Estaban Zeus y Hera, sentados en el Olimpo, aburriéndose con paciencia. Un sofá amplio y cómodo. Zeus bebía un excelente whisky de 18 años mientras Hera lo prevenía: Estás bebiendo demasiado…
Son los problemas de ser el rey del Olimpo, decía él – como si el mero hecho de constatar un hecho fuese la explicación de otro -, y dispersaba toda posibilidad de discusión. En eso andaban cuando entró en la estancia un alcahuete, de esos que abundan cerca del poder.
Dijo el alcahuete, con una voz de esas que ya caen mal (pitido fino, un amaneramiento hiperbólico, histriónico, obsecuente): Zeus, Prometeo te la jugó otra vez – léxico de patio de colegio, el alcahuete -. Esta vez le dio el fuego a los mortales y el conocimiento para hacerlo. La última “o” la pronunció como si se siguiera de otras cuatro o cinco histéricas “o”.
Zeus pegó un salto y gritó algo que no se comprendió. Para comenzar, estaba bastante bebido; y, sobre todo, se llevaba bastante mal con Prometeo, no sólo porque siempre ponía su autoridad en entredicho, sino porque las malas lenguas susurraban sin disimulo en el Olimpo que Prometeo era hijo de su esposa, fruto de una violación cuando era una niña. Otras lenguas decían que de violación nada, y que no era ninguna niña, y que un pastor o similar, y que no una única vez, sino que con reincidencia y alevosía la cosa (al fin y al cabo, la versión de la niña resultaba un tanto inverosímil, ya que los dioses no envejecen y, por tanto, quien “nace” niña, así debería permanecer. Pero es lo que los mitos tienen).
Zeus seguía gritando, enajenado, lanzando algún que otro relámpago en cielo despejado; hecho que causó conmoción en los sistemas meteorológicos de la región, y que hizo tambalar un par de teorías físicas. Hera miraba hacia arriba, aburrida de la historia tan repetida, hasta que su marido guardó un silencio repentino muy sospechoso.
¿Qué piensas, querido? – preguntó Hera.
La venganza, el castigo… – respondió Zeus, con calma inquietante.
¿Lo vas a encadenar en el Cáucaso? – preguntó Hera, viendo lo que aún no era y que sería, para luego dejar de ser.
Sí, sí… pero hay algo más. Él se dice amigo, amante, de los mortales… pues lo castigaré por mediación de esos humanos ridículos – respondió Zeus con artificiosa astucia.
Hera conjeturó lo peor: la astucia del idiota es muy peligrosa, siempre, consideró… Además, no salía del asombro de la… de la torpeza impulsiva del sexo masculino. Porque, pensaba con lógica, si Prometeo es un Titán, con poderes, debería haber previsto mínimamente lo que su acción le podía acarrear a sus queridos humanos. Y así y todo, su ayuda había resultado, en realidad, en una condena para sus protegidos. No sabía si Prometeo era tonto o se hacía. Si era lo último, el esfuerzo era meritorio.
Zeus cavilaba, jugueteaba con los dedos, caminaba por la estancia con lentitud, como si estuviera midiendo su superficie para saber si un mueble que tenía en mente cabría allí.
Ya lo sé… – dijo por fin Zeus, y detuvo su deambular aparatosamente, haciendo sonar los tacones de sus sandalias. Olé, pensó Hera, para sus adentros. Ella ya sabía lo que se le había ocurrido a Zeus, pero calló para dejarlo decir.
Voy a mandar crear una mujer, la primera… – comenzó a decir Zeus, pero Hera lo detuvo.
¿Cómo la primera, y yo qué soy, y Atenea, y las esposas de los mortales? – la pregunta era, como mínimo, pertinente.
Tú eres diosa. Y además, si yo digo que es la primera así será, y así lo recitarán los poetas y los escribientes como Hesíodo. Entonces, como decía, antes de que me interrumpieras, ordenaré a Hefesto moldear una figura femenina con barro; a la que la diosa Atenea le ajustará al cuerpo todo el aderezo preciso. Después, la diosa Afrodita la dotará del encanto que enciende el deseo y de las artimañas que nublan el discernimiento de los hombres. Esa hermosa y artificial criatura recibirá además los dones de Hermes: ante todo, la capacidad de mentir y la de utilizar un lenguaje seductor con afán de engaño. Pero, sobre todo, una curiosidad sin límites, imposible de aplacar.
Ingenioso – mintió, sin ganas de disimular, Hera – ¿Y después de ese despliegue de astucia y creatividad, cariño?
Después viene lo mejor – sentenció Zeus, riendo, seguro de sí mismo, gozando lo que aún no había acaecido -. Después, amor mío, se la enviaré como regalo a Epimeteo.
