Formato de (auto)contemplación

“¿Qué hago aquí?, ¿quién me espera en este lugar excavado en el silencio?”, Antonio Gamoneda (Exentos I)

 

 

Obertura

 

Se difuminan sus bordes, de pie, descalza, ante la ventana del balcón. Mirando la Plaza de Oriente chorreada. Otoño transcurrido. Sus brazos abrazan la figura que es. Valeria. Poco más puede precisarse por el momento. Por ahora, como un jarrón de cenizas persistentes, obstinadas. Pura permanencia frente a la ventana alta, esmerilada de lluvia. Se abraza – o se sostiene – y, desligada del instante, observa. Trasciende el reflejo inmediato de su rostro y mira el discurrir. Añora un amor o una pasión que no es una persona. Ya no. Es un estado; acaso el asombro ante algo benévolo, complaciente. Son sus manifestaciones fisiológicas. Levitación a tres centímetros de todo. Lánguida, fina; el peso apoyado sobre la pierna derecha. La mano izquierda sostiene una taza de té contra el pecho. Un vapor leve se incorpora rápidamente a la atmósfera circundante. Cincuenta años que parecen menos. Según el día y el observador.

Las patrias del ánimo mezclando sus fronteras en ese cuerpo, en ese instante. Valeria. Quieta. Como si lo que sucediera por dentro, no le perteneciera. Sabe, igualmente, que habrá de reconocer la propiedad de esas parcelas tan díscolas. Pero aún no.

Luego, acaso.

Caminar bajo la lluvia. Mojar los pensamientos, piensa, de pie, descalza, frente a la ventana, en blanco y negro. Sí. Caminar. Para diluir, atemperar…

¿Atemperar qué?

No lo sé. Nada. Porque realmente ni ideas ni ideaciones ni pasados en este momento.

Por algo habrás dicho lo que has dicho.

No dije. No pronuncié. Acaso eras tú, pretendiendo describir lo visible y lo invisible – aunque esto último no reputa como descripción, antes bien como mera suposición.

Caminar. Porque es mejor ser lapidada por cientos de miles de gotras de agua impura, en plena calle, que comenzar a dar vueltas sobre tu voz de inquisiciones que exprime ánimo.

Las calles lucen una tristeza como de día siguiente a una fiesta: reinstaurada la realidad, los rostros, las posturas y las palabras vuelven a adquirir esa diaria obediencia opaca.

 

En un bar de la subida del Pretil de los Consejos la ve por primera vez: volcado el pelo lacio, castaño, hacia un costad; el cuerpo de firmezas jóvenes, nuevas, vuelto sobre un libro apoyado sobre la mesa, al costado de una taza de café. De tanto en tanto, se acomoda, con gesto desinteresado, automático, el pelo detrás de la oreja derecha, descubriendo un perfil de niña mujer de una de esas bellezas limpias, sin postizos, de suavidad renacentista, de las que dan ganas de acariciar sin sexo sin intenciones sin más motivación que una adoración estética: casi perdiendo la humanidad y trascendiendo a algo que supera al arte o a la alegría o al propio asombro.

A modo de fondo, de composición de escena, el conde de Las Ventas – desgarbado vejete sin lustre, con una rala barbita cervantina, que vive una segunda vida de vejez inventada sobre un pasado apócrifo de alcurnias y anécdotas – tomaba un anisete. El vendedor de billetes de la ONCE bebía un carajillo, apoyado sobre la barra junto a su bastón blanco, los números – colgados de pinza unida a un cordel – descansaban sobre su pecho como una esperanza que no es suya. Desde el televisor, sujeto con un soprote de metal negro a la pared del fondo, casi sobre la barra pared, se caían pedazos de teledario que decía goles, pactos políticos y deudas y tragedias y alguna estrellita de cine y un gol. Doña Herminia protestaba contra el tiempo, sentadita en la esquina de la barra, merendando churros con chocolate, como una colegiala absurda, olvidada en otra vida durante una excursión escolar. Pascual, detrás de la barra, dirigía el día con la mirada y el paño de cocina.

El cuadro, cotidiano, de lo más corriente, componía una suerte de dolorosa belleza. No era la presencia de la muchacha la que atemperaba la vulgaridad, incorporando la escena a un cierto esplendor. Era el conjunto: suma exacta de porcioines, de tonalidades y contrapuntos: completitud de vida sin reliquias ni adornos estridentes, sin fingimientos. Sin vergüenzas ni deudas. Vida en chancletas y con una verdad por valor de cinco pesestas en el batín. Y la voz de Gracia de Triana saltándose un semáforo mientras le ríe una gracia a los desamparados de la Gran Vía. Y Madrid más linda que nunca, recién llovida y atardecida y desprendida de promesas y gentes.

