Escuchaba la Sonata Inconcepibile – de Ludovico il solitario. La música salía difícil del tocadiscos: vieja grabación dirigida por Helmut Vaclauer, ya muy trajinada por la impertérrita e insistente púa. Leía, o intentaba leer desde hacía un rato (porque no pasaba del mismo párrafo, que debía releer una y otra vez, como si nunca lo hubiese leído) la Venereae Vicipaedia, atribuida a Gervasio de Lucerna; aunque, él, como otros expertos, sospechaba escrita por el padre Anselmino, de la orden de los Cartapacios, en el siglo XII. Algo, además de la suciedad del sonido de la música, lo molestaba. Como una miodesopsia auditiva. Depositó el pesado volumen sobre la mesa que tenía a su lado, y se incorporó para apagar la música. Tendría que hacerse con otra copia de ese disco. No sería fácil. Pero ¿qué, que realmente valiera la pena, era fácil conseguir?, se dijo. Se refería a los objetos de su gusto refinado, un tanto pedante, y no a lo que él consideraba no ya productos, sino herramientas que transforman a los seres mismos en irrelevantes artículos masificados. Tal vez definirlo como un tanto pedante no se ajuste realmente a la realidad: Pelayo Álvarez de Castro y Urdiales es pomposamente soberbio. Pero no importa cómo es – no en este sentido, al menos -, porque no tiene ninguna relación causal, ni de ningún otro tipo, con lo que se está refiriendo.
Levantó el brazo con la púa del tocadiscos como si le levantara la falda a una señora de bien; es decir, como si no fuera a hacer lo que iba a hacer, como si sólo estuviese quitando una mota de polvo. De pronto el silencio evidenció la herida mortal del disco: imposible seguir escuchando aquello. Una como sutil – y acaso por ello, más molesta – lluvia metálica desapareció. Como para concentrarme en la enciclopedia, se dijo. Una enciclopedia que no era otra cosa que pornografía a la que el transcurso del tiempo había ofrecido la justificación del interés intelectual, histórico, bibliófilo. Se sentó nuevamente en su sillón orejero y se dispuso a retomar la sicalíptica lectura. Pero lo que lo importunaba persistía. Quizás, caviló, no es el día para estas lecturas. Así que dejó definitivamente la enciclopedia sobre la mesa y se incorporó. Resolvió servirse un whisky; se encontraba nervioso, y eso lo ayudaría a calmarse. Bebió de pie, mirando por la ventana la calle desierta, escasamente iluminada. Los árboles se movían como si un oleaje los hamacara. Pero el viento no se escuchaba. Nada se escuchaba desde su departamento. Las ventanas aislaban regiamente del ruido. En su casa no toleraba los sonidos de la mediocre rutina humana, los monstruosos chillidos de las músicas de moda, los esperpentos de las bocinas de los coches, las desafinadas cháras urbanas. Pero su departamento era a prueba de intrusiones acústicas, de la invasión (potencial) de lo kitsch. Bueno, en realidad no era así. Había una pared mínima – apenas tres metros -, que daba a un departamento vecino que llevaba desocupado desde hacia no menos de veinte años. Alguna se vez pensó en comprarlo. No tanto por ganar espacio, que le sobraba, sino por gobernar ese territorio, esa pared. Pero con el tiempo y el silencio se olvidó de ello.
Lo que lo inquietaba seguía presente: indefinido, lejano, pero terriblemente inmediato. Son cosas mías, ya lo sé, se reprendió. No le faltaba razón. Tenía una debilidad: la inclinación de su mente a fabricarle temores, dudas, horrores menores: silicios que no sabía por qué tenía que llevar, pero que allí estaban, como peaje al beneficio de su holgura económica, o de vaya a saber cuáles otros privilegios. Era como si alguien estuviera raspando algo, rayando una nuez moscada; algo por el estilo. Eso identificó. O eso descifró. O eso compuso la química cerebral. No podía estar seguro de dónde procedía la perturbación. Se sirvió otro whisky y, con el vaso bien cargado comenzó a caminar por el inmenso departamento. El primer impulso fue lógicamente dirigirse hacia el flanco débil del departamento, hacia aquel trozo de pared sin insonorizar. Mientras caminaba con la parsimonia de quienes están muy seguros de sí, o de quienes no quieren arribar a su destino porque así creen que pueden, postergando averiguar lo que sea, hacerlo desaparecer, iba sorbiendo el whisky.
