Mucho tiempo después, en la mesa de una biblioteca de la cual no es que no me quiera acordar, sino que no puedo hacerlo – mi edad, la sumatoria de mis negligencias y la cantidad de bibliotecas que he visitado me eximen de censuras y críticas en este sentido -, con el libro en mis manos, sentiría una culpa esquiva, que no me acosó con sus rasgos definidos, sino con trazas de desilusión: ¿era la verdad tan importante? ¿No había sido la creación de tantos fabuladores más relevante que el hecho que había servido como materia prima? Si ya nadie se arrimaba a los clásicos griegos, ¿quién lo haría ahora, sospechados de un engaño que nada había tenido que ver con lo literario?
Había comenzado la investigación sin ánimos de descubrimiento, sino que por el simple hecho de recorrer los pasos del conocimiento (turismo intelectual, o algo por el estilo), por ahondar en la realidad de los cimientos de las palabras. No recuerdo cuándo sucumbí a la atracción por los laberintos, esos engaños que precisan mucho de la propia voluntad de adentrarse y extraviarse en la confusión. Esa gravitación en torno a las arquitecturas simétricas me condujo, como a una consecuencia lógica, inevitable, al palacio de Cnosos, en el que se cree (creía, mejor dicho) que se basa el laberinto de Creta, donde habitaba el Minotauro.
Fue precisamente en la isla de Creta donde la leyenda comenzó a verse embadurnada (o, vaya contradicción, “corrompida”) de rastros de una realidad pretérita. En el baño de un de un café de Heraclión, un tipo que orinaba en el mingitorio vecino, calculo que por disimular el chapoteo irregular de la micción de viejo, me dijo: “Qué bárbaro, todo este lugar, todo organizado en torno a una leyenda que nació de un hecho, según me han dicho, de lo más trivial”. Terminó antes que yo, sacudió y salió sin lavarse las manos.
Mucho tiempo después, en la biblioteca y con el libro que hacía un año había publicado, pensé que aquel hombre había elegido mal las palabras (el hecho no era trivial) y, sobre todo, el lugar en el que las pronunció, me hurtaba, eso creo aún hoy, cierta legitimidad… o cierto prestigio: mi libro, la investigación que contiene, comenzó en el sitio en el que uno se enfrenta con sus miserias, con su encharcada humanidad intrascendente, prosaica.
Al principio, intuyendo historias no menos fabulosas, me aboqué a desmontar la vegetación de la leyenda como quien se interna en un laberinto descuidado. Ese desbastado me condujo a la ciudad de Rosario, en la Argentina. Me habían referido que Norberto Fuenterroja, horticultor y aficionado al estudio de los folklores del Mediterráneo, podría guiarme por los meandros del asunto. Nos encontramos una tarde saturada de calor y sueño en el bar El Cairo.
Fuenterroja me dijo que acaso quienes encajaban un recuerdo en un marco narrativo fantástico pretendían transformar el hecho en un recuerdo hereditario, precisamente a través de esa mistificación. Quizás aquellos nunca creyeron que el suceso inicial iba a ser relegado para elevar al mito utilitario a la categoría de narración “pseudohistórica” con ánimos moralizantes en lugar de su función como narración accesoria con fines de retención, anclaje… Hubo quienes utilizaron los recursos de la memoria (la mistificación mencionada, entre ellos) como una forma de convertir la realidad, la historia, en un símbolo que moldeara la realidad presente (contemporánea de los perpetradores de la impostura, se entiende), que la sublimase, que la transformase en un concepto de fácil aprehensión de idiosincrasias, escrúpulos y recelos, llegando a transformar y deformar por completo el hecho inicial para tal fin.