La muchacha es Claudinita. Estudiante no del todo convencida de sociología (segundo año de carrera; 21 años; hija única; domicilio sito en la calle Goya; y, entre otras cosas, poseedora de un afán por coleccionar estados de ánimos de otras épocas). Una energía casi bucólica, de último verano pavesiano: pubis, sol, descubrimiento, transición y turgencias.

Se pone de pie, Claudinita. Se acerca a la barra y deja el libro y, a su lado, unas monedas. Hasta mañana. Pascual guarda las monedas en la caja registradora y el libro debajo, en algún cajó o estante. Sólo leo aquí, le explicó a Pascual, al principio de ese acuerdo de depósito. Mi buardilla es pequeña, y, según la dueña – ardides inútiles para que no llene el piso con muchas cosas y sienta un impulso de posesión (anda preocupada con eso de os pisos ocupados, la pobre) – la estructura de la finca no está “muy allá” como para andarle cargando “kilos innecesarios e inútiles todos en un mismo lugar”. “Pesa mucho el papel, hijita. Y ahora hay de esos ordenadores donde entra todo sin añadir peso…. Pues eso”. Pascual se sintió conminado a intervenir para restarle formalidad al asunto ese de guardar un libro. ¿ Y qué haces con los libros libros una vez los terminas? Lo cambio por otro aquí al lado, en la cueva de Abdón.

 

***

 

Lanzados desde los astros contra esa realidad de acera y mugre, de cotidianeidad tan grotesca: embrutécense los hombres y mujeres de la villa de Madrid y de cualquier ciudad. Se confunden con los olores que producen. Se confunden con las sombras que crean.

Mas, tanto en tanto, una Claudinita, como olvidada por algún pintor en la mesa de un bar o una cafetería o donde sea, escapada o expulsada de un atelier sin aduana: boceto acabado que le duele al artista porque lo enfrenta con su propia erosión.

De tanto en tanto, esas treguas. Esas ilusiones.

 

***

 

Valeria la observa a través del cristal del bar y cavila: “Los amantes, una vez satisfechos, se abandonan al arrepentimiento, a la rutina”. Pero eso era un argumento inverosímil, increíble. La verdad era otra. No se podía violar esa sensualidad liminar, de labios vestidos, y no pagar un precio oneroso; porque practicar ese remedo de mezcla y pasión modificaría al sujeto ansiado: desgraciada imprudencia. Pero no, ni siquiera eso. La verdad era que prolongarse a su lado era sitiarse de celos, temores, fiebres; de Stendahles como anonadadas marabuntas creciendo vertiginosamente; sería desbordarse de sí, vaciarse: mera admiradora aterrada ante la soledad de estar tan cerca de lo que es imposible poseer pero que, peligrosamente, se llega (o se cree llegar) a poseer leve y transitoriamente.

 

***

 

Plaza Mayor: rejunte de humaindades, de circunstancias; unos transitando, otros rendidos a su necesidad, algunos imponiendo su candidatura de esperpentos para un fascículo de la Historia Contemporánea de la Degradación. Contravida de Madrid: a través de las costuras desvalidas. Sin luces rapsodas ni horas de gracia.

Los ojos nublados de cataratas amarillentas, como de mancha de orín. La barba larga como de esparto entrecano. El pelo tupido; desaseadp escondite capilar: túnica entre la personalidad y el ambiente. “Lo que se toca con la vista o el tacto, no hace falta verlo”. Rasga un guitarra cual si esperara que a fuer de tanto sobarla, un genio, una clemencia o una suerte, surgieran de pronto en sol mayor.

Pero nada.

Allí, contra una de las paredes del Arco de los Cuchilleros. Un capicho árabe. Un hombre prolongándose en unas uñas largas y gruesas que caminan equilibrios precisos sobre las cuerdas. Los años, como los dientes, gastados de morder decepciones y esas indiferencias deliberadas de las seis y diecisiete de la tarde; o esas hostilidades corteses del mediodía. Sube la música por las paredes, enredadándose, historia con historia, reencontrándose. Y el hombre uñas años, obstinando sentimientos trillados sobre el precipicio de la boca de la guitarra, al que caerá, finalmente, como cada día, a encontrar las voces que siempre dicen lo mismo meciéndose sobre arpegios y trasnoches sin oportunidad.

