Ensayo sobre las versiones

Él lo sabía muy bien. Sabía que nunca habían existido motivos para ser respetado. Por eso mismo recurrió a una estrategia ancestral: infundir temor. El miedo fue, así, su personalidad; sin él, habría quedado desvinculado del pacto relacional de las personas. Su argumento, bien lo había dicho una vez Evaristo Virutaseca, era la punta del índice, la fusta y los molacos (que recompensan o sirven para pagar matasietes).

Siempre me pregunté qué vería en el reflejo quieto del aguamanil, antes de enterrar las manos para mojar su entrada en el día. Qué inquietudes, si las había, quedarían flotando en ese caldo de agua y rostro, que doña Elisa luego echararía a las plantas del patio.

Infanta Hermiña Tablada, cuerpo de años y memoria de anaquel, una tarde en que Luisa Landero, que se las daba de bruja y oteadora de facetas ocultas o esquivas, dijo que le había visto el aura, había presenciado un dolor profundo, antiguo; había sentenciado: «Usted no vio ningún aura, Luisa; usted vio los vapores de la colonia barata exaltados por el trasluz. Ese mal bicho no tiene aura ni alma ni dignidad. Por no tener, no tuvo ni niñez».

***

Se había acostumbrado a mandar desde joven, decían; en la hacienda de su tío. Allí había aprendido que urdir significados más o menos inteligentes o astutos con las palabras, no lograba lo que sí obraba el capricho y la determinación de la vileza, del embrutecimiento del espíritu. A fin de cuentas, se dijo, para qué sirven todas esas mariconadas. Al mundo lo empujan los músculos, no las palabras.

La hacienda se derramó sobre sus vecinas en cuanto se hizo cargo de la administración de las tierras. Cuentan que cuando salió del campo de los Idiazábal, se llevó con él al perro de Ovidio, el capataz. Mercurio habría de seguirlo siempre, como una obsecuencia inicial.

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Porque sabía lo que todos sabían: las pifias y los derroches se habían prolongado en deudas que ahora exigían sacrifios reintegradores. Todos lo sabían, pero él era el único que podía ofrecer una salida monetaria.

¿Cuánto debe?, preguntó sin afectar compasión.

¿Cuánto cree que cuesta la tierra y lo que ésta sostiene?, preguntó el abuelo Iñaki.

Eso ahora mismo no interesa mucho. Usted debe cancelar pagos si no quiere quedarse con nada más que unos recuerdos que sólo servirán para atormentar a sus descendientes, más que a usted mismo: los pasados gloriosos suelen funcionar como obstáculos para toda repetición de idealizaciones.

El abuelo dijo «tanto», y el hombre respondió, «pues tanto más tanto», que venía a ser más del doble de lo que nadie hubiese pagado por esas tierras. Ovidio se acercó al hombre cuando éste se marchaba: por qué no se lleva al perro… Yo no sé ni dónde voy a estar mañana.

Después se dijeron muchas cosas, que el hombre vino a buitrear los restos de los Idiazábal, que hasta le arrancó el perro a Ovidio, como una muestra obscena de poderío y desafección, un aviso de lo que habría de venir. Pero no fue como lo cuentan. Sí, fue parco en palabras, y ninguna de ellas una lástima, una compansión (que, por otra parte, habría sido ofensiva, casi una burla); lo que le permitió una dignidad a mi abuelo, de la que le estaré siempre agradecido.

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Lo que comenzó por la hacienda de los Idiazabal se extendió por toda la región: como oliendo la muerte y la desgracia, él aparecía allí donde los malos cálculos, el albur o lo que fuese, habían creado esas obligaciones impostergables con bancos y prestamistas. Él aparecía antes que nadie, con ese gabán negro, largo, el sombrero ladeado, Mercurio a su lado (siempre a su izquierda), las botas altas de cuero recio y envejecido; los bigotes renegridos e hirsutos, la mirada como de alguien que ya ha muerto varias muertes, a cual peor.

Aparecía a la tardecita siempre, como si buscara un efeto o un maquillaje en el contraluz del atardecer. A caballo. Al paso. Desmontaba con parsimonia, como si todo estuviese dispuesto para aumentar su prestigio, su poder. Acariciaba al perro: una caricia torpe – una mano gruesa, áspera, pesada, no urdida para el cariño – y sincera, como si pretendiera remedar humanidad antes de proceder a las humillaciones y las ganancias.