Qué bien, regalas una mujer, algo muy coherente para un dios, un comportamiento ejemplar. Que no digan que el jefe de los dioses es un misógino, por favor…
No me sermonees, Hera, no me sermonees. Decía que se la regalo al hermano de Prometeo, que guarda el ánfora con todas las desgracias en su casa. Sé que Prometeo lo habrá prevenido sobre los regalos de los dioses; pero la mujer que tengo en mente desbaratará todas sus razones – Zeus carraspeó una risa que era una mala imitación de una carcajada de satisfecha e inteligente perversión.
Hera negó con la cabeza, con lástima, con resignación. La tontería de estos dioses no tenía límites. Y éste era el gerifalte del cotarro…
Cuando Zeus llamó a Hefesto para darle su encargo, éste, como un niño que busca excusas, le explicó a Zeus que estaban en la estación seca, así que no podía construir nada con barro por motivos evidentes. Zeus lanzó un trueno en cielo despejado (nuevo fenómeno para el servicio meteorológico griego, y dos o tres leyes físicas – que no valían nada, en primer lugar -, terminaron por caer, suponiendo el corte de varias otras líneas de financiación en investigación desde la Unión Europea).
¡Ahora te hago una lluviecita, canejo!- grito enfurecido el jefe supremo.
Le dio las indicaciones y le dijo que no quería volver a verlo hasta que el proyecto estuviese concluido.
Cuando todo estuvo listo, Zeus se pensó dos veces el enviar a Pandora con Epimeteo, le gustaba la idea de quedársela para una alegría esporádica… Pero el ansia de venganza fue más fuerte.
Así que Epimeteo recibió a Pandora, luego de negarse tímidamente (este tipo es tonto, pensaba Zeus desde su atalaya, pensando en arrepentirse y hacer que llevaran a Pandora a sus aposentos), y la tomó por esposa. El emisario que la había llevado le había dicho a Epimeteo que le advirtiera a Pandora de que no abriera el ánfora, pero que evitara decirle el por qué.
Madre mí, pensaba Hera. Parece una de esas malas obritas de teatro que transcurren en la campiña inglesa… Una de intrigas de correveidiles y pistas evidentes.
Las mujeres se pueden impresionar – dijo tontamente el imbécil del emisario a modo de explicación -. Recuérdaselo cada tanto – le aconsejó antes de marcharse.
Eso, no sea cosa que se le olvide a Pandora abrir el ánfora… pensó Hera, mientras iba subiendo presión.
Epimeteo, obediente, hizo lo que se le dijo. Lo cual, otra vez, resultaba muy inverosímil: porque si él era el guardián de las desgracias, debía tener, como mínimo, una inteligencia (o al menos una astucia) más acentuada que el resto. Pero no era el caso. Dioses y hombres extraños estos.
En fin, tanto “no abras” (casi un “abre de una vez, leñe”), tanto “por qué”, “porque sí”, que “porque sí no es una respuesta”, “cómo que no, es una respuesta como cualquier otra, ya que sigue a una pregunta”, etc.; que al final Pandora terminó haciendo aquello para lo que había sido creada: destapó el ánfora y salieron las desgracias y los males; vaya sorpresa. Lo único que quedó dentro, dicen los difamadores habituales, fue la esperanza, que Pandora no dejó salir. Otra vez, lo inverosímil, lo torpe, descuidado: si era el ánfora de las desgracias, qué hacia allí la esperanza; y si ésta, en realidad, es una desgracia, la mujer al menos tuvo el tino, el reflejo rápido y acertado, de evitarnos acaso, la peor de las desgracias.
¿Contento? – le preguntó Hera a Zeus, con ironía manifiesta y encono creciente.
Pssssiii…- respondió Zeus, con decepción.
Hera le echó una mirada afilada.
Es que ahora la culpable será Pandora y no Prometeo, al que los mortales querrán aún más – dijo Zeus, con ese tono de capricho enfadado de los niños maleducados.
Hera no lo podía creer, ¿era ése el nivel de dioses que los mortales se podían permitir? Miró hacia el horizonte lejano, hacia el Este, y vislumbró futuro: vio un dios único que creaba una Eva a partir de una costilla del hombre inicial – la variación le pareció interesante, aunque innecesaria; esa obsesión de construir a partir de un material era demasiado humana, lo que constituía un dios imperfecto- . El resultado que vio, era el mismo; hecho que la hizo lamentarse y sentir piedad por las mujeres: abrían de pagar a lo largo de la historia la estrechez del varón, su mezquindad, su estupidez, qué tanto; malditas, culpables, arteras seductoras, putas y herejes por los siglos de lo siglos.
Mientras los hombres siguieran inventando dioses, conjeturó, alguna mujer sería la explicación culpable de los males de esa fabricación tan a imagen y semenjanza.
Se giró y vio a Zeus mirando una competencia de lanzamiento de disco junto a unos dioses amigos y unos adeptos oportunos, mientras Dionisio, ese insoportable borrachín, rellenaba cuencos y copas con un vino dudoso que, de todas maneras, todos elogiaban sin criterio.
© Marcelo Wio
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