 

***

 

¿Y si lo que ves no es otra cosa que una proyección de tus deseos? Es decir, ¿y si soy un reflejo de algo tuyo que quieres ver en o a través de mí? O tal vez sea lo que crees sentir: un medio para tus sensaciones. Pura transferencia. A Valeria le pareció escuchar la voz de Claudinita.

¿Por qué no quieres existir, Claudinita? ¿Por qué me quieres quitar eso?

Pero no. No estaba allí.

 

Si aún no conocía su voz (ni su nombre), cómo iba a sentirla. Imaginarla, tal vez; pero con verbos y tonos y pareceres prestados, adjudicados: su propia voz a través de otro camino.

 

Tan sólo debía entrar en el bar. Sentarse en una mesa cercana. Decirle alguna trivilidad: el tiempo, las noticias, el café; algo sobre el libro que estuviese leyendo. Algo. Y luego, “si me acompañas y me escuchas”, y tomarla de la mano, y conducirla hasta la linde del Templo de Zeus y, conforme al método de Heródicos, “volver a tocar los muros de Atenas, que yo no te abandonaré”. Alejarnos de este aire de sordidez, de fin del mundo, que lo enchastra todo. Y sabes qué, sentémonos allí, donde aún han dejado desenterrado algo de aquello que era río y que llamaban Ilissos. No podremos, como antañao, refrescar los pies en sus aguas, que se han tornado mezquinas en frescuras y flujos y purezas. Si alguna vez hubo ninfas por aquí, ya se han extinguido, como tantas cosas en esta ciudad huérfana de sí, con un pasado tan antiguo que es pasado del pasado y a saber si existió o fue una invención de algunos a los que aún les quedaban algunos talentos e inteligencias para ofrecerse ofrendarse como divertimentos y alardes. Y digo Atenas como podría podría decir cualquier lugar: todos atan deshistoriados, deshilachados en una suma desesperada de días.

 

No puedo evitar observarme en cada situación que imagino, contigo: como una adoradora la juventud que, incapaz, adolece de la disposión del ánimo para cruzar el umbral de ese lustre exterior, de la preciosura que admira y teme. Mas, en realidad, acaso tema traspasar la frontera de mi propia exterioridad: empidermis curtida, tupida de reveces y tiempo. Así, pues, continúo valiéndome del asombro, que paraliza, para justificarme, para acallar las vergüenzas que creo tener – y al obrar de tal manera, se asumen como reales. Y entonces la mirada fugaz y estúpida a través del cristal del bar. Y a veces, ni siquiera, porque se conjuran las lumionsidades y los ángulos de incidencia y las ondas y corpúsculos y esa manía que le ha entrado a las cosas por la incertidumbre y las posibilidades, y sólo puedo ver mi propia figura y la del camión de correos o del reparto de cerveza.

Y no puedo evitar pensar, cada vez más, y no sé por qué, que hay algo siniestro en ello: suceso-existencia que me atrapa y me espanta a la vez. Como si cancelara algo propio y algo tuyo en el acto de mirarte. Y, a la vez, mis sentidos son incapaces de anular la percepción de tus rasgos y la insistencia de mi conciencia.

 

¿Por dónde iba? Ya, por esas incursiones en la estravagancia de las ideaciones que terminan por utilizarme como una pieza en un juego regido por el azar. Y para colmo, el empedrado de la calle parece una partida de ajedrez difuso, casi infinito, entre efemérides y citas de Walter Benjamin o Torrente Ballester o Juanita la del 5º E: todo reducido a calendarios, aniversarios cada vez más y más vacíos: fechas con nombre, con busto y esquela; bien quietecitas, silenciosas, sin incordios diversos.

 

***

 

artificio inventado, el de las estéticas y las sensibilidades; desaparecido y olvidado varias veces en el tiempo
conflagración del hombre contra las edades; entre apariencia y sustancia
impetuoso vórtice de soberbia

 

***

 

Valeria. De pie ante la ventana del salón de su piso en la calle Arrieta, o entre la realidad y la posibilidad: un juguetito Bohr. Ante el otoño estropeado. Ella. O las palabras que explican ese territorio que es en ese instante en particular: continente y contenido: rejunte de quincallas, fruslerías y abalorios. Sintiéndose como si nunca hubiera terminado de consumar su propia experiencia.