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Manrique, el dueño de la tercera hacienda que él compró, dijo que la teatralidad con que llegaba y se anunciaba sin anunciarse, acaso pretendiese establecer una imagen que le ofreciera al pueblo las justificaciones más convenientes para el desastre de las familias pioneras, de los apellidos que otorgaban un cierto lustre a ese amontonamiento de casas y ánimos, a esa llanura monótona, a las rutinas sucias y largas.

Cualquier cosa es mejor que desmenuzar las razones de lo que sucedió, que no es otra cosa que desglosarnos a todos los que, de una u otra manera estuvimos relacionados con la debacle de la zona: por participación directa o indirecta, o por mera contemporaneidad.

Escarbar en los orígenes no tan remotos, sacaría a la superficie lo evidente: los endeudamientos, casi parejos, no se debieron a fatalidades climáticas, a plagas u otras eventualidades agrarias. Todos, y me incluyo, creímos que aquí crecería toda semilla que uno echase, sin la intercesión del trabajo. Las cosechas fueron enflaqueciendo a la vez que las pretenciones de los hacendados no cesaban de engordar. Historia repetida no sólo en esta región… Yo no vendí tierras, las perdí hace mucho. Vendí deudas, y encima él me dejó lo necesario para sobrevir: es decir, para recordar y practicar el inútil y doloroso arrepentimiento (siempre insincero).

Podría decir, por la edad, que me queda poco tiempo para los pesares; pero las medidas del tiempo son nuestras ansiedades, nuestras indolencias, nuestras prórrogas deseadas. Así que el hecho, en este flujo que es la memoria, a veces ocurrió hace unos pocos días; y otras, hace unos cuantos años. En mi caso, toda la cronología de la desgracia ocurrió sólo el día anterior.

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Si hizo lo que hizo fue, en parte, porque lo dejaron. Los mismos apellidos que habían subordinado al pueblo a sus caprichos, a sus ínfulas, a las revanchas que traían de Europa – y que ninguno de sus destinatarios vería jamás (y que, visto como terminaron en dos generaciones o en generación y media, habrían supuesto un doble agravio y un resentimiento incrementado), nos entregaron sin más, como elementos que se incluían en la transacción de la deshonra.

Y le digo, que con él, digan lo digan, las cosas cambiaron. La tierra comenzó a producir, a los peones se los trataba de usted, seguido del apellido – una dignidad que no se quedaba en esa suerte de palmada en el hombro, sino que se correspondía con un emolumento pecuniario más que aceptable.

Dirán de sus modos parcos, distantes. Dirán muchas cosas, y ninguna se acercará a la realidad. Era el hombre que ninguno de esos pelafustanes pudo ser.

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Lo suyo, evidentemente, era una un desquite. Contra nadie en particular, y contra todos. Tal vez, contra un remoto sí mismo. Por ello, a nadie se le ocurrió que la adquisición de tierras sería suficiente; a aquella venganza le faltaba un elemento que, a la vez que servería a su reputación (eso debió columbrar; pero hay personas a las que ningún ungüento social le disimula la bajeza), habría de favorecer la consumación de su ajuste de cuentas: casarse con una de las hijas de los grandes hacendados a los que había disminuido a meros recuerdos. Entrar en el círculo de los apellidos; mezclarse con ellos: diluir la sangre en un olvido largo y deslustrado.

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Decir que me enamoré (o alguno de sus derivados) sería una exageración; no sólo en términos afectivos, sino en términos históricos: entonces, nadie se enamoraba; unos y otras se casaban pensando en hectáreas y en una mezcla estética de apellidos.

Y ojo, él tampoco se enamoró. Ni se encaprichó, como he oído decir por ahí, a quines no sólo no lo conocen, sino que no se atreven a hacerlo: conocer a quien manda y que, mandando, realiza, obra, puede dejar al más pintado con los orgullos mínimos aún más mermados.

Los dos sentimos lástima el uno del otro – yo de su soledad, de la opinión que de él tenía (y tiene) la gente; él de mi propia soledad, del desaparo de una señorita bien en una pobreza recién estrenada. Con eso, y algo de afecto – a fin de cuentas, una dosis, por poca que sea, hace falta para que dos se ayunten –, nos fue uniendo, en charlas sin consecuencias, al principio; y en una decisión que se fue haciendo inevitable, después.

Nos rescatamos mutuamente. No hubo, como pretende el vulgo – y el no tan vulgo -, una soberbia, una imposición, un capricho, y una inocencia pura que cedió. Nada de eso. La manía de la gente de embrutecerlo todo, de mancharlo todo con una suspicacia de oprobio, de suciedad, no deja de asombrarme.

