Determinismo fortuito

 

El calor iba materializándose en una adiposidad transpirada y en ese color sucio de las nubes. Alfio recluía su visión en una región minúscula de tierra reseca y suelta, de paredes de cemento desnudo que no tuvieron jamás la más mínima pretensión, mucho menos un esplendor; de banquito de patas obesas y paja abrazada firmemente, de mesita enclenque, de pava de culo negruzco, de mate lavado, de tablero y fichas opacas; de Filiberto, una suerte de espejo o recordatorio de vaya uno a saber qué asuntos ya olvidados: circunscripción de lo inmediato, de lo inevitable y, a la vez, imprescindible. La demarcación de lo ordinario; aquello que miente seguridades, mismidades y que así, ofrece la única verdad a mano.

Pensó, Alfio: “No somos nada”. Como si esa frase hecha tuviera algún sentido, como si explicara algo. “Trágicamente – siguió sus devaneos, Alfio -, somos todo ser, abundancia de materia (por más castigada y desatendida que la tengamos), copiosidad de ideas. Demasiada entidad para tan poco tiempo”. Rotunda confirmación de existencia para un lugar tan desprovisto de motivos para obrar sobre él.

Alfio se sirvió un mate. Le habían tocado las piezas blancas, así pues, abrió con el caballo: Cf3. Sabía que Filiberto elegiría entre una defensa holandesa, la Benoni o la inglesa simétrica: todos los días jugaban la misma partida, con variaciones que se debían más a una distracción o a un olvido, que a la voluntad de esgrimir tácticas.

A fin de cuentas, en algunos lugares, todos los días son el mismo: apenas si cambia la materia, las ideas que se conciben; para que todas, terminen por convergir en unas pocas renuncias más o menos aceptadas.

Filiberto: c5, y el humo del cigarillo como un tul para proteger a sus peones en ese avance de carne de cañón, de tropa despreciada, muchachitos del anonimato de la pobreza. Puras analogías de tardecita sin responsabilidades.

Si entonces les hubiesen dicho que aquello se iba a desencadenar, no lo hubiesen creído; lo hubiesen juzgado cosa de la imaginería ociosa de los chismes: el tedio latiéndole a un mengano. Si entonces les hubiesen dicho que aquello comenzaría a desarrollarse en el tablero; lo hubiesen despachado con una puteada terminante: las fantasías están muy bien, pero sólo cuando se parecen mucho a la realidad o a una supina estupidez.

