Desinviduación

 

Como premonición ominosa de vaya a saber qué desencuentros diurnos con las horas, el sueño transcurrió por un inverosímil cauce reseco y tumultuoso: trabándose entre imposibles grietas, mis pies, o los de aquel que era en esa fluctuación onírica de mi pretendido descanso, se hundían como dentro de fauces creadas con el único objeto de proferir calamidades a las células muertas de mis talones endurecidos.

Cuando por fin pude cruzar la macilenta incertidumbre de ese lecho de improperios, me encontré frente a una vasta superficie acristalada, de una dolorosa perfección lustrosa, sin discontinuidades; impoluta. Allí, yo, o esa inutilidad absoluta – que paradójicamente tenía conciencia de su entorno: como un eco que no vuelve jamás: imponente negación de la individualidad, de la existencia.

Desperté, como cada mañana: con la sensación de haber perdido algo; una batalla, un aliento. Como cada mañana, realicé las maniobras para desprenderme del lado de allá. Pero, a diferencia de cada mañana precedente, el espejo no reflejó mi imagen, sino la de la pared que tenía a mi espalda. Mi ausencia.

Vaya a saber qué infortunios le esperan a alguien que, habiendo sido, por un azar del sueño, dejó de ser. A alguien que por un descuido del inconsciente devoró los instantes asignados y las originalidades oportunas que había gestado, que había acopiado aquél que era, o que creía ser, y que tenía su quimérica confirmación en los reflejos: luz o engaño.

 

© Marcelo Wio

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