Evidente atuendo

Deberías haber reparado en su traje. En el ajetreo de su impaciencia. Incapaz de sostener los embustes de renombre y dinero que sus palabras buscaban persuadir. Pero sobre todo en su traje: sus mangas y perneras: penurias: arqueologías de desgastes mal disimulados. Un traje así no podía vestir ninguna esperanza, ninguna seguridad; ninguna promesa de éxito, por leve que éste fuese. Sólo podía traer el contagio de unas derrotas de las que no se hacen evidentes sino hasta cuando ya es muy tarde – y que aún entonces ofrecen los elementos de su encubrimiento: una tortura sutil e insistente: la los hilos del traje que eran los hilos de la urdimbre de un revés.

Y él. No menos gastado, claro: sus mentiras negligentes, torpes, elaboradas para otros tiempos que ya no eran, para un público que había querido creer, que se había esforzado por disculpar, encubrir, sus yerros.

Deberías.

Tantas veces deberías. Deberías haber hecho o dejado de hacer.

Pero creyó. Que era su momento. Porque su vida siempre estuvo arruinada. Creyó porque lo que sabía no le servía. Creyó porque así uno, como mínimo, delega responsabilidades.

Creyó que aquello era una oferta asegurada, y no un embrujo burdo. Creyó que era una promesa que sería satisfecha por medio de la ejecución de una serie de acciones eficaces: inversiones, planificaciones, realizaciones y réditos. El lapso entre el primer gesto y el final, breve. Creyó con otros. Porque siempre es más fácil la creencia conjunta: el número legitima.

***

Acepté. Sin fe. Qué fe podía aún apañar. Acepté porque no había otra. Y porque si perdía, no perdía nada, en realidad; porque nada tenía. Nadie podía perder. Él trajo una engaño que a varios nos vino bien para, o bien remedar una esperanza, o para distraernos un rato. En ningún momento nadie, ni él, creyó que aquello era algo más que un pasatiempo: las ingenierías proyectadas eran inverosímiles, imposibles: ni dineros, ni técnicos, ni una utilidad clara en aquel plano arrugado: conglomerado de metales y cables y poleas y ruedas dentadas y artefactos hidráulicos. Desmesurado todo. Para evitar su explicación, y así justificar su razón de ser. Era, el artilugio, como dos ramas desmedidas unidas por sus bases a una plataforma giratoria; y entre sí, por cables metálicos. Ganchos de todo tipo colgando. Grotesco tiovivo que debía rascar las orillas del río en busca de minerales codiciados por los siempre sedientos mercados de valores. Aunque nada salga, el hecho de buscarlo ya hará que las acciones de nuestra compañía se vayan por los aires. Había vaticinado. De hecho, eso es lo sustancial: crear un espacio para el movimiento de acciones, de dinero: de ambiciones especulativas. El producto en sí no ha importado nunca. Lo sé bien, afirmó, porque he vendido de todo, desde Biblias defectuosas (se les había olvidado el Génesis y los Hechos de los Apóstoles) hasta herramientas que no servían para reparar absolutamente nada – eran trozos metálicos, sobrantes de talleres, que tenían una forma que podía recordar vagamente a un utensilio, un rendimiento. Y los he vendido. Y cómo. A la gente no le interesa lo que compra. Quiere comprar. Y esto lo saben en la Bolsa de Valores. Así que imagínense lo que puede dar un emprendimiento como este. Tan colosal. Ambicioso…

***

Anduvieron meses yendo y viniendo entre las afueras de la ciudad y el pueblo. Con todo tipo de piezas, componentes. Enseguida supieron que no podrían conseguir las piezas tal y como estaban plasmadas en el plano. Pero no era un problema. Ya estaban embalados con la idea, el delirio: una fundición. No hace falta que sea muy grande, dijeron. Un horno – puede ser el de la panadería -, un caldero grande. Y moldes. E iban y venían. Una laboriosidad como de inminencia de castástrofe que sólo una inercia de grupo podía conjurar. El pueblo, un gran depósito de chatarra, de piezas que nadie podía imaginar formando parte de nada. Y justamente, por ahí iban los tiros: se hacía para no hacer; para hacer de cuenta que hoy no es en balde; porque adelante, la consecución de una esperanza tangible: un hecho: una revancha contra sí mismos.

Y crecía el rejunte de metales y alucinaciones.

***

Igualmente, deberías. Porque las pompas siempre. No hay vez en que lo efímero de la sociedad entre tensoactivos y tensión superficial no ceda. Y ahí no valen las fuerzas de entusiasmo, el momento de la perspectiva, el diferencial del anhelo. La pompa plof. Plof. Siempre. Y cuando esas pompa crecen demasiado, y cuando revientan, terminan por volcar todas esas miserias que uno fue ubicando ahí dentro: pero aumentadas por los estiramientos liberadores de esas compresiones falaces a las que estaban sometidas, reducidas. Y a cada cual la suya; y a todos, las colectivas. Una lluvia de. No, de eso no. De realidad. Pero incrementada: hiperrealidad: uno minuciosamente presentado ante sí. Deberías.

