La voz es de otra época. Como si proviniera de un fonógrafo; como de decir importancias. Y aunque pronuncie las cosas de todos los días, se le caen melodías que se oían en Berlín poquito antes de 1930 o en alguna callecita de tierra, por esa misma época, entre dos pueblos de Louisiana. Siempre ajena a la circunstancia y al contexto; fiel a una certeza que se parece mucho a la verdad.
Cuando calla – y hurta así algo de su presencia -, del pecho le sale el resumen de los aromas de las comidas propias del lugar de la cantinela que se le imponga en su voz; y enseguida, también, fragmentos de conversaciones – o apenas su intuición: ruiditos de charla y risa y disputa y romance que no llegan a hacer lenguaje – que los días ponen en boca de las personas.
Me tiende las manos sobre la mesa de la cocina. Los vidrios empañados. Sobre la hornalla furiosa una épica de tallarines, por un lado, y de salsa a la vóngole, por otro. Comienza a decirme algo sobre una distancia y una duda – algo que le contó doña Antonia hace unos días – que nos aúna a ella y a mí. Pero no alcanza a desarrollar el asunto, cuando se le comienza a derramar una cancioncilla italiana por la comisura de la boca, y por los párpados, un caserío de antes de que se inventara el tiempo. En una de callecitas, dos mujeres que se cuentan desgracias que no han padecido ni ellas ni nadie de allí: a cada parlamento aumentan la calamidad; ya van por hidras y bestias con torsos de hombre y cuerpo y extremidades de burro, cuando se levanta a quitar la cacerola del fuego y a remover la salsa y deshace el caserío y deja de decir lo que decía pero que le salía con esa melodía itálica.
Pon la mesa, anda, dice; y parece como si Mistinguett cantara a través suyo aquello de “J’ai donné tout c’que j’ai, mon amour et tout mon cœur”.
Y obedezco, sin dejar de buscarle los ojos y las imágenes que se seguramente comenzarán a resbalarse por sus mejillas. Acaso, digo apenas para que ella, a su vez, vuelva a enunciar: un ánimo, un tiempo.
© Marcelo Wio
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