Publicado originalmente en Ni más ni menos
Llegó al Botafogo como cualquier otro; hurtado al ignorado y anónimo interior del continente por un ojeador (u oteador) con astucia y con una precisa visión de las habilidades que atesoran ciertas piernas escurridas de polvo y mísera alimentación. Pero, para ser sinceros, no se requería ninguna habilidad o conocimiento para leer la destreza de Itaete Ararayu; cualquiera que hubiera visto un partido de fútbol en su vida hubiese reparado en esa diferencia exquisita que poseía el joven paraguayo.
En favor del ojeador, hay que decir que bregó de lo lindo para convencer a la familia, primero; y luego, al propio Itaete, para llevarlo a Brasil. Itaete no jugaba con mayor visión de futuro que la portería rival (cúmulo de ramas o piedras o lo que fuera que, como dos tocones, marcaba una región de conversiones y glorias pequeñas, pero sumamente relevantes).
En aquel entonces, los viajes no poseían el carácter de inmediatez de ahora. Así que Manuel Francisco dos Santos – que ese era el nombre con el que el ojeador del Botafogo transitaba por la vida, y, más pragmático, también por las calles de la ciudad en la que se encontrara – redactó un informe donde detallaba la excepcionalidad de Itaete: “Habilidad es un término ridículo cuando se intenta definir al señor Ararayu (el “señor” tenía 13 años, pero el respeto, y las distancias, eran algo que aún no se había perdido)”, escribió en un pasaje de la referida memoria (no mucho más larga).
El cogollo del asunto se produjo cuando Dos Santos quiso hacerle una foto a Itaete. Ya no la familia, sino toda la tribu – porque hasta allí, hasta una tribu amparada por el Chaco frondoso y apiñado como un conjuro benefactor, se había llegado Dos Santos buscando lo que él consideraba era el verdadero tesoro de los Césares –, protestó. Dos Santos corrió mejor suerte que Guido Boggiani, al que también se le ocurrió fotografiar a los miembros de una tribu de la zona: fue enterrado vivo, con su cámara (la intención, dicen, era enterrar ese artilúgio, pero nadie se atrevía a tocarlo, así que lo enterraron con el hombre que lo llevaba).
El padre de Itaete le explicó a Dos Santos que las fotos le roban el alma a los miembros de la tribu. Eso, al menos, fue lo que entendió Dos Santos. Así que el ojeador, respetuoso, guardó la cámara, y anotó en su informe: “Por tradiciones de su pueblo, recomiendo fervientemente evitar fotografiar al señor Itaete Ararayu”. Nada puede reprochársele a Dos Santos.
“Eso sí, habrá que hacerle una – y una sola – foto para federarlo”, le avisó Dos Santos al padre del muchacho.
“Una única…”, caviló el padre.
El anciano de la tribu opinó: “Una sola; y nunca más. Su alma – concepto que entendió Dos Santos – se restituirá… llevará su tiempo, claro… Pero es aceptable en términos… vitales”.
El informe llegó a Río de Janeiro unas semanas antes de que lo hicieran Dos Santos e Itaete. Quien lo leyó, tomó buena nota de la advertencia del ojeador; no era la primera vez que un muchacho arribado de las entrañas del olvido exigía cuestiones que eran elementales o centrales en su cultura.
En las divisiones inferiores, Itaete hizo lo que quiso, como si una magia ancestral engañara al balón y a los rivales. Con quince años el director técnico del primer equipo del Botafogo decidió llevarlo al banquillo. Ese mismo día, mientras el partido transitaba por esos rumbos del tedio y el sofoco, decidió meter a Itaete al campo de juego. “Qué despiporre”; “Qué jolgorio paraguayo”; “Dios visitó el estadio General Severiano”, y así, los comentarios de los relatores en la radio, la boca llena de asombro.
Al finalizar el partido, los periodistas se fueron en malón al vestuario del Botafogo. ¿Quién era aquel purrete que se había burlado de las leyes de la física?
Claro, periodistas… y fotógrafos. Los flashes se comenzaron a disparar antes de que aquel que había leído el informe se hubiera dado cuenta. En minutos… qué digo minutos; segundos, Itaete desapareció.
Tiempo después, cuando Dos Santos ya llevaba años obsesionado estudiando el tema, cayó en la cuenta de que cuando los lugareños de aquel lugar del Chaco paraguayo dijeron lo que entonces él creyó que quería decir “alma”, estaban significando “existencia”.
Itaete es, desde entonces, un hecho inexplicable omitido en un silencio acordado entre todos los que presenciaron su volatilización. Itaete fue una alucinación colectiva – del público y los periodistas – en una tarde de fútbol anodino. Itaete fue mera literatura radial.
© Marcelo Wio
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