“Siboney yo te quiero yo me muero por tu amor
Siboney al arrullo de la palma pienso en ti
Ven a mi que te quiero…”

Despegaba los sentimientos de la obstinación como quien se entretiene reventando los alvéolos de un papel de burbuja. Y lo que quedaba era algo incomprensible, un ovillo de algo que parecía no tener mucha utilidad.

 

Pasión

Intemperancia

 

Juego de espejos, de mímica, contra el vidrio chorreado, contra su reflejo y la deformación de esa plaza vacía: el deseo como imitación del deseo. Una simetría con afán de rivalidad, superioridad y celos: una prepotencia de los sentimientos.

 

¿No puede, acaso, ocurrir lo que ya ha ocurrido tantas veces – que dos, con edad de por medio, se abarraganen? ¿De qué lado de la estadística caen mis posibilidades?

cierro la mirada
para verte: versión
que de ti compone
ese otro lado
tan (pretendidamente) desconocido
a este acá tan inmediato
evidente
urgente
tramposo

***

 

Abdón, en su cueva, los ojos sin tiempo para las personas, recorriendo el orden puntilloso (para su método particular) de los libros: como si en el mismo residiera el resumen de las palabras y los sentidos de todos ejemplares.

Habla sin mirar a Claudinita que recién ha entrado. Habla una conversación que estaba teniendo consigo mismo, en la que cada cliente – esporádico, tan silencioso como el polvo que sustenta la atmósfera y los cimientos del edificio – tiene la libertad para añadir algún comentario accesorio: como si compusieran sin quererlo una larga página de Talmud. Él habla. Claudinita comienza a mirar, como suele decirse, al tuntún. Valeria, que entró poco después de que lo hiciera Claudinita, observa desde detrás de una torre de viejas revistas o documentos.

Estaba diciendo, o se estaba diciendo, pues, Abdón, que los intereses deseos necesidades anheladas confederadas alineadas, conspirando alianzas cojas, traiciones mínimas. Siempre. Y se estaba interrogando, en voz alta: ¿O eran las miradas inseguras prometiéndose azañas o lo que fuese sobre ese columpio de humo, melodía y futuro? Hacía o decía todo esto, pues, Abdón, cuando Claudinita entró en la cobacha de las páginas, e intervino en el margen de una frase: Sabe, tal vez no quede más recurso que crear una memoria que nos trascienda: es decir, una cronología apócrifa – Valeria se sintió aludida sin saber muy bien en qué sentido, y pensó que la muchacha había descubierto su presencia, no sólo en la librería, sino también fuera del bar -; ser palabras, idea, ideal. Y dejó un libro sobre la mesa. Abdón, sin dejar de hablar, intercaló un precio o cambio por cualquier libro de temática y valor similar. Y Claudinita comenzó a navegar los canales angostos, agobiados de libros – al punto que algunos pasillos, completamente obstruidos, impedían desde vaya a saber hacía cuánto, el acceso a ciertas regiones (donde seguramente habría cientos, acaso miles de libros), de la tienda de Abdón.

En tanto, éste continuaba: La confederación de las horas – ¿o eran las palabras; o el reflejo de un silencio, o de un deseo? – perpetrando incertidumbres indiferenciadas, tan de todos, tan de nadie; una nada que, en el fondo, conocemos, de ahí los intentos por desconocerla para creer que podemos ser sobreseídos de nuestra mediocridad.

Llevo éste. Claudinita. The Last Puritan: A Memoir in the Form of a Novel. Abdón podría haber comentado señalado que se desviaba de sus estudios o algo por el estilo. Pero ni le interesaba, ni tenía tiempo para intercalar urbanidades en su disertación.

Permanecemos ciegos a las operaciones metafóricas que acometemos – y, sobre todo, a las motivaciones profundas que a ello nos impulsan. Y nos desesperamos, en tanto precisamos puntos de referencia (anímicos, espirituales, o lo que toque en cada momento) para componer nuestra histora (o su relato; que resulta ser lo mismo, por ser igualmente fraudulenta); pues sin ellos, nuestros inventarios valen lo que una bolsa de supermercado vacía. Pero destrozamos todo lo que pueda servir u oficiar de referencia: el centro somos nosotros, respecto de nosotros mismos, y así la eterna estupidez humana.

Claudinita pensó que aquellas palabras tenían alguna relación con la ruptura de su rutina de cambiar lo mismo por mismo. Acaso no estuviera del todo errada. Abdón, por más que se empecinara en aislar su proceso de razonamiento, o lo que fuese aquel largo recitar, no podía evitar que el roce – breve, escaso, mezquino, si se quiere – con lo ajeno influyera en la composición de ese monólogo.

