Desarraigo

 

A Stefan Zweig

“¿Cuál es, pues, ese sentimiento incalculable que priva al espíritu del sueño necesario a la vida? Un mundo que se puede explicar incluso con malas razones es un mundo familiar. Pero, por el contrario, en un universo privado repentinamente de ilusiones y de luces, el hombre se siente extraño. Es un exilio sin recurso, pues está privado de los recuerdos de una patria perdida o de la esperanza de una tierra prometida. Tal divorcio entre el nombre y su vida, entre el actor y su decorado, es propiamente el sentimiento de lo absurdo”, Albert Camus, El Mito de Sísifo.

 

El entramado del aire apenas rozó las hojas superiores de los tilos y las azoteas más extrovertidas, dejando tras de sí el dibujo de una huella como de congreso de víboras o de corteza de castaño u olmo o alguno de esos árboles propensos a la várices troncales: surcos intuidos; una suerte de sugerencia de isobaras para auxiliar las magnetitas y competencias estacionales. Muy impresionista pero sin esa violencia de trazos de algunos impostores: topología – tendiendo algo pretensiosamente al infinito – de cordeles para colgar meteorologías y estampitas de santos e imploraciones imprecaciones y astros y sueños y mitos y noches y calzones: engranajes del lapso de todo: transcurso ventilándose oreándose. Cuerdas para todo, menos para la propia existencia: de un momento a otro, tras otro, tras otro, no están donde estaban: intermitencias: un morse entre piolines que dice una melodía muy Ella, muy Louis, o lo que el ánimo ande con afán de decodificarle a la sonoridad de ese chiflido sacándole lustre a los bordes de la ciudad.

Miraba o imaginaba o magnificaba todo aquello por la ventana del quinto piso del hotel, que da a un parque razonablemente amplio para creerse la naturaleza que imita. Observaba mientras escribía una carta. Una más de tantas, que escribía casi obsesivamente, apenas reemplazando la incertidumbre y la tristeza con algo más concreto o menos pasivo.

Unos amigos le habían ofrecido un pequeño piso en la parte alta de la ciudad. Pero había preferido el hotel: no quería creer que aquello tendría un carácter de permanencia – la que fuera -, de realidad. Pero el hotel Excélsior, por esas fechas, se había convertido en un polo de desesperaciones, temores, paranoias incipientes y treguas sobreactuadas, que en nada ayudaban a formular una tranquilidad, mucho menos, un ritmo de trabajo – todos los manuscritos de ensayos y cuentos estaban inacabados, aún guardados en el baúl verde.

Le escribía a Pavel cuando levantó la vista para refugiarse un instante en las azoteas de la ciudad. Leyó la última frase: “La moralidad, querido amigo, mucho me temo, cada vez más se parece a esa señora que sale a hacer la compra con batín y pantufla: pura indignación, y evanescencia, una vez que los vapores de la cocción la reconfortan con su propia realidad doméstica”.

“Olvida esto que escribí a cuento de no sé qué. Quizás, para evitar intimidades. Lo cierto, Pavel, es que me queda grande la soledad, como a esos niños condenados a heredar las edades de sus hermanos y que, con estoicismo de estatuas barrocas, pero sin mérito intrínseco, las llevan más como un privilegio que como un desafuero. Todo, aquí, parece quedarme grande: mi nombre y lo que significa para algunos – convertido en una suerte de profeta de lo evidente o de triste evidencia de lo profetizado”.

“Al principio uno recibe las miradas y los gestos de la admiración y el respeto de la doble condición de intelectual y exiliado. Pero enseguida, uno para transformándose en el ominoso testimonio de lo que puede sucederles a los propios anfitriones. A fin de cuentas, sólo son trescientos y tantos kilómetros los que lo separan a un uno de su lugar de origen. Uno, más que un síntoma, parece devenir un contaminante de efectos sumamente nocivos y, además, catalíticos”.

Dejó la estilográfica sobre la mesa. Miró el papel atravesado de palabras. Las mismas que ayer. Y el día anterior. Incapaz de encontrar una forma de decir adiós sin ese prefacio de justificaciones. ¿Ante quién? Ante él mismo. Resguardarse de la censura de la porción de su conciencia que aún creía que siempre hay una oportunidad, que todo pasa, que todo termina por ser olvido o mistificación o anécdota. Uno mismo.

Quizás sea uno, encerrado sobre sí mismo, sobre un instante de la que no puede ni quiere escapar, el que termina por almacenarse en una circunstancia circular, incapaz de desplazarse más allá del núcleo del dolor que la sostiene.

Porque eso es toda esta odisea de huir pero quedar atrapado en la ingeniería de odios y desastres, en la inexorable memoria que uno es y que está vinculada a ciertos afectos y lugares específicos. Alejándome para adentrarme más y más en el alma siniestra de la que pretendo desertar.