***

Debería. Pero no lo hice. Porque no debía. Nada me obligaba a participar en una tragedia que al menos brindaba una compensación transitoria; no como la otra, permanente, quieta, grumosa. ¿Quedarme mirando? ¿Hacer de coro? ¿Relatar, comentar aquello de lo que uno, en defintiva, participa de alguna manera? Tú participaste. Observaste. Y cada observación modificó algo del devenir de las cosas. Cada acotación, interpretación verbalizada, intervino en el todo. Tu papel era el “deberíasdebían”, era la admonición, la advertencia, el escepticismo. A ti te tocó ese papel en el proyecto y sus consecuencias. Esa lluvia de realidad. ¿Acaso crees que eres el que eras exactamente antes de esta empresa?

Además, cabía la posibilidad de que, de tanto rascarle los contornos al río, diésemos con algún mineral útil y lucrativo.
Posibilidad excesivamente remota a la hora de decidir embalarse: puesto que la probabilidad de construir realmente tal ingenio, y que éste funcionase, era menor que la de desviar el curso del río a soplidos. Pero.

***

Podrían haber sido llamados Los confabulados de la Hipotenusa: propendiendo a los inconmensurables: con sus metálicos triángulos truncos y endebles – imposibles – sostenidos por una fe sin cálculos.

Podrían, pero no. Porque.

***

El hombre dijo, en un momento dado. Cuando la ilusión ya no podía sostenerse más. El hombre dijo con la esperanza no del todo fútil de postergar un poco más lo inevitable: el reemplazo de obstinaciones, de espejismos. Dijo, el hombre: Me inclino por las leyes no verificadas. Creo ciegamente en ellas. Confío en que ése es el camino para arribar al conocimiento. Soy un fiel adepto a las predicciones (pero, por favor, a no equivocarse, no a las de conspicuos charlatanes). Predecir es ir más allá. El verdadero más allá. La muerte sólo viaja muy cerquita: apenas unos pocos metros. El más allá es el territorio de la ciencia y todas sus posibles consecuencias. Tal vez esté contribuyendo, por el mero hecho de pensar, de razonar unas pocas cuestiones, con el fondo fiduciario de conocimiento. Pero no dijo: Sé que no, pero me gusta pensar que sí. Sé que no porque mis ideas carecen de estructura y sostén científico en el sentido estricto del término, porque las escuchan mis otros personajes, los que pongo en escena de tanto en tanto, porque nunca las expondré en voz alta, ni siquiera ante mi reflejo en un espejo. Nunca. No vale la pena.

A saber qué proponía. Porque decía algo más o menos evidente. Una explicación del despropósito. O tal vez no buscaba prórrogas, sino que ensayaba disculpas. A saber lo que pasa en la cabeza de alguien que dice.

Pero sirvió para estirar la representación lo necesario. Para.

***

Le ha llegado una versión adulterada. Porque la hicieron. La máquina, digo. Nadie supo cómo. Ni ellos mismos, probablmente. Pero día a día, allí abajo, al río le crecía, en uno de sus márgenes, esa monstruosidad a la que era imposible adivinarle una utilidad, como no fuera el símbolo de un espanto.
Ocurría. Como tragedia. Los que no participábamos de esa suerte de fe, fuimos cayendo en el mutismo asombrado. Iban y venían, del pueblo al río, a la fundición (como llamaban a la panadería): indigencia de alternativas: arrinconados en la convergencia de todas las opciones que son siempre una: aceptarseguircallar. Desterrar ideas que colonicen la sospecha. Y esperar a que concluya. Lo que sea. Como sea. Y esperar que no reincida sus enredos.

Y una tarde estuvo lista. Oímos los gritos. Me acerqué con otros al borde del barranco. Una mole horrorosa de metales y desesperaciones. Dos brazos unidos por un cable grueso. Como en el plano arrugado que había mostrado aquella primera vez el hombre. Y colgando de cadenas, una serie como de ganchos y sierras y bolas y rastrillos: muñones metálicos. Monstruosidad medieval. Pero ellos vitoreaban. Se festejaban. Alguien fue hasta el pueblo y volvió al río con botellas. Bebían. Esa noche hicieron fogatas allí abajo. Hubo cantares ebrios. Un olvido de esos que transportan a una posibilidad que no es para uno. Para nadie. Por eso siempre hay una resaca subsiguiente: reingreso disminuido en la cosmología particular.

Los brazos se movían lentamente. Chirriar de partes. Y los flecos brutales golpeando los barrancos del costado del río. Que se volvía marrón. Que se fue angostando y desbordando y persistiendo a pesar. De las miradas de la gente, que no sabía qué presenciaba. La tierra desbarrancándose. El curso del río injuriado. Montones de tierra removida. Erizaciones de tozudez. Sin objeto. Nadie allí abajo. Sólo cuando el armatoste se detenía. Y había que recargarle gasolina al motor (de la camioneta Ford de 1940 de uno de los vecinos). Y volvía a la carga ese movimiento exasperado. Una exageración que inventaba el desasosiego para fabricar una convicción fraudulenta.