De hecho, en un pasaje de su disertación – 17 de marzo de 1953, 15.37 -, Abdón admitió, tangencialmente, este ineludible influjo: Somos las modificaciones de las circunstacias y, a la vez, cada acción que emprendemos fuerza nuestro pasado a la postergación – y las emprendemos condicionados e impelidos por aquél, aunque declaremos posteridades a modo de preábulo o de justificación – y al peligro del olvido. Somos lo que hemos sido y, aún así, atentamos contra ello cada vez que obramos: actuar es aniquilarse de manera retroactiva. Vivir así es un lento y macabro suicidio: El hombre, en su andar, se deshuella; redistancia su existencia de sí: de desorigina.

Selladas, tus palabras, Abdón, pensó Claudinita, mientras se dirigía hacia la Puerta del Sol. Ahogadas en la densidad de los significados y sentidos de lo pretérito. Tus palabras, vueltas sobre sí, diciéndose impotencias: destejiendo oportunindades y memorias; descreando mundo: palabras nombrando palabras.

Valeria la vio alejarse. Aún persistía la sensación de haber sido sorprendida en una transgresión algo corrompida.

 

***

 

Estamos a oscuras, Valeria. Escribimos con el aire sobre el aire. Y los latidos callan ímpetus… Valeria casi sintió la tan deseada caricia de Claudinita en el cuello; la seguridad alrededor de su cintura. Pero en el reflejo del cristal sólo ella y las prematuras luces en esa tarde sin ofrecimientos. Sensualistas sin posibilidad de caricia que nos justifique y aplaque, acaso eso somos; y la reverberación de una intención, de su esbozo, o el ruido de la lluvia. Y sólo eso.

 

Atados. Siempre. A las inducciones de lo bello: a su búsqueda deseperada.

 

No todo lo bello conduce a una satisfacción de la alegría, ese sentimiento tan sobrevalorado y muy poco conocido (suele confundírselo, muy voluntariosamente, habitualmente con la vulgaridad, con el embrutecimiento de la sensibilidad). Los abismos son bellos, ya ve usted, Valeria.

¿Cuándo quitarás ese usted entre tú y yo?

¿Para qué? Es tan bonito… Como uno de esos vestidos de cortesana.

O un bastón.

O una forma distinta de abrazar: cariño de antes y después del deseo.

Anda, abre una botella de vino. Busquemos otra voz.

 

Creemos que hay una armonía en todo, que las coas fluyen de manera más o menos domesticada, por el mero hecho de ir haciendo observaciones consecutivas de lo que nos rodea. Pero es imposible describir lo que sucede entre tales observaciones, por más breve que sea la brecha que las separa… A esta altura, mi credo reside en esos intervalos: allí, centro sin centro – hecho y posibilidad: acaso tú y yo: una porción de existencia entre un parapadeo y otro.

Quizás el hecho de no observar favorezca que en esas oscuridades – en esos lapsos cuando el párpado cierra el mundo -, todo suceda: la mirada inscribe eventos puntuales, aleatoriamente, en la realidad – esa manera de tranquilizarnos que tenemos más a mano. Por eso sigues fijada a la primer observación – las subsiguientes son la misma (sólo varía el deseo).

 

***

 

Abdón, con el dedo índice derecho, con el polvo depositado en el lomo de unos libros, mientras no detiene se perorata, escribe o anota o fatasea una divergencia:

“Soy una tristeza que nace del encuentro involuntario del Tajo con el mar. Dos aromas acuosos parecidos y tan distintos: fase ambigua, confusa, en el filo antes de imponerse la inmensidad; donde lo bebible se transforma en una trampa mortal de sales y trazas de vaya uno a sabér qué mejunjes. De esa incertidumbre suben los dedos de la tristeza, casi como una caricia, hacia la ciudad. Y allí se queda, hablándole en fados, disfrazada de mil engaños. Una tristeza que va creando ánimos accesorios, como certificación de su presencia y que ha ido esculpiendo una ciudad a su imagen y semejanza: bello desasosiego recurrente y persistente, como un símbolo o un mito. Una imagen sensual que se revela sólo a quienes lo merecen.

Soy esa pena. A pesar de haber nacido a unas pocas calles de aquí. O aquí mismo. Que nunca indagué tales precisiones”.

