Cada mañana paso frente a una casa que debe haber sido de un silencio. Profundo. Con su dignidad rasguñada de desatención: madera desgarrada; pastos ralos, resecos y lánguidos; ventanas oscuras usufructuadas por reflejos burdos (un árbol inexacto; un cielo apagado; movimientos borroneados).
Y cada vez, se me engancha un fleco – de esos que se nos van soltando todo el tiempo – a la verja; y me deshilacho, entonces, más bruscamente. Cada tránsito por esa vereda me supone una disminución notoria. Aunque, en definitiva, a cada paso por cualquier parte vamos enganchándonos con las ramas y aristas y salientes y espinas de las horas.
No somos más que un breve cordel espantado ante la vista del telar que se aleja.
© Marcelo Wio
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