Entré en el bar de El Imperial, un poco por escapar del fío, otro por postergar el regreso a casa. Había estirado los momentos en casa de Estela esperando que se fueran todos para poder quedarme a solas con ella, pero nadie parecía querer irse, así que me despedí un tanto malhumorado y comencé a caminar a través del invierno. El Imperial estaba casi vacío, un par de jubilados jugaba al dominó en una mesa y el comisario Gómez estaba sentado al fondo, cerca de los lavabos. Con la mano me llamó. Me acerqué sin ganas, esforzando de una sonrisa endurecida.
– ¿Cómo anda, Comisario? – le pregunté, por decir algo, porque me tenía sin cuidado cómo andaba.
– Con los oídos llenos de rumores – apuró imitando una sonrisa. No era un día fácil para componer gestos amenos.
– Este pueblo no cambia más – estuve de acuerdo, sin interés, mirando hacia la barra.
– Usted sabrá. Pero los comentarios lo nombran a usted, Vázquez – continuó interpretando su papel de funcionario competente.
– A todos nos toca alguna vez ser parte del aburrimiento ajeno, ¿no le parece? – intenté cortar el rumbo de la conversación, no por temor, sino porque no me interesaba embarcarme en un diálogo de evasiones, trampas y supuestos, para ocultar nada.
– ¿En qué andan usted y esos personajes de bodeville?- arremetió más serio.
– En nada, Gómez. Matando el tiempo, soportando el invierno – respondí dejando traslucir aburrimiento.
– El intendente está preocupado, lo que quiere decir que me rompe la paciencia a mí – insistió.
“¿De qué se preocupará Gutiérrez?”, pensé sorprendido.
– Dígale que no pasa nada, hombre, que nos juntamos a jugar a las cartas, a tomar unas copas. A aburrirnos en compañía – repliqué remedando cierto malestar.
– No se haga el cínico, Vázquez. Ya estamos grandecitos- me recriminó.
Yo seguía parado frente a la mesa. El comisario sorbió su café y miró hacia la barra.
– Esto está frío, gallego. Traeme dos vasos y una botella de tinto. Y usted – dijo girando la cabeza hacia mí- siéntese, parece un niño al que lo están regañando.
– ¿Y no hay algo de eso?- pregunté con bronca.
– No sea pavo – contestó riéndose a boca llena.
Me senté frente a él. Gómez sacó un paquete de cigarrillos negros del bolsillo de su saco, que colgaba en el respaldo de su silla. Encendió uno y me ofreció otro.
– Así que no está yendo al diario… Me lo crucé a Baigorria hace un par de días y me lo comentó. Debo decirle que parecía aliviado, por no decir feliz – comenzó.
– Le informaron bien. Aunque hoy fui a dejar unas líneas que debía. Acaso no vuelva. Todos los artículos se comienzan a parecer mucho. Tanto, que todos son el mismo. Como una versión repetida, sin luces, donde cambian unos pocos detalles, donde yo sobro – le comenté con tristeza.
-Así que se jubila entonces…
– Algo así – susurré, como un bostezo, sintiéndome de repente cansado, como si las horas se me hubiesen caído encima, de golpe.
– Un poco joven para colgar los botines… En fin, hablemos de otros temas. Ando necesitando conversar con usted desde hace algún tiempo. Siempre que nos hemos visto, ha sido por algún artículo suyo, en algún acto del pueblo, como de refilón; pero nunca hemos conversado en serio. Acá tenemos una botella de vino (y pueden venir más, eso depende de la noche), unos cuantos cigarrillos para disimular los silencios.
– Me parece la mejor manera de reventar el día – dije.
La noche prometía, al menos, una grieta por la que colar un respiro, la fabulación de una aventura.
Miré a Gómez y me pareció que sus ojos se escondían detrás de un velo de años, tristezas e impotencias. Me pareció que decían algo, que pedían auxilio, que eran como una bruma que hacía rato que luchaba por despegarse del suelo. De pronto todo me pareció un simulacro de una escena que ya había ocurrido en otra ocasión, en otra dimensión, en un sueño que tuve. Cuando lo miré nuevamente, me pareció que tenía una alegría auténtica. Una pregunta del comisario me arrancó de mis meditaciones.
– Usted estuvo casado un tiempo, ¿no?- se interesó.
– Si. Hace mucho, y duró un parpadeo, o ni siquiera.
– Cuénteme, hágame el favor.
Parecía un adolescente inquieto, se movía en su silla, ansioso.
