La soledad del extra ante el escenario vacío

Había oído que le había pasado a un actor secundario. Pero lo había tomado como esas bromas tontas que se cuentan mientras se asalta el catering del set de filmación. Cómo iba a quedar nadie atrapado en el decorado de una película al concluirse su grabación. De hecho, ahora que lo pienso, lo había oído en más de una ocasión, como esas leyendas urbanas que se alimentan de su enunciación. Y, así, las había descartado, ignorante de que toda leyenda no hace otra cosa que actualizar, o adaptar al presente, un hecho que nuestros antepasados juzgaron que era un conocimiento que, vital, debía conservarse.

Pero se deforman tanto esas historias. Hasta el ridículo. Cómo tomar siquiera una porción para su observación más detenida. Claro que, a toro pasado, todo parecen haber sido indicios claros que, por chambón, uno no vio, posibilidades de haber evitado aquella circunstancia en la que uno se encuentra. En mi caso, como extra en la última película de Bernard Réalisateur, acabé encerrado en una de las escenas que el cineasta descartó – que, obviamente, era una la única en que se me podía ver inequívocamente. Lo que no podía comprender es cómo terminé solo. Había muchísimos extras. ¿Acaso todos ellos aparecían en alguna escena que Réalisateur no eliminó? ¿Puede la estadística ensañarse tanto con alguien al punto de aislarlo de un grupo numerosos de personas para imponerle una eventualidad singular?

Pronto no supe cuánto tiempo llevaba en ese palacio frío – en realidad, ni siquiera el palacio en su totalidad, sino un largo y ancho pasillo con falsos lujos -, porque siempre era la misma hora o, más bien, la misma iluminación que pretende que son entre las dos y las cuatro de una tarde nublada.

Intenté calcular los días de acuerdo a mis horas de sueño más prolongado. Pero enseguida se me agotó ese endeble recurso: el sueño terminó por desparramarse en una serie de siestas más o menos homogéneas. Igualmente, lo que quería decir pertenece al tiempo en que aún mi sueño seguía uno patrón regular, un ritmo circadiano – y no este trazado caótico que parece no repetirse nunca.

Creo que debió ser el segundo o tercer día cuando decidí, por hacer algo, contar los pasos que hay de un extremo a otro. Grandísimo error el de aventurar mediciones inútiles y, sobre todo, solitarias e inexactas. En esa primera ocasión el cómputo – un promedio de tres mediciones diferentes – era de 72 pasos. Calculado que cada paso tiene una longitud media de unos 75 centímetros, el pasillo aquel, de baldosines de ficticio mármol en blanco y negro, como desproporcionado tablero de ajedrez, tenía unos 54 metros. Lo cual tenía sentido, pues en la escena que tuvo lugar allí, éramos no menos de setenta personas, sin contar al equipo de filmación.

Los días siguientes me detuve en cada una de las trece esculturas de mármol, recorriéndola con el índice derecho como si la estuviera memorizando con el tacto para reproducirla luego sobre una piedra virgen. Ninguna me llevó menos de lo que estimaba un día. Practicaba una minuciosidad que no había ejercido nunca. Como si aquello que no percibía más que como un pasatiempo, escondiera en realidad una obsesión; o, más bien, como si en realidad despertara en mí la capacidad de obsesionarme con lo que fuera.

Por las ventanas altas entraba una claridad blanca, de principios de invierno. Pero en cuanto me asomaba a una de ellas, el paisaje que podía adivinarse resultaba una pintura de lo más evidente, apenas atemperada por la potencia de los focos que hacía que enseguida volviera la vista hacia el interior. Digo interior, pero el exterior no era tal, claro está. Ya veo las miradas inquisitivas, con una mezcla de incredulidad y socarronería. El plástico que fingía ser vidrio, me impedía salir por las ventanas. No había ninguna forma de abandonar ese pasillo, de violar su estructura. Y no, las estatuas no hubieran servido para nada; eran un yeso frágil que se rompía al primer golpe. Todo lo que piensen, lo pensé yo también. Y más. Porque llega un momento en que la lógica o bien se rompe o muta, y uno accede a otra forma de pensar, digamos.

Llevaba ya mucho allí – o eso había llegado a sentir; porque es increíble cómo se altera todo cuando uno no tiene ninguna referencia, cuando todo es una aparente continuidad -, cuando se me dio por volver a contar los pasos. La primera media a partir de tres mediciones me arrojo una longitud de 42 metros. No podía ser. Me apliqué y realicé otras tres caminatas, intentado vigilar que los pasos fueran regulares, que me trayecto no incurriese en geometrías extrañas. 41 metros. Otras tres mediciones, ya nervioso. 43 metros. O bien mis pasos se habían ampliado llamativamente, o la estancia se había acortado. Intenté entonar canciones de mi infancia para tranquilizarme, pero no me acordaba de ninguna. De hecho, no sabía ninguna canción. ¿Nunca había sabido ninguna? ¿Ni una parte de un tema? No recordaba haber aprendido ninguna. ¿Cómo era eso posible? ¿Qué anomalía había en mí? ¿Era esa incapacidad, o negligencia, un elemento que, junto a otros que no podía imaginar, me había llevado a ser el único extra en quedar encerrado en un escenario vacío, ya seguramente descartado?

Los focos se apagaron ayer. No puedo siquiera intuirme a mí mismo…

***

“La soledad del extra ante el escenario vacío” fue el título de la última película de Bernard Réalisateur. Mientras la crítica culta la ha calificado como su obra cumbre, han comenzado a aparecer voces de técnicos diciendo que en realidad es la filmación de un crimen: la privación de la libertad de un hombre que, sometido a una soledad y hambre de días, es grabado. “No había ningún guion, el decorado es de una película de época que había terminado de filmar Marie Josèphe Yvelines; y eligió a ese extra como podía haber elegido a otros de los muchos que convocó allí con el cuento de un film basado en texto desconocido Adèle Foucher*. Los técnicos renunciamos, todos, entre el primer y segundo día. Réalisateur se quedó allí sólo, también él sin comer, casi como un trágico reflejo del pobre hombre que tenía encerrado en ese infame pasillo”, declaró el sonidista.

La corte de París declaró a Réalisateur culpable de secuestro, vejaciones, entre otros. La película fue retirada del mercado – aún queda alguna copia que fue adquirida por dudosos coleccionistas.

Pierre Malchance, el extra, se encuentra internado Hospital psiquiatrico Beaumont Sur Oise. Los médicos no ven posibilidades de mejoría. “Pasa sus horas de vigilia yendo y viniendo por el pasillo midiendo su distancia. Invariablemente, sus cálculos lo van acortando infinitamente”.

*Era la esposa de Víctor Hugo y, según nuevos estudios, la autora de todos los textos de su marido.

© Marcelo Wio

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