“Ahora, respecto del Laberinto de Creta y el Minotauro, no tengo información puntal; pero le hecho de que la leyenda gire en torno a un laberinto, sugiere, evidentemente, una ocultación: es un lugar ideal para esconder algo, ya sea una verdad o una mentira. Quién se interne en él tal vez encuentre el objeto o el concepto oculto, pero él mismo se extraviará: no podrá regresar al origen, a la salida, para dar cuenta de sus descubrimientos; dicho de otra manera, no regresará igual; quiero decir, no será el mismo (con lo cual, lo que se buscaba no tendrá la misma relevancia: será como no encontrar): todos pierden algo el laberinto – cuando no son directamente ellos mismos quienes se pierden -; la cordura me parece que es uno de los primeros rehenes que se cobra la osadía de ingresar en un engaño de simetrías contradictorias”.
Fuenterroja sorbió un trago de tónica ya caliente y concluyó: “Piense en el laberinto como un acróstico que oculta un hecho en la espesura de la leyenda, de la mitología; creo que ese acercamiento puede resultar el más prudente, el más acertado”.
Tiempo después, en un lugar del que no hay caso que me pueda acordar, pensé que acaso Fuenterroja me estaba advirtiendo de que no me adentrara en la investigación, que deambulara lúdicamente por sus alrededores, como un divertimento de jubilado; pero nada más. O quizás no entendí del todo qué quiso decirme. Tal vez él tampoco. A fin de cuentas, mientras uno elabora una idea, un pensamiento, una frase explicativa, divaga no siempre para sus adentros, y no siempre en términos del todo acertados, apropiados (es decir, pifiando por varias leguas).
Cuando nos despedíamos en la esquina de Sarmiento y Santa Fe, se dio un golpe en la frente con la palma de la mano derecha y me dijo: “Claro, Hipólito Salvestrini… Qué olvido imperdonable… Tiene que hablar con él. Vive en la provincia de Buenos Aires, en Merlo; espere que le anoto la dirección, venga”. Entramos en el bar, Fuenterroja agarró una servilleta de papel y escribió una dirección y un número de teléfono. “Acá tiene; él le dará los detalles particulares del tema”.
***
Hipólito Salvestrini, es un noctinauta – como lo hubiese definido Queneau -, tertuliano de cafetín y confesor de desamparados en la mesa del fondo del Café Los Carasucias. En 1957 publicó un trabajo (El fútbol, un invento de Hernán Cortés para controlar las Indias) que fue vilipendiado de manera unánime, en su momento (y posteriormente también), por el mundo académico, pero que recientemente ha sido recuperado para el debate y el estudio por el Dr. Thomas Dylan, especialista en mutaciones en el ADN de los hechos (había empezado trabajando en la mutación de los helechos, pero un error en un poster de una charla, terminó redefiniendo su objeto de investigación) de la Universidad de Wye, en Gales (nota aparte: Dylan es autor de un interesante ensayo: “Climatología, disfraces y carnaval: génesis de las Naciones, y por qué los jugadores de fútbol de Brasil sobresalen”).
“Podría hacer una antología de las claves diversas para que vaya penetrando en su significación, para que vaya descifrando sus implicaciones; pero ello es una generalización que se aplica a todos los laberintos y, de esta manera, a ninguno: simplemente a quien formula la exégesis”, comenzó a decir Salvestrini luego de mi presentación, sin mediar ninguna transición.
“El laberinto, según Mircea Eliade, ‘tiene la función de defender un centro, representa el acceso iniciático a la sacralidad, a la inmortalidad, a la realidad absoluta’. Y algo de cierto hay en ello: el laberinto defiende un centro, defiende un secreto, una ocultación. Pero por lo general, querido amigo, no hay una sacralidad en ese núcleo. Esa pretensión hierática es lo adulterado del tema… Pero me voy por las ramas… Empecemos por el principio”.
Salvestrini se incorporó y fue a la cocina, desde allí me preguntó: “¿Toma mate?”
“Nunca probé”, respondí.
“Pues hoy prueba”, dijo, y puso la pava sobre la hornalla, volvió al salón y se dirigió a una imponente biblioteca que ocupaba toda una pared. Poniéndose de pie en una banqueta, alcanzó unos rollos añejos que descansaban en la parte superior.
