
La mañana estampa el dolor en el rostro
y donde pueda. Un golpe
que aguarda, quieto,
y hacia el que uno se dirige
casi olvidado de su presencia
inevitable, elocuente; para adentrarse
en esa agresión, temiendo
que el cielo rompa el día – si no lo está
desgraciando ya, con ese tajo siniestro
que algunos admiran
como si fuese un espectáculo
o la aparatosa profecía
de una oportunidad (esta vez, sí; buscan
creer).
La luz descarada, vulgar, como una soba
tardía, apenas ejercida para ratificar
la promiscua firmeza de una promesa
que se hace uno mismo contra esa parodia
de inicio que es, en realidad,
un vencimiento macabro.
© Marcelo Wio
Dejar una contestacion