“La pena es una harina de palabras, de notas, silencios, de implicaciones, que nos vinculan a la vida”.

“La verdad es una. Lo que es variado es los métodos para conocerla, la manera de llegar a ella, de pronunciarla. La belleza es una verdad. Siempre la misma. Y aún no la hemos podido conocer”.

***

 

Se decide Valeria. A entrar en el bar. Ha visto una mesa en una esquina, a espaldas de Caludinita. Entra, pues. Claudinita, la vista divagando por el libro: a saber si leyendo o meditando. Entra, Valeria. Claudinita no la ve. Por no verla, nadie nota su llegada. Tiene que acercarse a la barra para pedir un cortado. Claudinita levanta la cabeza. La gira. Hacia el ventanal. Hacia la calle. Igualmente, la mirada escruta algo mucho más íntimo e inmediato. O eso le parece a Valeria. Un sobrecito de azúcar jugando con las manos de Valeria. Se acomoda el pelo, Claudinita. Largo, elástico. Se lo acomoda hacia un costado – el izquierdo. Lo hace discurrir sobre su hombro, caudal hacia su pecho.

Una voz irrumpe en ese instante minucioso, sereno .

Cómo se emepcina en rechazarme, moza – le dice el conde a Claudinita; los ojitos con un brillo sin lustre, de entretenida picardía inútil -, pero sepa que todo repudio es una forma extrema de la admiración, del asombro.

Nada más efectivo que el autoengaño – sobre todo cuando éste es consciente – en todo comercio con el deseo, las aspiraciones y los afectos. Responde Claudinita. Divertida.

Ah… Hay palabras que aún huelen a pólvora. Y hay mujeres dispuestas a pronunciarlas una y otra vez. Siempre las hay; las unas y las otras.

Siempre hay hombres con alma de fusilado…

El conde, teatral, hizo el gesto de quien siente un punzante dolor en el pecho.

Y los números de la Bonoloto rescataron los trocitos de conde esparcidos por el piso: los rejuntaron sobre la barra, como una escultura de esas que se perpetran impunemente en los talleres barriales de cerámica: incapaz voluntariedad. El conde, pues, rearmadito en forma de decepcionada esperanza, mirándole los numeritos al azar – y pensando en la forma de ordenarse que tienen ciertos rasgos, en sus particulares geometrías celulares: unos, agraciados con excelsas configuraciones de las escalas y las delicadezas. Y otros, tan desfavorecidos por esa arquitectura que a fin de cuentas trabaj con los mismos elementos -, a ver si en una de esas. ¿En una de esas, qué? Veinte, treinta años antes, todavía. Pero ahora, ¿para qué? ¿Un recuerdo más doloroso, si cabe, de lo tarde que es para todo – inlcuso para morir?

Y lo peor, es que uno sigue jugando – dice en voz alta el conde.

Claudinita pensó: Todo el tiempo. Sino, a qué esos embates gastados, sin ganas, de una seducción que rehuye de conseguir lo que finge porfiar. Jugar para instalarse más allá del tiempo y el espacio: otra legislación. Otra juventud. Otra niñez. Otra oportunidad. Como si tal cosa existiese.

 

coartada para renunciar a la objetividad
para no renunciar a las fantasías en que uno reside: la belleza
absuelve al renunciante: ante sí

 

Sea inmoderada en sus amores – dijo de pronto el conde, con lástima de sí, porque se lo decía y no se lo decía a Claudinita: se lo reprochaba -, apasiónese, discúrrase sin vergüenzas y sin ropas. Disuelva la argamasa de las moralejas. Posea. O profane.

 

***

 

La primera mirada se llenó de escenografía: la luz blanca y estridente entrando por la ventana del salón, la botella de vino y una copa sobre la mesa de centro, construida con durmientes de madera de quebracho colorado.

 

Apiadada, Claudinita, recoges los flecos y derrames de tu comparecencia. Forma voluptuosa de la potestad de lo incierto. Nunca termino de estar segura de mi incertidumbre.

Habitarte; u ocupar los márgenes de tu presencia o, al menos, de tu nebulosa ausencia reciente. Delgadamente. Con el tacto de las idealizaciones: consagración de la belleza ante lo prosaico y forzado: lo espeluznantemente humano. Asirme un instante de la orilla de la eternidad: porque lo bello, Claudinita, escapa a la fugacidad que impera sobre todo y todos, al mero placer futirvo. Lo bello entraña una permanencia, implica una trascendencia. Lo bello atraviesa las estéticas que adulan las diversas cronologías. ¿Comprendes, ahora, que te observe como si acechara un descuido?