Trajo, bajo el brazo, unos cinco rollos de aproximadamente un metro de largo envueltos en tela arpillera. Desenvolvió lo que resultaron ser unos papiros antiquísimos y los desenrolló con cuidado paternal sobre la mesa. “Vaya mirando, voy a buscar el mate”.
El manuscrito constaba de dibujos que… sí, que parecían reflejar los trances de… un partido de fútbol… El texto – que aparentemente explicaba los dibujos – estaba en lo que parecía ser griego o algo similar; indescifrable para mí.
“Son auténticos… no es ninguna fabricación ni facsímil”, dijo Salvestrini señalando con la barbilla los manuscritos. “Anteriores a Homero, y a las monedas de Cnosos con el grabado del laberinto”.
“¿Qué es esto?”, inquirí, con un temor que, tiempo después, en la biblioteca de… no hay caso de que me acuerde… En fin, en esa biblioteca, interpreté aquel temor o escrúpulo, como una suerte de arrepentimiento germinal.
“Esto es lo que el laberinto ocultó en su centro… la verdad”.
“¿El laberinto se diseñó para esconder un partido de fútbol?”, pregunté con un tono escéptico.
“No. Al menos en un principio sólo se pretendía resguardar el recuerdo; se creía que si se creaba una suerte de camino mental colectivo al mismo, la memoria del hecho siempre podría ser encontrada por la comunidad de manera inalterada. El hecho, el recuerdo del que hablamos es el histórico equipo del Panepirotic Cnosos. El “laberinto”, que en realidad consistía en una serie de corredores mentales que pasaban por cada una de las posiciones y los nombres de los jugadores que las ocupaban, terminaba no en el centro, sino en un extremo, donde se hallaba el portero, el fabuloso Minos Papadopoulus, al que sus compañeros llamaban Aquiles (por “Aquí les espero”) o Tauro (meras chanzas de vestuario sobre proporciones físicas; como verá, los hombres no hemos cambiado mucho), tipo que generó, visto está, mil y un leyendas. Alrededor de un siglo después – rebuscó entre los manuscritos -… aquí, vea, ya se instaló la idea de laberinto, pero, tal como explica el texto, como la extrema dificultad de llegar a su portería (la defensa, comandada por el 2, Dédalos, era intratable), y luego, Minos allí plantado, inquebrantable, infranqueable, “devorando” a los rivales que, según el cronista de la época, parecían “vírgenes púberes” ante la portería. Luego, el paso del tiempo fue transformando el hecho… futbolístico… en una historieta más bien burda y completamente distinta, que sólo conservó uno de los elementos más intrascendentes del original: Minos “tauro” Papadopoulos pasó a ser “Minotauro”; “el Minotauro”.
Salvestrini me refirió algunas anécdotas en torno al equipo mítico (resulta extraña la elección de esta palabra en este contexto, pero es lo que hay) de Cnosos que tenían mucho de la misma exageración que había desembocado en el “Laberinto de Creta”.
Antes de irme, me dio un libro de Sigmund Jung, un entomólogo aficionado a la antropología. Comencé a leerlo en el tren hasta la ciudad de Buenos Aires. Jung escribía que la mistificación pretendía reprimir la vulgaridad del suceso original (la chabacana imbatibilidad de un equipo griego de fútbol); y, a la vez – o, más bien, contradictoriamente – dotarlo de una relevancia, de un prestigio exagerados. “Morigerar la vergüenza con la impostura de un recuerdo apócrifo que terminaba por ensalzar el motivo de vergüenza… Sacralizar lo profano”.
