Me paseaba por El Prado sin prestarle ninguna atención a los cuadros, mucho menos a los visitantes. Hacía media hora había salido del Museo Thyssen de hacer exactamente lo mismo. Rellenaba un itinerario que había de contar con cierta dosis de extravagancia y desinterés en la mesa de siempre del Conventillo. Seguramente Ilse estaría haciendo lo propio en la National Gallery, y los otros, más de lo mismo en el Metropolitan, Neue o Alte Pinakoteke y cuanta obligación turístico-intelectual se ponía a tiro de las líneas de metro de Buenos Aires –gracias al inestimable Lefebre, gurú del gusano-. Me planté frente a un Goya a pensar en que nada de eso tenía sentido alguno, que nunca necesitábamos del material insincero de esas incursiones para colmar la mesa del fondo del Conventillo, para imponernos a los posibles silencios que siempre habíamos temido – hablando una noche con un conocido, me soltó que entonces eso no era una amistad, que era una competencia, cosa que negué tajantemente, y que aún sostengo – y que, aunque nos asomáramos a septentrión, jamás llegarían, como los tártaros, que aún lo tienen esperando al pobre Buzzati.
Pero parece que siempre hay que esperar algo – y en mi caso, cuanto más terrible mejor. Por eso yo, ahí, pensando, frente a un Goya donde alguien era devorado. Por eso mismo los sahibs Vitelli y Epstein andan con su bandera a cuestas, Jalil con su búsqueda hiperoxigenada del trazo salvador, de la mezcla acertada de colores; y Alden, June, Ilse y todos y sus cosquillas y sus manías. Úrsula es un caso aparte, o no – soy yo el que la separo del resto, como una frágil manera de reservarla para mí. Y todos, con esta obstinación de subterráneo, de meternos en la dilatación arterial de las ciudades como si explorásemos confines. Y ya casi llego a Atocha – pero lo mío no es espera, es todo lo contrario: retrasar conscientemente aquello que, de alguna manera, sé que llegará – con el firme propósito de bajarme en alguna estación de Moscú para admirar las arañas y acordarme de Úrsula, porque asociando un poco voluntariamente llego a esa noche en que se alejó (o me alejé) a pesar de que los dosmetrosveinticuatro siguen, invariables, atándonos a la porción diaria que convinimos en compartir hasta que…
Estaba con todo este ditirambo en la cabeza, este tachín, tachán; este rataplán, esta corneta, cuando la vi. A Úrsula. Estoy seguro de que era ella. Salía del Reina Sofía. La seguí hasta el Palacio Real. Cuando entró en la Plaza de Oriente la perdí – se interpuso entre nuestro desencuentro un grupo de japoneses y cámaras y risas y mi desesperación que me hizo dar un rodeo innecesario y estúpido. El resto del día estuve vagando por el Botánico, hasta que me harté de esa falsificación de la naturaleza, de ese orden de caminitos y bancos y enfilé por la calle República Árabe Siria, hasta Cabello. No quería ir al Conventillo porque no podía soportar la idea de encontrarla allí – aunque sabía que eso era imposible, que no iba porque en realidad quería estar solo, porque verla allí, en mi territorio, en mi recurso, había trastocado un poco mi estado; además, hubiese sido una estafa escapar otra vez. Por suerte, antes de llegar a Coronel Díaz la vi sentada frente al Hospital Fernández, rodeada de gatos, lejísimo de mí, de Buenos Aires, de ella misma. Fue en ese preciso instante en que en se me enredó en el pelo la idea – seguramente exhalada por algo que estaba a su lado en ese momento, una suerte de guardián, o de energía; la misma idea que yo depositaría en la almohada y que pasaría a mi hemisferio izquierdo, tan irracional, a través del conducto auditivo. Ahí me nació el mariscal. Digo me nació, porque fue algo que creció dentro de mí. Ni siquiera una idea. Fue algo “pustular”. Un forúnculo invisible.
© Marcelo Wio
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