Inmovilidad

Parto esta noche. Tengo que hacerlo. Doy cuenta de ello sin rabia. Los sucesos se desenvolvieron con el auxilio inestimable de mi negligencia; así pues, ¿qué rencores puedo albergar, sino contra mí mismo? Ella mirará desde el andén. Tal vez. A saber. Quizás favorecida por la concurrencia anónima de rostros y gestos que no son los suyos; en la tarde corrompida por las nubes predecibles, ese metal siniestro que gotea una desesperación negada.

Yo intentaré ahuyentar la melancolía con una revista o un periódico, pero sustrayendo de ellos la mirada, para perderla en la pulcra coherencia de las coreografías de viaje que la gente suele ejecutar. Recordaré calles e instantes: es decir, los inventaré, como un esfuerzo inútil (y por ello, desmedido) de acomodar el pasado a ese desenlace de vías y distancias inminentes.

En algún momento, durante la madrugada pasada, mientras calculaba las medidas de la habitación del hostal y la velocidad de las gotas de una lluvia incesante, plateé el dilema improcedente: ¿partir o enfrentar las consecuencias del movimiento de corrientes emocionales o lo que fuera aquella irreverente afectación de sobreentendidos que mediaban entre ella y yo; entre la posibilidad de ella-y-yo? Quedarse era emprender la tarea (excesiva; por tanto, irrealizable) de fascinarla a cada instante, reinventando una personalidad a la que le quedan muy pocos matices, es decir, muy pocas probabilidades de ser otra cosa que ella misma, que ese desencuentro de entusiasmos, de creencias.

Que esté o no (ella) en el andén, vigilando mi partida, sin ademanes, es intrascendente: no se dejará ver, con lo cual, su presencia será, acaso una ausencia aún más dolorosa: imaginarla allí, la gravedad de su figura haciendo orbitar las desesperaciones de último minuto de los pasajeros con un apremio inmanente, de los amantes descreídos para los que las geografías y sus latitudes sólo comprometen el tráfico de jugos gástricos; de las madres sin consuelo, de los padres con culpa, de los hermanos interesados en interponer trechos entre la sangre de la sangre que los uney una casona que se cae a pedazos, que los separa. Ella, entonces, allí, esgrimiendo su corporeidad para otros, menos para mí (y yo enemistado conmigo, levemente con ella; con el guarda del tren y la señora que se empeña en violar la física e insiste en imponerle una maleta a un portaequipajes inadecuado).

Si pudiera saber que un último impulso – aunque sea un rencor novedoso que le creciera con los horas y las reinterpretaciones de los hechos – la arrastrá hasta el andén, a comprobar, a cerciorarse de mi partida, de la claudicación de mis pretensiones; si pudiera saber, pues, que estará allí, supervisando mi huída, tal vez renunciaría a subir a ese tren. Y acaso, cuando la plataforma se hubiese vaciado de adioses, ella en un extremo, yo en el otro, compondríamos un infame cuadro de esperanzas (o asperezas futuras) o contingencias: reproches, desencuentros, besos con bronca (una suerte de amor diferido), sábanas culposas; lágrimas pesadas, porosas, arrepentidas, que dibujarían una fuga en perspectiva, de vías y olvidos. Tal vez ella se ponga de pie (¿por qué no puedo imaginarla de otra forma que no sea sentada en un banco, como si hubiese claudicado a una pena?) y me de la espalda, que sería una invitación para seguirla al cuarto del hostal en el que ahora estamos, tan lejos uno del otro: ella en la cama, su desnudez demasiado vestida de sombras; yo caminando con un cigarrillo para iluminar mi presencia. ¿Quién sabe si este preciso momento no es la continuación de un andén y un tren que se marchó sin mí?

© Marcelo Wio

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