El Flamingo Assunção

Tiene el presentimiento, y va y se lanza
más rápido que el propio pensamiento,
dribla dos veces más, la bola danza
feliz entre sus pies, ¡los pies del viento!
Vinicius de Moraes, El ángel de las piernas tuertas

 

Moraes se giró hacia mi mesa y me preguntó: ¿la conoces? Su mirada me señaló una figura que cruzaba la calle frente al café Veloso donde Moraes, Jobim y Guimarães Rosa se juntaban a charlar y al que yo iba a tomarme una cerveza luego de la oficina.

Sí, claro, vive con su madre aquí a la vuelta, en la calle Montenegro. Helô Pinheiro, se llama, es la hija del General Menezes Paes Pinto.

Creo que corría el año 1961, o acaso los primeros estupores del 62 en esa patria chica de Ipanema. Fue esa pregunta y esa respuesta (aunque cualquier otra tal vez hubiese valido) las que me abrieron la posibilidad de sentarme junto aquel fabuloso trío.

Fue Moraes el que dijo: Acérquese, siempre está ahí solo bebiéndose su cerveza como si se la hubiese prescrito el médico y no le gustara.

Así se tramitó la invitación. Al día siguiente, cuando iba a sentarme en mi lugar habitual, fue Jobim el que habló: ¿Cada día vamos a tener que convocarlo?

Así se oficializó y justificó mi presencia en esa mesa donde poco tenía para decir y mucho para escuchar. Algo que no me desagradaba en absoluto. De tanto en tanto metía algún bocadillo, algo como para constatar mi existencia… o, más bien, mi interés sincero, admirado.

Así pues, habrá sido en ese 61 o en el 62. Probablemente el 61, porque en el 1962 grabaron los versos musicalizados que Moraes y Jobim escribieron para… o, mejor dicho, por Helô. Sí, esto fue, entonces, a mediados del 61, porque viví toda esa efervescencia de palabras que comenzaron a surgir motivadas por, según Moraes, el “paradigma del brote Carioca: una adolescente dorada, una mezcla de flor y sirena, llena de luz y gracia, la vista de quien también es algo triste, en que lleva con ella, en su camino al mar, la sensación de juventud que se desvanece de la belleza que es no solo la nuestra — sino que es un regalo de la vida en su hermoso y constante flujo y reflujo melancólico”.

Eso lo dijo una tarde lluviosa en la que Helô no los benefició con su habitual paseo hacia la playa o entrando al café Veloso a comprarle cigarrillos a su madre o simplemente viniendo y pasando.
Pero no es de esto de lo que quería hablar – de cómo nació la canción. Eso puede ser material narrativo para otra ocasión. Lo que quiero contar es lo que una tarde refirió Guimarães Rosa.
Hacía unos años había andado por el sertão intentando asir o comprender algo de su esencia e idiosincrasia, recolectando historias de ese paisaje mezquino para el libro que publicaría finalmente en 1956, Grande Sertão: Veredas. Algo de esa aridez se había confabulado con algún elemento íntimo para convocarlo vez tras vez a recorrer esa aridez desapasionada, sin definiciones, sin exigencias.

Fue después de publicar el libro, no mucho después – recordaba y relataba Guimarães Rosa -… es más, fue el mismo año, porque recuerdo que fue antes de que el Botafogo ganara el Campeonato Carioca de 1957.

Yo estaba de viaje en el sertão. Dando vueltas sin itinerario predefinido o fijo. Lo que vi, lo vi en las afueras de Queimadas, en el estado de Bahía. Y repito, lo vi. Al principio, es cierto, dudé de lo que había visto, y lo adjudiqué a los engaños del polvo y la sequía que parecen blanquear el paisaje e invitar a los espejismos y a las confusiones.

Serían, por poner un marco temporal, las doce y cuarto del mediodía. Un revuelo de niños jugaba al fútbol envuelto en una nube de polvo blanquecino que le daba un aura de irrealidad, de sueño olvidado en alguna siesta por alguien que fue súbitamente despertado.

