Y bien muerto que está – dijo, enfatizando unas palabras que no precisaban hincapié alguno, y apoyando el vaso sonoramente sobre la mesa como si fuese un juez bajando el mazo o un mal actor de telenovelas -.
Si no lo estuviese – terció el otro, pariendo sus palabras entrelazadas con el humo denso de la pipa, como para otorgarles prestigio – habría que rematarlo.
Rematarlo, si estuviese muerto, y sólo por asegurarse…
Cierto. Mi error.
La calle y la vereda, tan tupidas de cotidianeidades que ya nadie las veía, se intuían esmeriladas a través del ventanal sucio, llovido, del café.
Si aún estuviese vivo, estaría ahora mismito saliendo de la farmacia – señaló el primero con la cabeza hacia un punto memorizado de la geografía de la otra vereda – y enfilando hacia aquí…
Con alguna astucia chicanera abultándole en la boca – añadió el otro.
Maliciando una soberbia, un acierto…
Degustando una humillación…
Es que parece que lo estuviera viendo, con ese andar indeciso, poliomelítico, como si siempre estuviera pensando que debería permutar el rumbo…
Como si la decisión final de dirigirse hacia aquí siempre hubiese respondido a un gesto de caridad hacia nosotros, una concesión suya, una resignación benevolente…
Ahora mismo habría franqueado la puerta, habría levantado el brazo izquierdo saludando…
… bendiciendo con su entrada a la concurrencia, consagrando las palabras que dan vueltas por ahí, el tiempo telúrico de los presentes…
Condescendiendo con su presencia…
… Y habría dicho: “Como ayer, como mañana, seguramente”, mientras se habría sentado y esperado el cortado y el coñac que el mozo ya habría preparado en cuanto lo hubiese visto salir de la farmacia y enfilar hacia el café… La rutina no precisa de predicciones… Acostumbra a las personas, haciendo posible evitar el trato innecesario.
Entonces habría comentado algún avance científico leído en las horas tediosas de la apoteca…
… y habría añadido sus propias observaciones de traductor del conocimiento…
… llevando el asunto hacia el lado de los fármacos y sus propios experimentos.
Y usted y yo nos habríamos vistos forzados a cancelar el tráfico de nuestras palabras…
… para ser meros espectadores involuntarios de sus veleidades…
… y elucubraciones…
… sus ensueños…
… mero devaneo de su intelecto…
… un pavoneo del entendimiento frente a quienes, sabía, no tenían elementos de refutación, de duda, siquiera…
Finalizaría su disertación, invariablemente, en el espacio de una hora y diecisiete minutos; dos cortados, dos copitas de coñac y un cigarrillo.
Exactamente. Cantidades estrictas, precisas, de boticario.
Y entonces, cuando el teatro de los gestos hiberbólicos del reembolso de montos tuviese lugar, ofrecería otra de sus vanidades…
… “No amigos, faltaba más…”
… “invito yo…”.
Creo que, en el fondo, consideraba que debía remunerar la atención del auditorio…
… suerte de terapia del ego…
Eso mismo…
A esta altura – chequea el reloj sin la molestia de constatar exactitudes; ni inexactitudes; es decir, sin mirar, realmente – llevaría su andar de vuelta a la farmacia…
… bajaría la persiana…
… y subiría a su casa…
… la luz amarillenta de la lámpara de pantalla se encendería…
… y algo de su perfil se adivinaría…
…
…
Los dos miraron hacia la vereda de enfrente, treparon sus observaciones hacia la ventana de la izquierda, sobre la farmacia, que custodiaba una oscuridad inflexible.
Y bien muerto que está…
Si no lo estuviese, habría que matarlo…
Es lo que merece cualquier desertor…
… cualquier traidor…
Ni que la muerte supiese escuchar mejor…
© Marcelo Wio
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