Sí.Y no. La belleza y el amor, acaso, sean sólo un espejo ideal, o, mejor dicho, conveniente: nos devuelve nuestra propia imagen pero en la versión que creemos mejor. Es imposible mirar algo como si se lo observase sin injerencia, tal cual es. La mirada aprehende para que uno elabore una descripción, valoración o conclusión; un consuelo.

Hablas como si negaras la realidad, arrojándolo todo al capricho utilitarista.

No. No es así. Cada cosa existe tal cual es. Nunca dije o sugerí lo contrario. La mirada es otra cosa – tanto, que no es una cosa, es una sucesiva forma de estar, de pretender -: cargada de deseos, necesidades, mezquindades, creencias: de contexto, de historia. Lo que ocurre es que, inevitablemente, no podemos comprenderlas completamente – casi una condición cosmogónica -; así pues, rellenamos los huecos dentro de su cualidad incontrovertible.

Estemos. Sólo estemos – rastro de afligida y fatigada súplica, en la voz de Valeria -. Sin estas razones. Sin ninguna otra. Déjame enfatizar los rasgos que te definen, como una manera distintiva de apelar a tu identidad.

Y a la tuya.

No. Imposible. Tu belleza no tiene trasunto posible. Indagar en ella para convocar mi identidad sería disminuir a ésta insoportablemente: encadenarla de manera nefasta e irreversible a tu voluntad. Déjame admirarla: como una melancolía imprecisa: de una época o una sensación.

¿lo exterior introyectado como memoria?

¿ese es el fin o la consecuencia ineludible de admirar; obrar una suerte de incorporación?

propósito. utilitarismo.
observar lo que sea para que contagie su esencia; su modo.
desterrado, uno, de uno mismo
aunque contemplar sea renovar el placer por el sujeto/objeto: por uno
remedando un retorno al origen de la sensibilidad

así, a lo sumo, se podrá obtener una satisfacción provisional,
dejando todo, en el mejor de los casos, inalterado; y más habitualmente, con el deseo
incrementando, ante la incapacidad de satisfacer la necesidad – la que sea que subvenciona el comportamiento

termina uno por rezar ante el silencio, intentando adentrarse en el otro

sabiendo que no hay respuestas, sólo descargas
o gritos lanzados al vacío de lo terriblemente desolador
sin el recurso de la elusión palpebral: la mirada aprende a observar
con la propia vida

 

***

 

Trillado interludio parisino (interpretado por Marie-Louise Damien)

 

En el Sena, atasco de góndolas y gavias. Maqroll a las puteadas, y Visconti y Mann dando indicaciones histéricas de que por ahí no, que este canal no es ni por asomo, que cómo corno – sobre todo Visconti –, que a ver si no llegan a tiempo para morir mirando al imberbe Björn Andrésen.
Y me importa un bledo todo eso – aunque hace sólo unos meses me hubiese desvivido por remirar a esa comparsa inverosímil discurriendo por esas aguas desencantadas. Porque te miro, Claudinita, como a un capricho pasional ridículamente tardío, aquejado de impotencia, mientras va creciéndome una admiración que es un amor que es también un odio de los años y los goces y las mujeres (acaso los hombres) que te quedan por delante: un futuro del que estoy, obviamente, excluída.

Ah, adiós intensidad…

Cómo dice, Valeria.

Nada.

Haga lo que haga, no elija – al meno,s aún. Hacerlo es equivocarse. Antes o después. Pero invariablemente. Así lo decía Virgilio, en su discurso a los reyes. Creo. Da igual.

¿Que no elija qué, Claudinita?

Nada. Ni las palabras para decir este momento: es decir, para fabricar una nostalgia anticipada: puro después. Abráceme como si fuese ahora.

 

***

 

Esa procesión hacia la Gioconda. Ese puro mirar como quien mira por la ventana trasera de un edificio: pura constatación de entre casa: el derecho a jugar la carta “Yo lo ví”: souvenir voyeurista; donde el souvenir es, en realidad, uno mismo.

Y aún asi, a pesar de la mirada sin alma, sin interrogación, la belleza emerge. Se abre paso a través de cada descuido, de cada limitación, de cada resquicio de auténtica emoción.

No sonríe. Llora sin gesto. ¿Te has dado cuenta?

¿Quién? ¿Tú?