Los observaba protegido por un tinglado precario y ladeado de cinc. No estaba prestando gran atención. Ese carnaval de niños no difería del de tantos otros que había visto. Así que yo anotaba algo en un cuaderno – alguna impresión que mantener en un estado actual las sensaciones y emociones que había vivido durante el proceso de creación de Grande Sertão; un estado al que me negaba a renunciar; de ahí los continuos viajes a una región que siempre está diciendo adiós.
En un momento, la pelota se les escapó hacia mi lado. Un niño que parecía hecho de polvo se acercó a recogerla. Señor, dijo, el Flamingo Assunção va a patear un tiro libre. Algo en esa urgencia, en la rotundidad sincera y sin aspavientos del niño me llevó a seguirlo hacia los límites imaginarios del campo de juego, una continuidad más de tierra endurecida y agrietada.
Apenas lo vi al Flamingo Assunção comprendí el apodo – más tarde sabría que se llamaba Dimas Assunção. El niño, de unos doce o catorce años, tenía una sola pierna. Sentí una profunda decepción: no por el niño que se disponía a patear, sino por el otro, por lo que había juzgado un apremio inocente, admirado; y que resultaba ser la chabacanería de la burla estúpida.
No sé por qué permanecí allí.
Tal vez esperaba un milagro – propuso Moraes.
Tal vez porque ya había intuido un milagro – dije yo, sin saber de dónde venían esas palabras.
Incluso antes de que sucediera… me gusta esa imagen… – dijo Jobim.
Algo de eso puede que hubiera. Aunque, cualquier evaluación retrospectiva adolece de sinceridad, y siempre pretende una benevolencia exagerada con nuestros actos y nuestros pensamientos.
En fin. El chico, dado saltos hábiles, tomó carrera. Yo pensé, ¿cómo pateará? El Flamingo levantó la cabeza y visualizó la potería (tres palos contorsionados). Bajó la cabeza y comenzó a dar pequeños saltitos firmes y seguros hacia el balón y, de pronto, afirmándose con su pierna en el suelo, la pierna que debería haber estado pero no estaba, pateó. Nada pateó pero algo pateó. La pelota salió con una hermosa comba para ingresar a la portería por el ángulo superior derecho. El muchacho que me había invitado a presenciar el tiro libre me miró con un gesto de “se lo dije”. La sorpresa, la fascinación, el desconcierto, se juntaban con algo de culpa: había dudado de las intenciones del niño aquel, había ensuciado, aunque sólo fuese levemente, la emoción de aquel niño, lo que significaba para todos aquellos niños el momento sublime en que Dimas Assunção pateaba un tiro libre. Esos niños sabían sin saberlo lo que era un verdadero milagro y lo vivían con naturalidad y admiración.
Me acerqué a Dimas cuando terminaron el encuentro. Durante el mismo, no hice más que seguirlo atentamente. Daba pequeños saltitos para gambetear, largos saltos para hacer una larga diagonal para desmarcarse. Y el balón siempre iba junto a él, como imantado a la pierna que no estaba – la no-pierna. Y cómo pateaba… Hermosos dibujos prolijos trazaba ese balón de trapo, pesado de polvo y rellenos.
Dimas tenía catorce años, me contó – confirmando mis cálculos. Que él supiera, nunca había tenido pierna izquierda.
Tu padre te habrá contado, dije.
Mi padre, como mi pierna, tal vez haya estado alguna vez. Pero, que yo sepa, nunca ninguno de los dos. Mi madre nunca habló de ninguno: ni padre ni pierna. Esto es lo que hay, dice siempre; para qué hablar de lo que no está. Y tiene razón.
La madre hacía de todo un poco para sobrevivir en aquel ambiente hostil, embrutecido por las polvaredas, la cachaça y la desesperanza. Mientras la mujer lavaba ropa inclinada contra una tabla de madera, le pregunté la pregunta evidente, pero me dijo que no creía; pero pregúntele a mi hijo.