– Me casé porque Marta lo quiso. Se encaprichó con mi seriedad, que en realidad disimulaba mal un desinterés que ella eligió no ver, o que confundió con cierta soberbia imbécil, con un desprecio estudiado, con una inteligencia incomprendida… Creo que ya en el registro civil, mientras firmábamos la sentencia que confirmaba nuestra estupidez, se dio cuenta de su error en la lectura de leves signos, en la decodificación de los gestos y las posturas; fue un leve temblor en su muñeca derecha, que se manifestó en una indecisión en el bolígrafo. Los años – pocos, pobres, monótonos e inútiles – confirmaron ese estremecimiento con olvidos, con miradas que buscaban retrasarse en excusas para no encontrarse; en kilómetros de desprecio velado y minucioso que se abrían en la cama, en los besos, los adioses.
Tal vez divorciarme fue la única decisión que tomé: me di cuenta de que me desnudaba frente a ella como si desnudara un cuerpo ajeno, anónimo, que me habían encargado que entregara a su destinatario… Aunque, ahora creo fue ella la que me fue llevando a esa decisión, como si me regalara una última dignidad, seguramente la única – le resumí con cierto dolor que creía dormido.
– ¿Quién era Marta? ¿Dónde la conoció? – preguntó llevándose por delante las palabras, como si temiera romper la fluidez del momento.
– Marta… es la hija de Baigorria. Nos conocimos un día en la redacción. Había ido a dejarle algo a su padre, o a buscar algo. Ella estaba de vacaciones en el pueblo, estudiaba derecho en la capital. Me miró, me sonrió. Yo no le devolví la sonrisa. Luego comenzó a ir día tras día a la redacción, con excusas patentes. Yo no le hacía caso, hasta que un día, no sé por qué, tal vez por molestar a Baigorria, hablamos. El resto es lo mismo de siempre- dije sin entusiasmo, como si el recuerdo me pesara (y me pesaba), como si no quisiera recomponer el tapiz de imágenes.
– Veo- se compadeció, creo que sinceramente, Gómez.
Me palmeó el hombro, incluso, como quien quiere quitar una pelusa.
– Creo que sigue en la capital. Nunca más la vi. Nunca más volvió por el pueblo. Creo que fue mejor así – seguí.
– Mejor así, ¿cómo?- parecía intrigado.
– Como si hubiésemos muerto el uno para el otro.
– A veces sí. Uno nunca lo llega a saber enteramente – dijo Gómez.
– ¿Y usted? – pregunté con cierto interés. Ya estaba metido en esta conversación, y lo cierto es que no me desagradaba en absoluto, aunque hubiese removido caldos viejos.
– Yo, querido Vázquez, tengo poco para contar – mintió.
– Como quiera. Pero creí que tenía necesidad de charlar, no simplemente de hurgar en mis recuerdos – le dije ofendido.
– No se altere. Me cuesta. Es sólo eso. Démosle un buen trago a esta botella y pidamos otra. Ultimamente el coraje lo encuentro luego de zamparme unos cuantos vasos. Tenga paciencia – se disculpó.
Apuramos la botella en silencio, como midiéndonos detrás de las bocanadas de humo que dejábamos flotando entre los dos, como si fuesen marionetas listas para entrar en acción cuando nosotros lo decidiéramos.
– Sabe, Vázquez –empezó de pronto, sin aviso, abriéndose paso, con las palabras delante, entre la cortina de humo y distancia que había sobre la mesa -, los días de las otras vidas que fui me llegan de noche en noche como ecos incomprensibles, grotescos remedos de mi álbum alborotado. Por eso le pedí que me acompañara. No me gusta emborracharme solo. Sinceramente, la charla no me importaba, con tal que estuviera frente a mí. Sabrá disculparme.
– No se preocupe, comisario – le dije con algo que parecía afecto; y tal vez lo era.
– No me llame comisario, canejo, desterremos los cargos. Los apellidos también, por qué no. Tratémonos de “vos” o de “usted”, y listo – parecía escribir las reglas de ese territorio que íbamos componiendo en la noche.
Asentí con la cabeza. Me giré y le pedí otra botella de vino al gallego. Miré hacia la mesa, buscando el paquete de cigarrillos; quedaban pocos. Le dije al comisario que iría a comprar cigarrillos antes de que no pudiéramos caminar.
– La noche pinta larga – deslicé, ya desde la puerta. Estaba contento. No se podían haber desarrollado mejor los hechos desde que salí de lo de Estela con un humor trastocado.
Gómez golpeó sobre la mesa con la palma de la mano y me tiró una sonrisa ancha.
– Ya lo creo, querido- escuché mientras la puerta se cerraba a mis espaldas.
Volví exhalando frío. Me costó un rato y unos tragos de vino entrar en calor. La segunda botella estaba casi vacía: el comisario había aprovechado la espera. Pedí otra.