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La rondaba desde niña. Podía verse en su mirada de muchachón un lustre indecente, una ambición sicalíptica. Todos guardaban a las niñas cuando se acercaba, junto a su tío, a exigir resarcimientos o soltar tres o cuatro requerimientos impostergables. Todos menos Ernestino Menéndez Zaldivar. Y eso que le habían prevenido de que el joven andaba madurando caprichos y que, muy especialmente, se había fijado en su hija Carlota como consuelo para uno de ellos. Pero el viejo o no oía o hacía no que oía. A fin de cuentas, ya entonces sabía que su titularidad sobre esa tierra era tan efímera como cercanas las fechas de vencimiento de los préstamos. Aún postergaría algunos años la ilusión del hacendado a fuerza de más y más préstamos. Pero el viejo Menédez Zaldivar sabía lo que todos sabían, que tío y sobrino tenían dinero de sobra para comprar todas las tierras de la zona y aún más. Así que no es de extrañar que Menéndez Zaldivar anduviera enseñando a su hija con fines de prebenda. De otra manera, no se explica esa negligencia inmoral.

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Cuando vino a pedirme la mano de mi hija parecía más bien que me venía a pedirme una disculpa. Siempre me había hecho sentir hacia él una suerte de compasión: grande, torpe en su andar y en sus relaciones con los demás; una timidez que todos han confundido siempre con arrogancia e, incluso, y sobre todo, con vileza.

El hombre venía con todo el peso de los rumores a cuestas, de las execrables historias apócrifas con que lo habían vinculado. Había llegado a creerlas casi obedientemente, como si tuviera que ser el papel asignado. Todas sus limitaciones utilizadas como material de oprobio: quién no habrá oído lo de “con la punta del índice” manda. Su timidez es tal, que a veces, se le va la voz, y no le queda más remedio que recurrir a los gestos. Unos gestos que, en su rostro, se reducen a seriedades y fruncimientos: lo que sea por evitar ante los demás las lágrimas de bronca y resignación que largará en soledad.

Mi hija me había expuesto con antelación los motivos de su decisión. Por ello, traté de facilitarle el trámite. Cuando le ofrecí la formalidad de una aceptación, su rostro pareció ablandarse en una felicidad sin excesos. Se levantó para estrecharme la mano y, cuando le extendí los brazos para un abrazo, vi en su rostro una expresión de sorpresa, no ante el abrazo en sí, sino ante algo que era novedoso y de lo que no conocía los procedmientos. Para evitarle la vergüenza de su torpeza, lo abracé sin más. Sentí sus brazos enormes cercar mi espalda con el cuidado con que una madre oso debe abrazar a su osezno. Así quedó sellado el matrimonio de mi hija. No fue una transacción comercial, como malician tantos; fue un acuerdo de sentimientos, de unos afectos que aún no eran, pero que bien podía ser (y creo que son).

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Hasta las chirusitas lo murmuraban, y eso que no son muy despabiladas que digamos: finge retraimiento, se hace la mosquita muerta pero está calculando su salvación y la de los suyos. Las escuchaba chismorrear cuando fumaba en la parte trasera del Club Rural, en la época en que todavía los bailes tenían cierto lustre y no el temperamento de velorio que tienen últimamente, mientras ellas trajinaban bandejas y amoríos de yuyales y catres llorones. Lo comentabábmos también en Cáritas con las chicas. Por eso no sorpredió a nadie esa traición de clase, de sangre, qué tanto: casarse con ése fue como festejar nuestra derrota – cagarse en nuestra desgracia, dijo Felicitas Saint Antoine; que matiza la finura de sus gestos, apellido y rasgos, con una lengua erizda de porquerías – pero que queda tan bien en ese abolengo suyo.

Siempre había pretendido diferenciarse, Carlota; ser más que el resto de nosotras: la hacienda más grande, los últimos vestidos traídos de Europa; los últimos en vender las tierras. Y la única en sobrevivir a la debacle mediante una ignominia… No me sorprende. A nadie de nuestro círculo le sorprendió. No asombra lo que se anuncia, lo que se desvela, lo que se muestra con un siniestro orgullo de sometimiento. Asco da, pavonándose con los últimos vestidos, con ese aire de posesión aumentada; con esa felicidad sincera. ¿Cómo nadie puede ser feliz al lado de él?