 

Sí, adiós a sí mismo. Un descargo ante sí mismo. Porque no podía enviar esas cartas. Por eso no las terminaba. No podía enviarlas con la angustia de que las devolvieran, porque el destinatario ya no existía, al menos en esa dirección de la que no se hubiese marchado como no hubiese sido forzado por muerte o arresto. No tenía el coraje para verificar sobrevivencias de tal manera. De ninguna.

 

Le escribía a Pável. O a Marek. O a Darina. Eliška. Sveta. A todos. A nadie.

 

Sobre el escritorio, además de vaya a saber el número de cartas inconclusas, había una cantidad igualmente indeterminada de manuscritos incompletos: relatos, poemas, ensayos; ideas sueltas que había anclado al papel, como si eso fuese un anclaje seguro. Todos esos papeles, como una arquitectura de la impotencia, de la suspensión de su tiempo: recordatorio y resguardo.

 

Sentado en la barra del bar del Excélsior escribió en su diario:

La lenta mirada hastiada se desploma sobre la mano cruzada de senderos que no conducen a ninguna parte – a lo sumo a un consuelo sobre sus ojos nublados muy a propósito, para contener una reflexión inútil, por tardía. La mano, sobre la fórmica pasada de moda de una mesa tan transida por manos similares, por miradas que huyen de las sospechas para conformarse con las certezas fáciles. La mano, atravesada por un temblor persistente, como de algo residual que quedó atrapado. La mano, un recordatorio de otra mano que se apoyó en tantas mesas y sobre alguna espalda u hombro preparado para las confidencias. Y ahora es ese manojo de desesperaciones aguardando un desenlace sin originalidad, con el único sentido de completar un ciclo con el que hay que estar de acuerdo, guste a uno o no. La mirada se desprende con urgencia sosegada, mansa, de ese trozo de piel y huesos que recuerdan tanto, que premeditan tanto más. Alza, pues, la vista, y sigue ese éxodo con la mano, en un gesto reflejo. El mozo no tiene que preguntar. Él no tiene que decir. Una cerveza con poca espuma colocada en el mismo lugar donde poco antes había sucumbido la mano y la vista y el ánimo”.

Lo hizo como si describiera a otro parroquiano, sentado a su lado. Desprendido de las palabras. Hasta que concluyó. Y se dio cuenta de que era su mano, que descansaba sobre la cabecera del papel – imponiéndole quietud -, la que exhibía aquél catálogo de edades.

 

El sonido de una lengua que ya no me sirve. Palabras largas e hinchadas de calles y fachadas y aromas de un lugar en el que ya me parece que ni siquiera habité: construcción posterior de la nostalgia: una utopía hacia atrás.

¿Sigues recibiendo mis cartas, Pável? No éstas, que no te he enviado ni pienso hacerlo, sino aquellas en las que nos prometíamos un país que no era ni aquél en el que vivíamos, ni este en el que ya no estoy y tú. ¿Sigues releyendo esas razones tan hurtadas de nuestras lecturas como desvelos, como si tuviéramos tiempo y capacidad para atraparlo y retenerlo todo? ¿Te acuerda de Eliška? Yo cada vez menos. Le escribo pero ya si nada más que palabras que nos vinculen. Le escribo cartas que, claro está, no le envío. La recuerdo a contraluz, en un parque, a eso de las tres de la tarde de una de esas primaveras tardías, con frío y premoniciones. Sentados, todos, sobre una manta con olor a humedad y a viejo. Bebiendo un vino dulce y tirando ideas y frases como cartas en un juego en el que las reglas dependen del azar y la necesidad y del ímpetu de las seducciones. Todos apostando a Eliška, sí, pero sin descuidar las posibilidades Darina, Sveta, Alenka – ¿qué habrá sido de Alenka? -. Lo bien que habría venido un Nash. Y una coherencia. Y una modestia. Pero eso llega tarde, cuando no sirve para nada más que juntar tristezas y reproches imposibles de vincular con nada que uno haya ejercido o perpetrado.

 

En el centro del silencio. Y con todas las palabras que usé alguna vez: sus disposiciones y tonos y sus rostros. ¿Te has encontrado en ese deslugar, Pável Marek Darina Eliška Sveta todos los que estáis atrapados en el tiempo de los sonidos y las luces?

Qué hacer, cuando lo que creía que era sustancia inexorable de mi composición se ha desacreditado al punto de erigir esa monstruosa masa de obediencia y rencor: qué es uno: testimonio de qué: ¿de una falsedad?: ¿o reliquia de una utopía que unos pocos se creyeron?

 

Decidme dónde estáis muriendo. Cómo se siente ese dejarse ir ese atropello o lo que sea o cómo sea.

Si aún perduro es por ese vicio de la esperanza y el autoengaño: acaso aún se pueda volver, salmodian. No por otra cosa. Porque no soy de aquí: no puedo serlo: ya es tarde para andar siendo de ninguna otra parte: soy demasiado de donde era: lugar inexistente – el territorio no es esa mezcla de época y edad y arquitectura y aroma y contraluz e ilusiones. El territorio es el desafecto necesario para deshacer la mezcla amable de estos elementos.

 

¿Pável?

¿Estoy?

 

 

© Marcelo Wio

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