo que fuere. Así comenzó a urdir tapices (topologías, más bien). El resultado nunca lo conformaba, en términos, digamos, científicos: no buscaba un tapiz, sino algo completamente diferente lo que él consideraba una burda materialidad (acaso, buscaba cancelarla; difuminarla, más bien, en el encuentro de dos circunscripciones, territorios).

Aún así, estimó que aquellos ensayos estaban bastante bien para ser usufructuados en términos prácticos – parecían coincidir con el gusto (fuese lo que fuese, ello) de aquellos que podían pagar tales urdimbres –; es decir, como medio para obtener recursos pecuniarios para adquirir material para proseguir con los ensayos.

Así, comezó a llevárle el producto de sus indagaciones al viejo Casimiro, que tenía una tienda de enmarcado. El viejo, poco a poco fue vendiendo lo que el muchacho le traía. Y, en poco tiempo también, esos tapices (de los cuales Casimiro, claro está, sacaba su tajadita porcentual- que luego hizo crecer por medio de la amenaza de contarle al padre de Alcides en qué andaba el mozo: no hay persona, al parecer, que no termine mostrando una bajeza, una estupidez, cuando hay dinero de por medio) fueron haciéndose conocidos y codiciados entre los consumidores de tales alquimias bordadas.

Alcides comenzó a ganar mucho dinero sin pretenderlo, y se vio impelido a blanquearlo de alguna manera. Así, comenzó a meterle manojos de billetes a su madre en la cartera, a su padre y sus hermanos mayores en los pantalones o los sacos; a dejar unos pesos sobre la mesa de la cocina, en abrigos en los armarios, en monederos; a dejar unos billetes en el momento justo y en el lugar ideal de la vereda, justo antes del tránsito de algún familiar – para que lo encontraran, claro está. Alcides contaba con la ventaja de que tales suertes nunca general recelos o sospechas, simplemente se aceptan dócilmente, sin inquisiciones; sobre todo, entre aquellos no muy dados a los raciocionios de ningún tipo.

En su empresa, Alcidez contaba con la complicidad del empecinamiento de uno y la necesidad de otros: su padre – porfiado en construirse una fama de malevo, que no pasaba de la de torpe malandra y, la mayor parte de las veces, de la de boludo consumado – y sus dos hermanos mayores (bastante mayores) – que trabajaban en una fábrica de bulones – estaban todo el día fuera de casa. También su madre, que limpiaba durante la mañana y la tarde en varias casas (el planchado lo hacía por la noche). De esta guisa, el muchacho podía realizar sus investigaciones sin interrupciones y, lo que era más importante, sin que le metieran una somanta a palos “por maricón”.

Nunca nadie supo en qué andaba Alcides, porque antes de cumplir los quince años terminó por irse de la casa (y con él, la suerte diaria del milagroso hallazgo de dinero). Sólo le confesó a su madre, días después de mudarse, qué había estado haciendo, para explicar el origen de esos dineros. Su madre – a la que pensaba invitar a mudarse con él – se ofendió, se avergonzó de tener un hijo que hacía lo que una mujer: una costurera, dijo, con bochorno. Esa fue la última vez que vio a alguien de su familia. Y esa es la última noticia que de él tenemos – aunque, según algunos que lo trataron asiduamente, Alcides habría mandado las agujas y las lanas al carajo, y se habría ido a las Maldivas, donde vive como un duque (claro que estos finales le joden la vida a más de uno que busca consuelos para las propias decepciones en las desgracias ajenas); pero es un hecho que no he podido verificar.

De tanto en tanto, aparece alguno de sus tapices. Los que se consideran que pertenecen al período en que se mudó, son de una belleza dolorosa. Los posteriores (los críticos lo llaman su “período cientificista”) no son ya sólo incomprensibles, sino, lisa y llanamente, abominables – imposible imaginar una civilización futura, una estética futura, que puedan sentir otra cosa que no sea rechazo por esas creaciones (que, según un matemático de la Universidad de Gotinga, han resuelto las dificultades de utilización de las homotopias en ciertos lugares – tema que está en debate).

© Marcelo Wio

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