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¿Quién le dijo eso? Ah… Emilia Pardo… Vasto es el perímetro de su ignorancia – no cabe en ese vestido que ha visto tiempos mejores y que, no pretendiendo insinuar robusteces, bien amplio que es -, tan preservado de cualquier corrosión de la inteligencia. Y toda ingnorancia, bien sabido es, suele acompañarse de maldad: una inquina mantenida a raya, hacia fuera, para que no le recuerde, como un espejo certero y rotundo, el tránsito de posibilidades, ya puro pasado, trocadas en una inviabilidad que añade años y renocres.

Las chirusitas hablaban de Carlota como hablaban de todas las muchachitas que ibámos a mostrarnos al club Rural como potrancas a la espera de comprador. Y claro, Carlota era, de lejos, la más linda. Usted la ha visto ahora; no hace falta que le diga nada, sólo que se imagine lo que era hace casi veinte años atrás. Y a todo esto, se sumaba que la muchacha no se prestaba a los enjuagues mundanos, a esa pompa banal, pura burbuja; Carlota era una sensibilidad más compleja, que no encajaba en ese baba de trivialidades y clichés. Pero eso, las otras pobres (yo, entonces, también) – bonitas, eso sí, y con dinero a espuertas -, brutas como sólo ciertos ricos pueden llegar a serlo ( no sólo de sesera, sino de espíritu; ascaso la torpeza más imperdonable), confundieron lo elevado con la altivez. Pobrecillas. Verlas ahora es como leer un libro del que uno siempre supo el final. Ajo y agua, como decía mi tía.

A fin de cuentas, no puede pedírsele al árbol que tire sus frutos muchos más lejos que su sombra. Y la familia de Emilia Pardo; cómo decirlo sin decirlo… no está excenta de altibajos intelectuales, convengamos. Algo que, por lo demás, la incorporaba en este mejunje raso que es el pueblo y las tierras que lo rodean.

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En un vértice entre el techo y la pared del estudio – donde estaba cada vez que no andaba por las tierras fiscalizando progresos, solucionando estancamientos; extrayendo e insuflando aliento a esa tierra renegrida – se hallaba la clave misma de su éxito: Una mancha de huumedad con fecha de evaporación diferida in aetérnum. Esa negligencia mínima, que tantos otros otros se hubiesen apresurado a solventar con disimulos o remedios más permanentes, porque la hubiesen supuesto una transferencia de su propia imagen; para él no suponía nada más que una mancha que no merecía ni su atención ni el tiempo de revocarla: atrofiada, pequeña, sin más suceso que su presencia inofensiva.

Alguien lo habrá dicho alguna vez, acaso sin el propósito de la difamación, sin la pretensión de abultamiento futuro (aunque todos supieran que todo lo que se dijera de él podría transformarse en parte del material para su denigración): la mancha es el ojo que vigila el pacto. Un acuerdo que ya había firmado su tío – ¿Alguien en este pueblo ha vivido tanto como ese hombre? ¿Alguien sabe si está muerto; alguien lo ha visto morir? – con un tal Exú cuando de joven anduvo por tierras remotas y trajo dineros y secretos definitivos, junto a un odio exacerbado hacia todo el que se pusiera en su camino: es decir, en los términos de su regreso (posesión y obediencia), hacia todo este pueblo.

De madrugada se podían oir chillidos viniendo de sus tierras, como si un ingenio de atrocidades estuviera castigando la tierra… A saber lo ese hombre trajo a este pueblo, lo que nos queda por ver de ese legado de infiernos y condenas.

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Su tío había andado por Brasil. Allí había estudiado agronomía – aunque no había terminado la carrera. Y también allí había comprado un viejo trasto a vapor y unos arados metálicos. Con esos instrumentos añejos y los conocimientos que se le habían grabado como no habría sido posible ni aún queriéndolo, volvió al pueblo y comenzó a aplicarse sobre la tierra menuda de su padre. La aplicación y la determinación dieron sus resultados más pronto que tarde. En todo ello, vino a cooperar en su empresa la concurrente ruina de sus vecinos (que parecían haberse puesto de acuerdo de la misma manera en que lo hacían, sin hacerlo, en sus idiosincracias y sus bajezas). No hubo más secreto que ese: trabajo, esfuerzo e innovación por su lado; desidia, negligencia y la atávica soberbia de creer en los merecimientos sanguíneos, por el otro.

