Fabulita barrial

Mirá, qué querés que te diga. Al final, siempre es la misma cantinela. Que si el Alfonso está contraturado, que si los riñones, que si no sé qué cuento de la rodilla. Y al principio, una le cree, porque, cómo no le va a creer. Si una tuviera que andar dudando de todo, madre mía, el despiole mental…

Es cierto, Marta, es cierto; pero fíjate que una vuelta me dice eso, que no pueden venir a un asado porque la rodilla del Adolfo. La gota. Eso, gota. Que cómo duele eso, que apenas si se puede mover, y que hay que ver el ánimo que se le mete en el cuerpo, como de funeral o como si hubiese perdido Deportivo Riestra. Y una, pues qué va a decir, compadecimientos y esas cosas de ocasión que tocan: que se mejore, che; qué calvario el del Adolfo, siempre para el traste. Eso fue por la mañana, que me crucé no me acuerdo dónde. La cosa es que, a la tardecita, ya estaba listo todo para el asado – venían los Suárez, vos y tu marido, la Felisa, los Adamo… Fue una vuelta que después se pusieron los hombres a jugar al truco y nosotras nos fuimos al living, que la Anita contó aquello del entrevero de Ricardo, el de contaduría de la municipalidad, con uno de los juzgados… ¿Te acordás?

¿Sabías que el Ricardo se fue con otro, con un viajante de comercio de Santa Marta…?

Noooo.

Como te lo digo. Y después te cuento la de maridos que anduvieron entendiéndose con el Ricardito de marras…

Lo que no pase en este barrio, no pasa en ninguna otra parte… Bueno, a lo que iba. Ya todo estaba listo, y va Luis y me pide que me acerque al almacén porque se olvidó no me acuerdo qué. Una pavada, pero viste cómo son los hombres cuando preparan el asado, se creen que están construyendo un cohete para ir al espacio u oficiando una ceremonia, qué sé yo. Salgo puteando porque me estaba sacando los ruleros y además me quedaba hacer un par de ensaladas y poner la mesa; y, como siempre, los chicos rompiendo la paciencia. De camino, che, ¿no va y me lo veo al Alfonso caminando como si nada? Iba fumando, vestido como para salir. De traje. Elegante, en la medida que el Alfonso puede relacionarse con ese término. Yo me dije, este va al garaje a sacar el auto. Lo seguí de lejos y, dicho y hecho, che, se metió para el garaje y al ratito salió en el coche y giró enfilando para su casa. Ahí paró en doble fila y se subió la Marta. Tenías que verla, arreglada como para la cena de año nuevo o para un bautizo. Con su mal gusto habitual, pero muy emperifollada. Me subió un calor desde el pecho y el estómago a la cara y la nuca, que no veas. La hija de puta, dije en voz alta. Esta yegua de mierda me va a escuchar, me dije; y sin pensarlo, paré un taxi, y como en las películas, te juro, le dije, seguí a ese auto (quizás hasta le dije seguí a esa mala yegua; creo que no). O como en las novelas de la tarde, porque yo, a todo esto, iba con un pañuelo en la cabeza tapando medio el medio lado con ruleros que no me había dado tiempo a quitar, los pantalones del piyama (dignos, eso sí, no me pongo cualquier mamarracho) y una remera de andar por casa; una que, creo, me trajiste vos de Isla Mayorga hace una pila de años. El Alfonso enfiló para el centro. Yo lo único que pensaba es que fueran cerquita, porque sino no me iba a dar tiempo a volver y hacer todo lo que me quedaba por hacer.

No contaste nada después…

Esperá, esperá, ya vas a ver por qué esa noche no dije nada. O, como dice el ordinario de Luis, por qué me tuve que meter la lengua en el culo. Después se queja de que los chicos hablan como el traste… En fin, al poco de andar, dobla en Avenida de los Justos y estacionan por ahí. No sé si el Alfonso se hacía o no, pero parecía caminar con dificultad. Caminaban lento. La seguridad anterior se había esfumado. Enseguida se metieron en la iglesia esa de los Santos Apóstoles o de los Mártires, esa que está enfrente de la ferretería de los Amuchástegui. Los seguí. Se sentaron entre los primeros bancos. Yo me senté por el medio. Pensé, ya que estoy, escucho misa, que hace una barbaridad que no vengo. En un momento el cura dice no sé qué historia de los enfermos, por su curación y toda esa milonga, y dice en especial para fulano, zutana, mengana y Alfonso… En ese momento, se me fue el calor de la cara, calculo que se me debe haber quedado tirando a blanca; de pronto sentí que invadía una intimidad que no me correspondía, más allá de que la misa sea una ceremonia pública y eso. Se me hacía… cómo explicarlo… que usurpaba una desesperación que no quería ser compartida; que Alfonso y Elvira – porque la que acompaña a un sufriente, si te descuidás, sufre más – padecían más de lo que dejaban traslucir. ¿Sabes qué me dio? Sensación de desahucio, de final anunciado, que lo de la gota o las explicaciones corrientes eran sólo una forma del silencio y la dignidad. De eso me dio el pálpito. De que andaban contando las últimas horas del Alfonso. Por eso no dije nada. Porque me dio vergüenza la bajeza de haberlos seguido.