Así unas semanas. Hasta que alguien. Que nos quedamos sin río. Alguien más. Que ya está bien. Y la máquina se detuvo, por fin. Si se acerca al río, aún puede ver dónde apoyaba la base ese despropósito: un círculo inexacto de desolación: nada crece allí. A saber por qué. Del resto se ocupó el río, el tiempo, y el disimulo de pastos y matorrales. Pero en ese trozo, una nada. Un recordatorio, dicen algunos. Algún fierro, alguna tuerca, remache. También de eso aún se puede encontrar si se busca concienzudamente.

Y unos días después, el periódico. Y que el precio del Rodio por las nubes. Que un tipo, al que le adjudicaban al menos tres nombres. Que una compra. Que seguida de una venta hinchada de beneficios. Que una máquina. Que una veta.

***

Recién entonces lo buscamos. Recién ahí caímos en la cuenta de que nadie sabía cuándo había sido la última vez que lo había visto. En el río, dijeron varios. La noche de los festejos. No, a la mañana siguiente andaba por el pueblo. Pero en realidad, durante las semanas que esa infamia estuvo destrozando cauce, nadie lo vio.

***

Y allí quedó. La máquina. Meses. De pie. Advertencia. Hasta que una noche, varios bajaron. Se oyeron mazazos, desplomes, atroces sonajeros. Dos o tres días siguieron los ruidos. Nadie se asomó mientras hicieron. Como una suerte de pacto: aquellos que entraran en contacto con la vergüenza quedarían contaminados; así pues, nadie miraría, nadie recontaría rostros: bula: excepción: trampa legal.

***

Nadie bajaba mientras funcionaba. Así que es posible. Sí. Que viniera, por el otro lado. Que trajera testigos. Que falsificara muestras. Que entonces el precio del oro bajara. Porque no compró acciones. Compró oro. Devaluado. Lo compró como Florencio Sáenz Villegas. Lo vendió, más tarde, cuando ni Rodio ni nada. Lo vendió como Arturo Láinez, Mauricio Ibáñez, Jaime Albarracín y Viedma; Luis Alberto Sánchez Miño. Y algunos heterónimos más que ya no tiene sentido recordar porque nunca fueron. O fueron transitoriamente: sinonimia. Nadie sabe cómo se llamaba. Y, si quiere que le sea sincero, no creo que haya sido uno. Sino varios. Conchabados. Confiando en que el desesperado no le pone o busca un rostro a las palabras de una esperanza. Y fisonomías similares. O ni siquiera. Y la misma vestimenta. Y luego el frenesí. El ir. El venir. Y ese estado de euforia. De victoria anticipada. Pudieron haber sido diez. Cien. En realidad, lo mismo da. Acaso el número, abultado, ofrezca la manida y dolosa excusa de la conspiración elaborada: dispensados todos de pecados. Así sea.

***

Lo de la multiplicidad fue cosa de los diarios: al parecer, poco importaba, pueblo o Bolsa de Valores, todos necesitaban un atenuante. Pero fue uno. Yo lo vi bien. No hubo otros. Sólo que con el correr de los días, se fue apartando – y otros, del pueblo, tomando su lugar de capataces obsequiosos. Sus indicaciones – las del hombre -, más espaciadas. Su presencia más leve. Se había empezado a ir desde el principio mismo. Como desintegrándose en todos los nombres que utilizó para ir vendiendo el oro, para posteriormente reunir sus partes en otro lugar. Bien lejos. Placentero. Sin fastos.

***

Uno. Sí. Pero uno que también creyó. Pero que a mitad del proceso vio que aquelloo era otra derrota más: más grande, más irrevocable: el tiempo se agota hasta para fracasar.

Nunca dijo un nombre. Nunca compró oros ni valores. Nada de eso. Los del oro fueron dos o tres, de esos que siempre le andan ganando batallas a la vida. A saber cómo se enteraron del proyecto. Pero lo supieron. Y usufructuaron el desvarío. El resto es cobertura: un tipo sin nombre al que podían adjudicársele varios y una culpa. Total, ya había desaparecido. Y no iba a volver a reivindicar un nombre que no tenía, ni una honra que ya se le había negado: la historia había sido sancionada. Y ya todo seguía como siempre. Todo sigue siempre como siempre: nos engañamos con las máscaras que son los avances: inarmónica arominía de modernidades y lustres y brillos y celeridades y que nos hacen creer en la novedad, en una línea de crónicas y conologías que se suceden, disntintas, hacia adelante. Adelante. A dónde todos quiere llegar. Pero adelante, para cada uno, siempre un punto final. Y después, todo como siempre. Otra vez. Sin memoria.

 

© Marcelo Wio

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