Yo también he oído hablar del pacto; quién no en este pueblo. Es imposible no oirlo todo: con vivir el tiempo suficiente aquí, uno termina por escuchar todos los parlamentos a los que se limita la comunicación de este pueblo. La mitología y la infamia sirven a los que no quieren hacer exégesis de sus propias circunstancias, ¿no le parece?

Lo que le falta a este pueblo es inutilidad. Pero no de la practicada hasta ahora: que pretendía pasar por una cierta laboriosidad; la de las apareciencias y el decoro – tiempo y más tiempo dedicado a construir un atrezzo para ocultar el atrezzo y así sucesivamente. Hablo de realizar algo sin utilidad alguna. Estoy convencido que nada como una acción perfectamente inútil para sacarse el regusto de moralidad de la boca. Entonces, otro gallo cantaría. Mientras tanto, miramos el éxito como una consecuencia de urdimbres diabólicas, de malicias y prepotencias; y no como algo que, eventualmente, podríamos hacer suceder para cada uno de nosotros. Pero, ¿sabe qué? A veces resulta más cómodo que lo manden a uno: la responsabilidad es poca, la culpa es ajena, y no hay que pensar mucho más que lo que le mandan.

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Claro que tiene sus apólogos, sus defensores. Toda opulencia tiene sus obsecuentes, sus vasallos, los ignominosos dispuestos a todo para perdurar sin hacer. Esos le dirán bondades, fabricarán la duda de las versiones opuestas. Pero descrea de esa desesperada fabulación de los abyectos. Él es el que es, no el que unos u otros digan. Hable, usted, que es imparcial, con él. Acaso le conceda unas palabras, que es lo mismo que decir que le ofrecerá, sin quererlo, la evidencias de lo que la mayoría afirma. Indague más. Rásquele la cascarita a las palabras. Desconfíe incluso de lo que le estoy diciendo. Pero no crea que se trata de una trama de dimes y diretes, de interpretaciones u opiniones contendientes.

Mire, lo digo sin maldad, sin guardarme una pelusa traicionera en el bolsillo: él vino torcido de fábrica, como suele decirse. Y el hecho de que sus padres murieran en ese inciendio atroz que se cobró la casita de madera en un santiamén, y que de chico tuviera que quedar al cuidado de su tío materno (varios años más grandes que su hermana; bien podría haber sido su padre muy entrado en años), que tenía el alma retorcida y desaseada, por decirlo suavemente, sólo coadyuvó a lo que ya era por herencia: el viejo le fue moldeado sus formas, sus odios; le compartió la descomposición espiritual como quien comparte una fe.

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Hay algo de cierto en lo que le dirán unos y lo que desmentirán otros. Cada uno lo presentará – lo versionará – de acuerdo al credo que profesen, las simpatías que ejerzan. La mayoría le presentará un mal hiperbólico; otros presentarán una figura más auténtica, aunque no menos tendenciosa (no tanto por afecto hacia él, sino por inquina a sus detractores).

Lo encontrará más semejante, pues, al recueto de estos últimos, con las miserias habituales en los hombres, más algunas iniquidades propias de los poderosos. Pero nada fuera de lo que estas u otras tierras han visto: mandar no es para sensibleros; exigirle dineros a la tierra no es para melifluos. El trabajo del campo termina por erosinarle el espíritu a los hombres, arrastrándoles los sedimentos de ternura, dejando tras de sí las grietas desnudas y endurecidas de hosquedad.

Usted busca una historia que no existe: una novela. Aquí hay realidades de lo más telúricas. La única diferencia con las que puede encontrar en la ciudad, es el entorno, la tramoya, que condicionan a los personajes a interpretar sus papeles de manera diferente, acorde a cada decorado.

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Charlando, de cara a un atardecer, me dijo: «Si mis nietos derrochasen toda mi labor, y se vieran compelidos a malvender las tierras, estoy seguro de que este mismo pueblo reformularía la memoria para invertir los roles: el mío – el de mi apellido corriente, oportunamente ennoblecido– será el honor injuriado. Para los derrotados, siempre es fácil… No, es más bien conveniente, identificarse con un poderoso vencido: otorga una cierta dignidad al conjunto de los venidos a menos y a los que siempre han estado entre los menos, al justificar su propa condición; y brinda a su vez la posibilidad de pensarse pasados notables (si éste cayó; por qué no podría uno descender de una alcuria caída). Y va a suceder, porque las cosas en este mundo no permanecen. Sólo lo preciso, lo exacto, lo perfecto puede permanecer. Y nada de lo que hacen los hombres llega a ser es siquiera correcto».

© Marcelo Wio

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