A la hora de las Gymnopedies, Éléonore aprieta fuertes sus puños menudos como hilos – blancos los nudillos ya de por sí pálidos -, los brazos, péndulos fallecidos, a los lados. Donde sea que la encuentre – casi siempre en un pasillo, de camino de una a otra transitoriedad. Aprieta también los labios llenos de silencio y esos párpados tristes que no sirven para ahuyentar ni mínimamente ciertos instantes. Del inexacto cerramiento labial sale, de tanto en tanto, una onda, o lo que sea, que sólo es percibida por ciertos quirópteros que son incapaces de descifrarla (lo que, en definitiva, es lo mismo que decir que pueden comprenderla: a quién habrían de transmitir esa segura denuncia).
A la hora de las Gnossiennes, el tío Ferdinand llora una única lágrima – no del todo sincera: poco es su contenido salino; y la culpa que la suscita no es siquiera reconocida: apenas el temor de las consecuencias que le calcula produce esa, podría llamarse afección lagrimal, esa humedad escasa como las palabras que le ha dedicado en su vida a la familia: tantos vocablos como interés; o inversamente proporcional a la menesterosa opinión que tiene de nosotros, es decir, a la imagen que se ha formado de sí mismo (entre estatua y nombre de calle).
A la hora de las Variaciones, Goldberg rompe minuciosamente una carta envejecida y quema los trozos – de uno en vez, como si hubiera ceremonia en ese rencor gastadito, probablemente apócrifo. Llegó hace vaya uno a saber cuánto, a afinar el piano, y se quedó – ¿enamorado, refugiado?, cómo saberlo, si aquí nadie indaga, simplemente acepta. Ocupa una habitación en el segundo o tercer piso del ala oriental de la casa.
A la hora de las Sonatas scarlattinas, la tía Ivonne corre a su cuarto con la urgencia de quien tiene que aliviar exigencias metabólicas o vergüenzas insospechadas. Cierra la puerta con llave, corre violenta – e inútilmente: la habitación está en el segundo piso del ala central, inalcanzable a la posibilidad de indiscreciones – las gruesas cortinas escarlatas y se deja caer en la cama como si un estibador la arrojara allí. Cierra los ojos – ¿pensará que así termina de cancelar transitoriamente su vínculo con la realidad (o eso que parece flotar en la casa)? ¿Que así ella y su cuerpo pasan a ser dos entidades separadas, desligadas? -; los aprieta hasta que le duelen, hasta que ve un chisporroteo de lucecitas leves. Entonces deja que su mano derecha descienda sobre el pubis de ese cuerpo que espera entregado, resignado. Lo que habría de esperarse que sea caricia es una vehemente burocracia, acaso una saña contra los recuerdos que nunca pudieron ser tales, o contra la impetuosa necesidad que, improcedente, debería haber fenecido ya.
A la hora de los Nocturnos, la abuela Concis ensaya un suicidio, que cada vez es distinto en su ejecución y en su motivación – una u otra barbaridad de la parentela; todas inventadas; aunque no falten auténticas y más brutales (y si no, que le pregunten al tío Ferdinand y a la… ¿prima? – nunca se supo bien, ni nadie preguntó, ni nadie aclaró – Éléonore) que las que la abuela Concis imagina.
Inmediatamente después, a la hora de las Pequeñas Músicas Nocturnas, la casa se silencia. Apenas el zumbido de los viejos trastos eléctricos, del viento que se infiltra por los abandonos, del latido de los muebles cansados, de las escaleras vencidas. Los aromas que todos han ido arrastrando tras de sí, precipitan al suelo para confundirse con el polvo, los ácaros y los restos de palabras y notas musicales de otra edad, otros seres infinitamente ajenos. Entonces, Ivonne rezará arrepentimientos de mazmorra, exculpaciones de lupanar – los dedos lavados y bien lavados y perfumados de azahar y de l’elisir d’beatitudine. Éléonre, pobre Éléonore, apretará las sábanas entre sus puños impotentes, y Ferdinand ejercerá ese inicuo ardor, afortunadamente escaso. La abuela, siempre con su Réquiem como un tinnitus en el oído izquierdo, no oirá nada de los silencios cargados de denuncia, de oprobio.
A la hora Rusticana, en el desván, Pierre – ¿primo? ¿hermano? ¿tío? ¿extravío? – se dice que mañana bajará y que acabará con todo, con todos. No sabe bien por qué, pero cree en la autenticidad de ese rencor caliente que lo hace caminar incansablemente – apenas duerme un poco, o, al menos se tiende en sobre el montón de frazadas, entre las horas Rusticana y de las Gymnopedies. Mañana, se repite, mientras imagina escenas que nunca ha visto y que le parecen apropiadas. No piensa ni en redenciones ni desquites: la suya es una fe primitiva, apenas un impulso mistificado.
Entre Rusticana y de las Gymnopedies pienso en marcharme de aquí. Puedo ver el destino invariable – fijado en una postal pretérita que encontré en el que fuera el estudio del abuelo Émilien y que guardo bajo mi colchó pensado y derrotado. Tiene que ser entre esas horas me digo, como si yo fuese yo y alguien más que urden una huida. Una evasión imposible: porque ese alguien más es un taimado guarda. Este ejercicio de ideación es en realidad un elemento imprescindible de ortodoxia de la resignación para elaborar el atroz precepto de debido conformismo. Mientras los odio a todos (ya sin recriminaciones, sin enojo; sólo costumbre), caigo en algo que se parece al sueño, y que tal vez sea un simulacro de muerte.
© Marcelo Wio
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