Sigmund Jung se enredaba en laberintos de significación y explicación que ora dicen A, para luego decir B y de pronto, de la nada, Pi. Pero, a partir del galimatías de sus hipótesis inconclusas (acaso, precisamente el hecho de que hayan quedado inconclusas, le hayan permitido pasar a la posteridad – la resolución a la que parecía perfilarse Jung tenía visos de estupidez), tal vez se podía construirse una conclusión no despreciable: la necesidad de la memoria de adulterar el recuerdo hasta el punto de hacerlo irreconocible… El hecho es transformado en un relato fastuoso y fabuloso basado de manera somera y tangencial en el propio hecho (como si el suceso, la realidad, fuese insuficiente, de alguna manera, para ser elevada a memoria), imperceptible, difusamente presente como concepto, como representación inapreciable de una causa fundamental común. Es decir, Sigmund Jung, aún sin saberlo, postula la “incompletitud” de la memoria, que no puede reproducir toda proposición verdadera (todo recuerdo) dentro del sistema formal (la propia memoria) bajo la forma de teorema (remembranza); y por ello busca métodos, atajos, trampas con el fin de rememorarlo todo, sin lograrlo, evidentemente.
Regresé a Dinamarca presintiendo que algo olía mal en todo aquello: revelar la verdad supondría arrojar una duda definitiva y fatalmente nociva para toda la mitología, para la literatura griega clásica, en definitiva. ¿Quería yo ser cómplice de ello? Muchos años después, en una biblioteca de la que no hay tu tía que me pueda acordar… En honor de la verdad, tampoco recuerdo si fue en una biblioteca… bien podría haber sido en un supermercado, frente a la sección refrigerada de los yogures, y que la memoria haya reubicado el recuerdo en un lugar… más apropiado, más digno. Como decía, muchos tiempo después, recordaría esa interrogación y no podría recordar la respuesta que me di. En realidad, la respuesta se hace evidente a través de su consecuencia: el libro que habla de mi investigación. Lo que no recuerdo, es la justificación, el argumento de los que me valí para emprender la labor de dar constancia de los descubrimientos; ergo, de publicar el libro.
Acaso – mientras miraba la estantería de libros en una biblioteca o la variedad de yogures en un supermercado – haya sido una manera de construir un laberinto para adentrarme en el mismo. A fin de cuentas, un laberinto no deja de ser una trampa conocida, apenas disimulada por una suerte de normalidad sin puertas, de meros vericuetos y simetrías que terminan por revelar un engaño ineludible. Quizás aquellos griegos hayan modificado un hecho sin la voluntad de hacerlo, guiados por sus propios laberintos.
Aunque, más probablemente, pensé algún tiempo después, en un tren entre Hamburgo y Frankfurt (no tengo la menor idea de qué hacía allí y, para ser sincero, no sé si lo que pensé lo pensé en un tren y, mucho menos, en Alemania; podría haber sido en un tractor en la granja de mi hermano en el sur de Suecia), que el laberinto le venía muy bien a algunos para extraviar el entendimiento, para confundir la memoria con las pulsiones, con las fabricaciones de la imaginería; para empequeñecer al ser, al individuo, para aislarlo como unidad y llenar la existencia de incógnitas, para que los mercachifles del alma ejecuten sus supremacías. En realidad, no sé si yo pensé esto o lo leí en el libro de Sigmund Jung o de algún otro autor de los que leí por aquel entonces…
A saber cómo se fue pergeñando la fábula. El Dr. Thomas Dylan – durante una charla telefónica que mantuvimos al poco de iniciar la redacción del libro – me dijo: “Mire, Ansgar, toda exaltación supone degradación. La identidad del hecho, su significado, su sentido es mutado en una secuencia genética de información distinta que desarrolla un recuerdo o hecho distinto”. Nunca supe si hablaba de hechos o de helechos. Pero me valía igualmente, independientemente de cuál fuera la idea que tenía cuando decía lo que decía.
Quizás la memoria sea, como la radiación, mutagénica. Tal vez no nos sea dado a los humanos recordar. Al menos, no de la manera en que creemos hacerlo… Qué lindo sería recordar la campaña aquella del Panepirotic Cnosos, o conservar en la memoria, como si fuera una filmación fiel, los regates de Garrincha, o los partidos de la selección danesa del mundial de 1986.
© Marcelo Wio
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