Homo homini lupus

Que el teléfono sonara a esa hora de la madrugada que quería decir una de dos cosas (o las dos juntas; lo que vendría a ser una tercera): uno de los amantes de su mujer llamaba para ver si el inspector Gustavo Cifuentes estaba de servicio, lo llamaban de la comisaría por algún caso; o, la tercera, lo llamaba el comisario Benítez para endilgarle alguna investigación así poder retozar con su mujer. En cualquiera de los casos, pensó Cifuentes mientras se dirigía a atender el teléfono que estaba en el pasillo de entrada, alguno ocuparía su lugar en su cama esa noche (y su mujer no estaría dormida como ahora). Era el cabo Filippi. Parecía agitado. En realidad, Filippi siempre parecía conmocionado. Le dio una dirección en las afueras de la ciudad, cerca del Parque del Bosque. No sabía a ciencia cierta qué había pasado. Un homicidio. Dos. Raro. Escabroso. Esa palabra utilizó Filippo. Cifuentes pensó que el cabo debía ir ya por la letra E del diccionario – lo leía como quien lee un artículo o, acaso, una plegaria, durante las largas guardias nocturnas. Buen tipo Filippo. Pavo; pero bueno. Inocentón.

Cuando abrió la puerta de su Torino, no pudo evitar pensar, como siempre, en lo premonitorio que había resultado el coche – que había comprado unos meses antes de conocer a Susana, su mujer -, por cómo él se había terminado mimetizando con lo que el coche simbolizaba y advertía: el toro – gordo, huevón y cornudo. Hay cosas peores, pensó. Dos calles antes de llegar a la dirección que le había dado el cabo Filippo, ya había un patrullero impidiendo el paso. Un atentado terrorista, columbró. Pero quién atentaría en esa ciudad y, más precisamente, en ese barrio. Seguro que ya llegó el imbécil de Fernández (un sargento con ínfulas y poco seso), corrigió el razonamiento. Lo que me faltaba, tenerlo a este trabajando conmigo. Si creyera en esas tonterías del karma, el Kama Sutra y la reencarnación, diría que en mi otra vida hice algo muy, pero que muy jodido.

Estacionó el coche junto a una de las dos ambulancias que había – además del despilfarro de patrulleros (con el despliegue inútil de luces aquello parecía una triste discoteca de pueblo: unos cuantos hombres feos y cansados, y sólo luces azules y rojas). Fernández se acercó solícito y, a la vez, prepotente, desde la entrada de la casa. Dos cuerpos: uno masculino y otro femenino… No pudo seguir, se le quebró la voz como una ramita. Es una chica… Está… Ya lo verá usted… No creo que tenga… que tuviera más de quince años… Cifuentes le apretó el hombro con afecto. Si Fernández, que más allá de sus tonterías, era un tipo curtido en mil batallas, estaba así, no se quería imaginar qué se encontraría allí dentro.

El lugar de los hechos es una de las habitaciones, le informó el subinspector Inzaghi – un tipo joven, apuesto, algo amanerado para Cifuentes, y sumamente eficaz. Otro, pensó Cifuentes. Si Inzaghi utilizaba la terminología peliculera, es que la cosa era de cuidado. Todos tienen sus métodos para distanciarse de la realidad. El primer vistazo fue como un trompazo: visual y olfativo. En una cama, uno junto al otro, dos cuerpos. El más pequeño, como si una bestia lo hubiera desgarrado a mordiscos o con sus garras. El mayor, un tipo con un vestido anacrónico, con un disparo que le había arrancado casi media cara.

-Él es sin dudas Omar Silver – señaló vagamente Inzaghi hacia el cuerpo enfundado en el vestido de flores desteñidas -, el lobo feroz.

-No conozco a nadie con ese alias. ¿Es de una banda nueva, de alguna barra brava?

-No, no, perdón; se me fue el santo al cielo. Interpretaba al macho Alpha de una manada de lobos en el musical Yellowstone, de George Sandstein.

-A veces no sé si usted atesora un cúmulo de sabiduría o un cúmulo de superficialidades. Quizás una engendra a la otra…. Quizás estamos condenados a rascarle la superficie a las cosas… En cualquier caso, ¿era famoso?

-Sí… Y ya sé lo que va a estar pensando: la prensa. La vamos a tener encima.

-Pues intentemos no tenerla por el momento.

-Está Fernández…

-Lo veo muy afectado.

-Yo también. Pero, antes o después, se va a reponer de la primera impresión.

-Esperemos que sea después. Bueno, ¿alguna hipótesis?