– ¿Qué hizo después del divorcio?- balbuceó. Ya estaba un tanto borracho.
– Me dediqué a prolongar mis horas en la redacción. No fue por ahogar tristezas ni por amor al trabajo. Fue por casualidad, sin quererlo, pero sin odiarlo. Una nota que no se dejaba terminar, la imprenta impaciente. Luego me fui quedando cada noche, por costumbre, esperando que otra casualidad me obligara a adoptar otras costumbres.
– ¿Apareció esa casualidad?
– No… o sí. Una tarde sentí algo parecido a la lascivia, al deseo. Así que a la hora en que solía irme antes de casarme, agarré mi saco, me despedí de todos y enfilé a lo de Estela.
– Supongo que le ocurrió lo que le ocurre a todos. En definitiva, siempre se van creando (digo se van creando para marcar la inutilidad de nuestros deseos) distintos niveles de conformismo: vacaciones de diez días, una mirada maquillada y rapidita al mundo de los otros, una copita en El Imperial. Dosis controladas de evasión para las inquietudes, para las insatisfacciones – soltó al aire, al abrazo del humo espeso y quieto de los cigarrillos, al vapor que íbamos despidiendo entre palabra y palabra.
Lo observé con asombro. Cómo entregarba esas confidencias – por mediación de una botella que le iba deformando la expresión, como si le fuera derritiendo el rostro-. Quizás su comentario me causó tanta impresión porque yo estaba ya bastante atontado por los vasos de vino que caían como piezas de dominó, o, simplemente, porque me pareció brillante; o porque era algo que no esperaba del comisario.
Toda rigidez había desaparecido. Estábamos flotando, elevándonos sobre el pueblo agarrados a la excepción de una noche de confesiones, de frases sueltas que pescábamos y hacíamos nuestras.
– Sí, supongo que no somos dueños de nuestros destinos. Por lo menos yo, tengo ojos de espectador – solté como un vapor tenue.
Gómez hizo un movimiento con la cabeza. No sabía si había sido de asentimiento. Estaba completamente borracho. Yo estaba muy mareado, todo giraba. Cuando me levanté, tambaleándome, tiré la silla. El gallego me miró desde la barra y me dijo que él la levantaría.
– Vamos – le supliqué a Gómez.
– No seas aguafiestas- le dijo al aire. Sus ojos, rojos, intentaban encontrarme sin éxito. La boca desfallecida. Estaba desparramado en la silla.
– Sentate, no seas chiquilín, haceme el favor – rogó.
Haciendo equilibrio acomodé la silla y me senté. Lo miré esperando que hablara. Pero él luchaba por mantener la cabeza quieta, murmurando algo que no alcanzaba a escuchar o a entender. Yo luchaba por mantener los ojos abiertos y el bar quieto.
-Pida otro vino – ordenó con esa aspereza que desnudan las borracheras.
– Ya está bien por hoy.
– No me jodas. Vamos a envenenarnos un poco más, como para que la resaca valga la pena – insistió.
– Como quiera – me resigné. Giré en cámara lenta para pedir otro vino, pero el gallego ya venía con una botella y con su cara neutra, sin expresión: ni alegrías ni tristezas, las emociones habían sido desterradas de su rostro, o nunca habían existido.
– Cuente – exigí.
– ¿Qué quiere que le cuente que no le cuenten mis silencios? Lo creía más perspicaz – dijo sorprendido Gómez.
Nunca me habían reprochado una falta de perspicacia. De hecho, siempre había creído que la falta de inteligencia que yo me atribuía la había suplido con una buena ración de suspicacia y alguna astucia leve. Me sentía como hablando con mi conciencia (o lo que, a esa altura, fuese esa baba espesa), como si el comisario se hubiese marchado hacía unas cuantas botellas. Me asusté y opté por callar, dejar que tomara la iniciativa el comisario.
No sé cuándo me dormí. Me desperté sobresaltado, con la boca reseca. Gómez estaba desparramado en la mesa. Babeaba entre ronquido y ronquido. Miré hacia la barra. Ahí seguía el gallego. Volví la vista hacia el comisario.
– No se preocupe por el comisario – escuché a mis espaldas – ahora cierro y lo llevo a su casa. Era la voz del gallego.
Solté unos billetes sobre la mesa. Le agradecí de pasada al gallego que me quitara la responsabilidad de hacerme cargo de mi compañero de naufragio. Me respondió con algo que me pareció un gruñido.
Afuera, la noche callaba. Caminé con dificultad hasta mi casa. Me acosté vestido. En sueños, me golpearon algunos retazos, como trozos de tela que nunca se usaron, de la conversación con Gómez.
© Marcelo Wio
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