 

***

 

Ven, Claudinita, acompáñame. En la esquina de Rue de Rouen y el Quai de la Seine, en días primos, se puede encontrar a un repartidor de nostalgia. La gente se apiña a su alredor esperando su turno. Nostalgias fáciles, sin la saña de la experiencia y la responsabilidad que mancillan los recuerdos innecesariamente. Meras postales momentáneas y emocionales, de pasados difusos, imprecisos, genéricos; daguerrotipados en sepia y decoro. Penas leves y prestigiosas. Triunfos improbables a prueba de escepticismos y envidiosas desconfianzas.

Hoy no es primo.

No importa, en esa esquina también acontencen otros comercios en días pares e impares en que la presión atmosférica ronda los 897 hectopascales (dos o tres hectopascales arriba, dos o tres, abajo) – como convenientemente es el caso. Se venden, por ejemplo, emociones dudosas, trozos que a las almas le andan faltando; alegorías, fotografías metafóricas de instantes deseados; imágenes sensuales (dispuestas como en un ritual contradictorio: hurtadas de la pulsión y el coraje; sólo quedan la impuresa y la resignación y la culpa); mitos, plagios plagiados y ampliamente mejorados, pedagogías variadas y cosmologías de bolsillo (o en llaveros de lo más elegantes, con figurita de Descartes y todo) y universos en frasquitos de boticario del siglo XVIII; postales de no-lugares que se deshacen al mirarlos (es decir, que se concretan en otra parte), pasadizos secretos a destinos variopintos y caducos (ni bien uno da la vuelta a la esquina, chau, si te he visto no me acuerdo), caleidoscopios de argumentos extravagantes y evanescentes. Como en una bolsa de valores, todos chillan y nadie entiende nada, y una bien podía querer unas fantásticas incertidumbres para pasar el domingo, y termina con un juego de verdades especulares insoportables, que la tienen a una a mal traer toda la semana. Lo más requerido son las explicaciones. Explicaciones para todo y para todos. Explicaciones de la explicación y de la duda y de lo inexplicable (tan bien lo explica, que lo deja todo pulcramente intocado e ininteligible). Y a un costado, un vejete con cara de yo no he sido (casi idéntico al conde), que vende semillas del diablo y huevos de serpiente y simiente de dragón y cataplasmas de almizcle.

Yo busco desde hace tiempo una nostalgia imposible del Madrid de 1920-1930 – de quien conoce o, más bien, se reconoce incluída en esas circunstancias. Y a la vez, no del todo imposible, porque es como si existieran hilos o, más bien, axones o floemas emocionales entre el presente (propio) y ese pasado tal vez no del todo ajeno. Pero sé que no la encontraré. Si sigo viniendo a esta esquina es porque encuentro que algo sublime sucede; algo que no he descifrado – y no sé si quiero hacerlo.

 

“Se hacen duplicados de ideas”. Dice un cartel. Sobre la Rue de Rouen, casi al borde de ese territorio emancipado de la ciudad.

 

He visto a animistas, los domingos antes del amanecer, recolectando metáforas en la esquina, e insuflándoles personalidades incorpóreas. Pero también he visto a la inevitable carterva de fingidores, impostores, usurpadores, contrabandistas y estraperlistas de lo exótico y admirable, de la belleza, por todas partes, adulterándola, cortándola para venderla en fracciones, falsificándola, ofreciéndola como una evasiva optimista: vacía de misericordia y exaltación, huérfana de la redención; belleza que ultraja, apabulla y termina por incrementar la mundaneidad de todo.

 

***

 

Final o deriva sin grandeza

 

Palacio Real. Estatua. Lluvia. Otoño. Cafés vacíos. Rincón desertado. Valeria. De pie. Ante la vetana llovida.

¿Quién eres? ¿Eres mi versión temprana? ¿Qué eres, Claudinita?

Soy yo expuesta a tu mirada.

Pero, ¿eres…?

¿Tú? No. ¿Acaso no te recuerdas a esta edad?

Sí, claro… Entonces, ¿eres recuerdo?

Todos somos el recuerdo de alguien…

 

Ante la ventana. Valeria. Como si todo fuese aparente; como si nada, excepto ella mismo existiese. Cada uno, piensa, existiendo en sus enredos y extravagancias. Cada uno habitando un estado adyacente a la circunstancia común. Y la vida ocurriendo mayormente en esos compartimentos aislados: observaciones detrás de una ventana siempre chorreada; de pie, descalzos, contemplando otoños y estatuas e intemperies: dudas.

 

 

© Marcelo Wio

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