Filiberto levantó la vista del tablero para gestionar con la mirada la solicitud de un mate. Alfio le pasó uno. En el trámite aéreo de transferencia del bien, un par de gotas de agua cayeron al tablero. Filiberto, en un acto reflejo, manoteó el conato de charco (a escala, evidentemente) y algunas piezas se vieron afectadas por el ímpetu: caída de un peón y un alfil. El perro que dormía debajo de la mesita, respondiendo al reflejo de reaccionar a todo lo que caía, adiestrado en las necesidades del hambre y las desatenciones, se tragó las piezas. E inmediatamente comenzó a atragantarse – el perro, quién más -, mientras Filiberto le requería al animal, a base a admoniciones y sopapos leves, que devolviera a los combatientes de tablero. El perro se incorporó torpemente y se llevó por delante a doña Esmerada, que pasaba, como cada tarde, cargada de buñuelos que ofrecía de puerta en puerta a cambio de la voluntad. Esmerada se vio en el suelo tan ancha era, antes de caer, por lo que, acto reflejo, soltó la bandeja metálica en la que llevaba los buñuelos. Pero la soltó cuando el movimiento lateral – la embestida del perro -, que imprimía un componente centrífugo a su masa, ya había obrado sus momentos y malicias. La bandeja salió disparada perpendicularmente al suelo; hecho que despertó las admiraciones de Filiberto y Alfio – que, a todo esto, habían dado por comidas y perdidas las piezas y se disponían a continuar lo que no tenía otro objeto que marcar un mojón en el día. La ventana de la casa de Pulcritud Ascargorta estaba abierta, y la bandeja entró limpiamente, moviendo apenas una cortina fina que colgaba al costado. El marido de Pulcritud, Independencio, estaba sentado, como cada tarde, ante un rompecabezas – esta vez, un templo o un palacio en Japón. La bandeja lo alcanzó en el costado de la cabeza, impactando de lleno en la sien. Ni se dio cuenta. Se desplomó sobre la mesa, confundiéndose con las piezas de esa figura que lo venía esquivando desde hacía algo más de una semana. Unos segundos pasaron antes de que la voz de Pulcritud saliera desde la casa: ¡Me desgraciaron a Independencio! El tono, el lamento, no parecían de sorpresa, sino de una fatalidad esperada. Independencio había militado en el partido comunista, y Pulcritud siempre había esperado que en algún momento entraran en tromba a su casa para llevárselo, o que lo mataran en la calle, a la vista de todos, o con la concurrencia de la nocturnidad. Por eso, lo primero que pensó fue que, a pesar de que la militancia de Independencio había sido breve y hacía mucho tiempo atrás; a pesar de que no podía decirse realmente que Independencio hubiese militado ( para ser sinceros, había visto la bandera, con su hoz y martillo, y había pensado que allí ofrecían trabajo en el sector agrario); a pensar de todo ello, pensaba Pulcritud, la derecha no perdona. Pulcritud sentía aquello como una afrenta a sí misma: el marido relegado ya (o, más bien, como siempre) a un plano secundario, objeto necesario para brindarle el contexto de su dolor. Pulcritud constató la bandeja, agarró la escoba y salió. La vio a Esmerada, luchando contra la gravedad para incorporarse, los buñuelos en el suelo, la mirada aún pegada a la ventana, y se dirigió hacia ella: Agente de la oligarquía – empezó Pulcritud; c5, avance de tropas -, hija de una gran puta, siempre supe que tus buñuelos eran la excusa para husmear en cada casa, para tener al pueblo controlado, para conocer sus costumbres, sus miserias, sus debilidades. Y sin más preámbulo, revoleó un escobazo que, de no haberse movido Esmerada, habría caído en el costado de la cara, cuello y hombro; pero ésta giró, y el golpe cayó cruzado en la espalda, diagonal de omoplato derecho a parte inferior del omoplato izquierdo. Sonó seco. Y ya estaba Pulcritud preparando el segundo envío de violencias, cuando Ausculto Femenías, el dueño del almacén de ramos generales, la asió por el brazo. La oligarquía se une: una mata, el otro, cómplice, la ampara. Pulcritud gritaba a voz en cuello, y poco a poco, los que estaban muy aburridos como para seguir con sus siestas o sus cositas, fueron acercándose y tomando partido por los rojos o por la derecha, según criterios muy imprecisos, y que tenían más que ver con quién estaba en el otro bando (si había una cuenta pendiente, o una bronca a la que no se le lograba encontrar razón) o quién estaba en el propio (alguna mujer u hombre al que se le arrastraba el ala, o al que se le quería pedir un favor) y un etcétera tan amplio como arbitrariedades y caprichos humanos hay en cada momento. La batahola fue creciendo hasta ir tragando a todo el pueblo, que sólo encontró cierta calma por la noche, cuando los faroles esmirriados no permitían distinguir ni los propios rasgos.

Transcurrieron los días, y las semanas; que se amontonaron en meses. Y las rencillas se tornaron rutinarias, como todo lo que se inscribiera en aquel territorio: posibilidades achaparradas, como los arbustos espinosos que apenas si se atrevían a erguirse por allí, y endurecidas, como la tierra reseca de los caminos que no conducían muy lejos. Todo siguió. Todo igual. Salvo el tablero: donde un botón hacía de peón, y un dedal, de alfil (aunque al final, ni Alfio ni Filiberto podían distinguir la diferencia entre éstos y las piezas originales). Todo igual, todo asimilado al estado de ánimo del paisaje, del ritmo de las horas y las necesidades mansas.

Filiberto, con la mano que sostenía el cigarrillo, movió el caballo: f3. Un poco de ceniza cayó sobre el tablero. En un acto reflejo, Alfio, intentó espantarla con los dedos índice y medio de su mano derecha. En tal proceso, el caballo recién desplazado salió disparado, cayendo al lado del perro que dormía al costado de la mesita, que se despertó sobresaltado.

 

© Marcelo Wio

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