Cita

Distraídamente, la mujer tanteaba las inmediaciones de la boca con la lengua, a la vez que extraviaba la vista hacia un punto indeciso ubicado arriba a su derecha – región habitualmente frecuentada por las ideas inconclusas, pelusas de pensamientos pasados y algún hartazgo sin importancia. Allí arriba, pero no demasiado, la mirada, pues, como fugándose o, acaso, reencontrándose con una perspectiva olvidada o una tangente benévola. Lengua y ojos casi como un negligente apéndice del cavilar – en algo o en nada -, liberados momentáneamente de sus funciones, de esa rigidez de tener que tener tanto sentido. Pensó que el hombre podía interpretar en este despliegue un ejercicio torpe de la sensualidad, por lo que volvió la lengua a su ámbito y la mirada al territorio parco de la mesa, de la conversación. Los trozos al todo.

Mientras, el hombre prometía la incertidumbre, que era todo lo que tenía a mano para ofrecer, como una novedad, como reto, una esas aventuritas que convencen a dos o tres desprevenidos y apenas un rato. Estaban sentados a la mesa que da al ventanal de la calle Jean de Gaul, tan impregnado de derrotas que apenas si se ve algún indicio de exterioridad – esa muchedumbre de igualdades… Y qué, si no, es la humanidad.

La mujer decidía – y en ello habían intervenido, como figurantes, lengua y mirada de esa manera tan elucubradora, por definirla de alguna manera – si merecía la pena hacer de cuenta que creía esa secuencia sin originalidad de temeridades lacias, de mentiras fácilmente expugnables y torpezas que habían llegado a tenerse por seducciones eficaces. Realizaba de manera sencilla cálculos mentales que a otros suponen un quebradero de cabeza; se sabía las fórmulas necesarias como quien ya ha aprendido el arte de respirar sin necesidad de pensar en ello: hacía cuánto que aquello y que lo otro, ¿es imperioso exhumar tales ejercicios y fingir las exaltaciones que se les suponen asociadas?, de ser así, ¿es este el sujeto apropiado para llevar a cabo el procedimiento?; y demás disquisiciones accesorias.

Y al ventanal, a todo esto, se le iba adhiriendo el vaho de ambos; otra capa más – grasa, mugre, dicen los emperifollados que van al cercano café Odeón, donde varias veces al día un tipo limpia las ventanas de miserias y otras porquerías: nada como los lustres artificiosos y la fe en que estos efectiva y fehacientemente ya no sólo purgan, sino que cancelan la sola idea de que hubiera habido siquiera necesidad de limpiarlos.

Pero a lo que estábamos. O lo que están. El hombre decía como si hablara en nombre de otro – otro cansancio u otro optimismo (siendo, quizás, ambos lo mismo) ya adelgazado. Hablaba como si aquello de que el aire es gratis fuera estrictamente cierto. No sabía bien qué decía – ni que, acaso, malgastaba algo del aire que le ha tocado en suerte. Embustes livianos; a veces tanto, que son más ciertos que las verdades – sobre todo aquellas de las denominadas “como puños”, es decir, esas que entran a los sopapos. Formulitas para sugerir una personalidad alternativa, una biografía mejor; después de todo, son pocos los que se presentan tal cual son (si es que tal cosa puede ser conocida): a estos la psiquiatría los llama psicópatas; y con razón. Ella, por su parte, ya había terminado hacía un rato sus cómputos, que, por lo demás, cada vez eran más breves: hacía mucho que había caído en la cuenta de que todo aquello dependía apenas de su ánimo, de las necesidades puntuales, de las circunstancias coyunturales (consistentes en apenas unos tres o cuatro elementos de los que se valía para componer el marco situacional, como lo denomina), y que poco del sujeto ocasional , o de lo que este dijera, cambiaría la resolución a la que arribaba mediante tales cómputos. Mucho, pues, tendría que decorar el hombre el trasnochado despliegue de ordinarias anécdotas y argumentos con finalidad de bochornoso auto ensalzamiento, para que la negativa de la mujer se transformara en una voluntariosa duda que, quizás, se encapriche en despejar (es decir, su necesidad debería estar en sus máximos), aunque intuya, más como un entendimiento que otra cosa, que la incógnita no es otra cosa que una certeza harto conocida.

Más por entretenimiento que otra cosa, ella incluso ha realizado, varias veces (introduciendo leves variaciones) y con el mismo resultado, el recorrido obvio y conciso de las proposiciones, promesas y prepotencias que puede desplegar el hombre. A partir de cada trazado ha recompuesto los trozos tenues de su probable biografía y ha visto claro el trayecto del bar a su casa, entre esta hora indecisa y la estepa siniestra de las tres y tantas de la madrugada; un dibujo pitagórico sostenido en el tiempo: trazo y transcurso, apenas si hay contenido; instantes inevitables de corporalidad y conciencia.

Ella lo interrumpió con suavidad. Mientras aplastaba la colilla en el cenicero y le imponía a su lengua la disciplina de la boca (ya había iniciado la excursión externa) y a la mirada un brillo de pretexto, le decía que lo lamentaba tanto, tantísimo, incluso, que con lo bien que lo estaban pasando, pero que se acababa de acordar que. Otra pátina más para el ventanal. Para el hombre. Para ella.

© Marcelo Wio

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