-Nada. Hasta que los forenses no terminen y puedan decir alguna certeza, aventurar cualquier idea es hacer mala literatura.

Eran esas frases las que Cifuentes vinculaba con el amaneramiento. No la frase en sí, sino recurrir o nombrar lo literario. Y ese conocimiento de los musicales, por favor, murmuró para sus adentros Cifuentes. Bueno, se respondió, vos también tenés lo tuyo. Qué fue eso de la superficialidad…

-¿Y quién le habrá disparado al lobo? – Cifuentes iba haciendo notas mentales en voz alta.

-Quien haya sido, utilizó una escopeta y disparó desde los pies de la cama como mucho. Mire, ahí al costado hay rastros de perdigones.

-¿Habrá sido el mismo que le hizo eso a la chica? ¿O el lobo se creyó el papel?

-¿El disparo era para Silver?

-¿Quién es la chica?

Se escuchó un ruido tenue, un crujido que se agotó apenas comenzó. Cifuentes gesticuló un “silencio, carajo”. Los del equipo forense se quedaron quietos en el lugar. Cifuentes le indicó por señas a Inzhagi que siguiera hablando, lo que fuera, mientras se dirigía al lugar de donde había provenido el indicio de sonido: justo encima de la cama infame. “En el entretecho”, señaló. Inzhagi iba diciendo rutinas, esas palabras que los que se enfrentan a los horrores terminan por ordenar en una secuencia de significados escasos, aunque, si no consoladores, sí al menos útiles para lidiar con ellos.

Cifuentes preguntó a uno de los forenses si podía pisar la cama – había divisado abertura al entretecho. La mujer asintió y se retiró. Cifuentes cabeceó para que Inzaghi se arrimara. Sacó su arma reglamentaria y, como siguiendo una coreografía largamente ensayada e interpretada, Inzaghi hizo lo propio, a la vez que les ordenaba a los forenses que se marcharan de allí. Cifuentes abrió la trampilla o como se llame. La oscuridad del entretecho pareció derramarse sobre la cama y sobre Cifuentes. Un rostro; no, un rostro no, dos ojos desquiciados lo miraban desde allí arriba. Baje, carajo, dijo. El carajo ese estaba hecho enteramente de temor.

Por la abertura descendió un joven de unos dieciocho años. Difícil establecer la edad: tenía el rostro cubierto de sangre y pedazos de piel. Inzaghi lo ayudó a terminar de bajar y no bien estuvo a un costado de la cama, lo esposó.

-Que venga alguien del equipo forense. Urgente. Uno solo – ordenó Inzaghi.

Cifuentes lo miró interrogativamente.

-Ahora le digo – le susurró.

Entró la mujer a la que Cifuentes había preguntado si podía pisar la cama.

-Por favor, inspeccione a este sujeto. Quiero saber si tiene heridas – solicitó Inzaghi.

La mujer limpió – mientras también fotografiaba al muchacho y tomaba muestras – y no encontró rastro de heridas.

-Gracias – dijo Inzaghi -. Una cosa más. De esto, ni una palabra. Y cuando digo ni una palabra, quiero decir que usted no ha visto a este sujeto. Ahí arriba no había nadie. ¿Entendido?

La mujer asintió y se marchó.

-¿Qué mierda pasa, Inzaghi? ¿A qué jugás?

Inzaghi sentó al muchacho en el suelo y tomó a Cifuentes por un brazo y lo llevó hacia la entrada de la habitación.

-¿No lo reconoce?

-Evidentemente, no – Cifuentes estaba poniéndose de muy mala leche, de pronto. No tanto por Inzaghi, sino porque a esa altura su mujer seguramente estaba con alguien.

-Es Marcos Ahuate…

-No me jodas, Inzaghi, no me jodas…

-No lo jodo. Es el hijo…

-Ya sé de quién es hijo… Tengo que llamar a Benítez… – y Cifuentes pensó: ¿a mi casa o a la suya?

-Sí. Y él va a tener que llamar al Comisario General, y así hasta que el ministro del Interior le informe al Presidente dónde está su hijo esta noche.

La forense apareció por detrás, y con un susurro dijo: Tiene restos de tejidos y sangre entre los dientes…

-Gracias – dijo Cifuentes, la voz pesada. Y, una vez que se marchó la forense, dirigiéndose a Inzaghi comentó: el lobo no es el que todos creen. Al menos, no el feroz.

– Homo homini lupus – suspiró Inzaghi.

Ahí está, otra vez, pensó Cifuentes.

© Marcelo Wio

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