Vos no sabías… Qué pretendías…

Ya lo sé; pero en el momento… Ahí, furtiva, con media cabeza con ruleros, en pijama, con un rictus que aún conservaba el gesto de ofensa y enfado… Salí pitando. Me volví caminando. Después de todo, no estaba a más de diez cuadras de casa – lo que me hizo afirmarme en mis conjeturas: el Alfonso no podía ni caminar…

****

¿Se fue?

Sí. Igual, dejame asomarme.

Ni rastro.

Casi nos hizo comer toda la misa la tilinga esa.

Bueno, no es para tanto. Tenemos tiempo. Y hacía mucho que no veníamos a misa…

Pero quería llegar antes, ya sabes como son esas: en cuanto hay dos o tres ya empiezan con los rumores y andá a saber la historia que terminan armando que después no hay quién la desmonte. Dale, buscá el coche, que tengo los pies hinchados.

Es media cuadra, Elvira.

Da igual. Traelo, que no te cuesta nada.

¿Por qué se habrá ido?

Se habrá cansado.

No, no; la conozco bien. Esa, de normal, se quedaba hasta el final y se aseguraba de que volvíamos a casa rezados y santificados y sin cena en lo de los Graziotti…

¿No dijiste que nos había invitado a un asado? Pues tendría que estar para recibir en su casa.

Te digo que no, que esa tiene una malicia que ninguna otra… Ay, pero claro, qué sonsa…

¿Qué?

El cura, en la oración para los enfermos, nombró un Alfonso. Por dios, no te puedo creer la suerte. Madre mía de mi vida.

¿Qué Alfonso?

Qué se yo, alguno. ¿No oíste?

No estaba prestando atención. Pero ¿por eso se iba a ir?

Claro, Fonso. Si siempre que le digo que no podemos ir a las pelotudeces que nos invita le digo que es porque estás enfermo, o que tenés gota…

¿Gota?

Qué se yo, lo primero que se me viene; es tan pesada.

¿Por qué ponés esas excusas? ¿Por qué no le decís que tenés otro compromiso y santas pascuas?

No sé, Fonso, es lo primero que se me ocurre. Además, si siempre tenés otras cosas, después te dejan de invitar…

Mejor, si es lo que querés.

No, es lindo que te inviten y declinar la invitación. Además, mirá si un día caemos en desgracia con los otros; siempre estaría abierta la posibilidad de aceptarle el envite a la Gabriela… Mirá qué carambola, ira a nombrar un Alfonso. Como hecho a propósito.

Ahora sí que nos va a invitar.

Al contrario.

Poco conocés a la gente. Te van a invitar, sí, pero a vos sola, y un ratito; para compadecerte disimuladamente, para ofrecerte una torta, unos pastelitos, unos mates; pero nunca te van a invitar socialmente: las enfermedades y las alegrías están reñidas. ¿Qué asado distendido puede tenerse cuando uno de los comensales está practicando ya para tocarle el harpa a San Pedro y su comparsa?

Bah, da lo mismo. Igual, a vos no es que te caigan bien su marido ni los amigos.

¿Quién te dijo eso?

¿Cuánto hablaste con ellos las pocas veces que nos vimos?

¿Cuánto hablo con los maridos de tus amigas? ¿Y con mis familiares?

Da lo mismo.

Mientras tanto, yo soy el moribundo o el enfermizo.

Qué te importa lo que piensen.

Si no es lo que piensan, es lo que les hiciste creer, lo que, en este caso, es casi una confirmación

Es lo mismo: lo piensan. Yo nunca dije ninguna fatalidad. Minucias, Fonso, siempre minucias. Lo típico de la edad y alguna cosita más.

No lo piensan, lo saben. Vos se lo has repetido hasta el cansancio y, encima, ahora viene el cura este y el azar, y se lo confirman.

Qué exagerado sos, Fonso. Ay, pará en esa pastelería, que dije que iba a llevar unas masitas para el café de después de cenar. Comprá una docena.

Bajá vos. La gota me está matando.

Tengo los pies hinchados, Fonso, ya lo sabés.

Y vos ya sabés que tengo gota. Y me parece que algún pedrusco en el riñón izquierdo, porque no veas las punzadas que tengo…

¿Me vas a hacer bajar?

Si no querés bajarte, no te bajes, no es tan grave llegar sin las dichosas masitas.

Dejame, voy yo. He creado un Frankenstein.

Si, igualito. Pero este, hecho de achaques y diagnósticos desgraciados. Tanto enfermarme, al final me va a dar algo en serio

Cómo sos, por favor; te ahogas en un vaso de agua…

La psicología es muy puñetera…

Eso no existe, Fonso, son cuentos modernos. Ya vengo.

© Marcelo Wio

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