Esa pared era una de las cuatro de una habitación que usaba para guardar trastos. Estaba silenciosa. Apoyó el vaso sobre una caja y auscultó la pared con minuciosidad. Nada. Se quedó en silencio, de cara a la pared, los brazos lacios a los lados, oyendo. El sonido, casi imperceptible, provenía de la otra punta del departamento. Agarró el vaso y caminó con el mismo tranco negligente en la dirección del sonido. Cada tanto se detenía para escuchar. Era como si alguien raspara, sí. Pero sin desesperación; más como una obsesión. Raj, raj, raj, raj. Imposible que aquella monotonía contuviera un mensaje. Era algo mecánico. La repetición de una breve unidad de sonido. Quizás algún aparato estaba fallando. Quizás, cayó en la cuenta, he dejado el tocadiscos andando. No, no lo había dejado funcionando. Lo verificó cuando pasó por el gran salón. Alguno de los relojes – tenía varios, antiguos, majestuosos, prepotentes. Se dirigió a la cocina, el lugar que, estimó, tenía más probabilidades de ser la fuente de la alteración: batidora, el temporizador del horno, el horno microondas, la nevera y a saber cuántos otros aparatos de los que apenas si conocía su existencia únicamente de ver de pasada al cocinero que iba tres veces por semana. Demasiada presencia de lo que él denominaba “elementos vulgares”. Pero la cocina sólo albergaba ese leve murmullo eléctrico al que, por fuerza, ya se había acostumbrado. Raj, raj, raj, desde el fondo del pasillo que conduce a su estudio, a las habitaciones de invitados, a la suya y a su cuarto de trabajo.
De pronto, se abrió un vacío en la mitad de su pecho. Un frío vitriólico lo recorrió y, como si hubiese estado andando horas y horas por el desierto, sudó tupidamente. En segundos. No, ni siquiera. En los instantes mínimos que median entre un segundo y el siguiente; entre parpadeos, entre ciertas decisiones irrevocables. Una sensación de terror, de ansiedad, de profunda depresión abstracta, lo dejó inmóvil a la salida de la cocina. Bebió de un trago lo que restaba del whisky y fue a servirse más. Las manos le temblaban y a duras penas si pudo controlar la parábola del chorro ambar. No puede ser eso, se horrorizó. Pero qué era eso. No podía definirlo. Bebió de un trago el contenido del vaso y decidió tomarse un calmante. Basta, imploró. Por qué me sobreviene esto. Las piernas le temblaban – todo el cuerpo; especialmente lo sentía en el estómago (una suerte de macabras y amplias peristalsis). Caminó como si recién aprendiera los conceptos de paso, avance, distancia y equilibrio. Abrió el botiquín del baño. Las pastillas estaban donde las había dejado la última vez – ¿cuándo había sido? Tomó una y se guardó el frasco en el bolsillo derecho del batín. Raj, raj, raj. No puede ser eso. No. Otra vez no. El sonido se arrastraba hasta él desde el fondo del pasillo. Raj, raj, raj; que empezaba a sonar, en el mejor de los casos, como un ven, ven, ven. ¿A qué?
¿A qué quería que fuera? Si a esa altura ya debía saber. ¿A qué iría él? Si a esa altura no había vuelta atrás.
Raj, raj, raj.
Y fue. Porque entre el whisky y la pastilla sintió algo que creyó una seguridad, o una osadía (probablemente el sometimiento a una inevitabilidad). A saber qué era esa suerte de náusea y prepotencia y espanto y…. El pasillo parecía haberse estrechado y moverse de manera ondulante, como serpiente gorda que lo engullía. El rasguido monótono venía de su cuarto de trabajo. De dónde más podía venir, pronunció en voz alta – interferida por un coágulo de llanto y angustia. Raj, raj, raj, que ahora le sonaba como existo, existo, existo. Entró en la habitación, encendió la luz y vio el sonido: el armario de madera gruesa. Las puertas bien cerradas. ¿Cómo podía ser que se oyera nada, si por dentro estaba recubierto de acero y, entre este y la madera había material insonorizante? Extrajo una llave que llevaba en una cadena alrededor de su cuello. Abrió el armario. La mujer estaba tendida, la piel sin color. Claro que está muerta, se reprendió. ¿Cómo esperaba encontrarla? Mañana sin falta la desmembraría y se desharía del cuerpo. Es la última vez, se prometió o se conminó – sabiendo íntimamente que no lo sería (sabiendo que no quería que lo fuese). Menos mal que la mente tiene sus formas de recordarnos las tareas, sino me olvidaba que tenía esto aquí, dijo. Cerró la puerta del armario y salió de allí. Dejó las pastillas nuevamente en el botiquín y, ahora sí, con el Réquiem de Mozart de fondo, pudo concentrarse en la enciclopedia.
© Marcelo Wio
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