Así que le pregunté a Dima: ¿No te gustaría jugar en algún club importante? Yo esperaba de antemano la respuesta indudable: el sí rotundo.
No. Por qué iba a gustarme. Todos los clubes están muy lejos de acá. Además, a mí me gusta la magia. Al fútbol juego porque acá no se puede hacer otra cosa.
El egoísmo, la tentación de mostrar un descubrimiento, casi me llevan a cometer un error: comentarlo en Río o en cualquier otra ciudad, y provocar un tropel de buscadores de talento y de ofrecedores de sueños dirigiéndose a Quemeiras en busca de Dimas. Una invasión variopinta de mentiras y argumentos y propuestas para quien no quería ni necesitaba ninguna de ellas. Tuve el tiempo desde Quimeiras, en medio de la nada reseca y agrietada, hasta la ciudad, para aprender a callar lo visto. Y si lo cuento ahora es porque, años después, viajando por el sertão me acerqué a Quimeiras, para saber qué era de la vida de Dimas – que ya tendría unos diecisiete años. Pero ya no estaba allí. Hacía dos años había pasado un circo y lo había contratado. No sabían ni dónde podría estar en ese momento, ni lo que hacía en el circo. Se habían ido, el circo, el Flamingo y su madre y ninguno había vuelto.
A veces me pregunto si no fue una alucinación de polvo y cachaça; una historia más que el sertão me regalaba. El Flamingo como un Garrincha mistificado: la pierna se me pintaba de un paralelismo vulgar y obvio; una mitología demasiado reciente para haber llegado a tal grado de exageración, de deformación de su elemento fundante. Pero yo lo vi. Al Flamingo, digo. Una vez hablé de esto con el querido Mané, en alguna fiesta o vaya a saber dónde. Le conté la historia a él, porque era el único capaz de entender mi silencio, de respetarlo. Y no me equivoqué. Garrincha, con esa sonrisa de niño pícaro, me dijo: Yo nunca anduve por el sertão, don Guimarães, no es tierra rica en mujeres exuberantes… Y por lo otro, lo que usted vio, ahí se queda. A ver si todavía el chico me saca el puesto…
Aún hoy no estoy seguro de lo que vi. Es tan improbable, tan… fantástico… – comenzó a meditar Guimarães Rosa.
Que tiene que ser cierto, repliqué yo. No puede ser una alucinación, porque no existe tal cosa como la alucinación colectiva.
Pero… ¿con qué pateaba?
Con esto – se tocó el centro de su pecho con el índice de la mano derecha Vinicius.
Y con la admiración de los otros críos… Intuyo – propuso Jobim – que el Flamingo supo que esa admiración se diluiría, se erosionaría con los años, y que los hombres mirarían con otros ojos – adultos, cansados, frustrados – lo que estiman diferente, lo que ellos no poseen.
No sé si es un lindo final el circo… – pensé en voz alta.
Es el que hay – dijo Moraes.
Pero es cierto – terció Guimarães Rosa – no es un lindo final para alguien que pateaba los tiros libres con aquella excelencia, con esa… belleza.
Todos los que patean bien tiros libres, los que gambetean bien, tienen tendencia a los finales que uno, desde el afecto o, ya que se ha mencionado tanto, la admiración, considera incongruentes, como si hubiese en esas vidas algo predecible, o algo que puede ser amañado – monologué. Tal vez esa estimación desproporcionada, ese considerar a los jugadores como sobresalientes y extraordinarios, no ya como jugadores, sino como figuras, trascendiendo de lo futbolístico a lo vital, conlleve la maldición de los finales extraordinarios.
Creo que a todos se nos pasó por la cabeza un nombre muy querido que había sido pronunciado recién.
Moraes dijo algo que cerró la conversación y que me inquietó, por la cuota de responsabilidad que implica: Quizás necesitemos alzar ídolos, llevarlos a lo alto del Olimpo sólo para ver su singular y fabulosa caída.

 

© Marcelo Wio

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