XI (Una noche larga)

Vitelli se dirigió resuelto hacia la mesa del fondo del Conventillo, donde recién se habían instalado Alden y Hugo, que habían coincidido casi a propósito en su llegada.

– No quisimos interrumpirte – dijo Hugo -, parecías presto a apuntarte un tanto.

Vitelli miró con desinterés hacia la mesa de la que recién se había levantado.

– Prometía mucho más. Pero tenía una conversación hipoglucémica; y, además, de cerca, perdía mucho.

La muchacha de la que hablaban, seguía gesticulando mientras charlaba con su amiga. De tanto en tanto, con un gesto torpe, nervioso, se tiraba el pelo largo y lacio hacia atrás, como si se estuviese acomodando una bufanda o un muerto al que tenía que llevar a través de un desierto (Vitelli se preguntó por qué los muertos debían ser siempre cargados bajo alguna inclemencia, como si la muerte ya no lo fuera en sí misma).

– Suele suceder – comentó escueto Alden, como dando por finalizado el tema.

A Hugo le pareció raro que Epstein no estuviese aun allí. Vitelli le explico algo de una bandera; pero fue muy impreciso, como si temiese traicionar un protocolo.

– ¿Qué tal va el trabajo? – preguntó Alden a Vitelli.

– Como siempre: soportando la inevitable y consabida obligación de procurarse los medios para hacerse con la cuota necesaria de alimento-.

Vitelli no podía soportar a Alden. No sabía por qué, una cuestión cutánea (endodérmica, más bien, algo más profundo, pero sin llegar a ser a tanto como para ubicarse en el páncreas o cerca del centro productor de principios e intransigencias). Era algo difuso. Tal vez no le gustaba esa seriedad, entre fingida y sincera a la vez.

Hugo sabía cómo venía la mano, no porque se lo hubiese contado Vitelli, sino porque sabía leer esos segundos de más que la gente se toma para contestar, los cambios de tono sutiles, apenas perceptibles; la respiración anterior (que ni por asomo llega a ser suspiro ni por asomo) a responder, a preguntar. Así que intentó intervenir, a la manera de un bufón que revolea bolas en el aire, no para divertimento de sus dos contertulios, porque ellos eran las bolas, sino como práctica para cuando tuviese que usar las dotes distractivas con ya sabía quién.

– ¿Che, seguís con tus cosechas?- preguntó (y apenas terminó de formularla, el interrogante dejó de ser una bola más para convertirse en lo que era, una pregunta hecha y derecha: que con espera una respuesta que dé cabida a comentarios, repreguntas, valoraciones o lo que fuese).

– ¡Claro¡, qué te parece. Empecé a trabajar en la casa de country de un juez, así que extendí mi plantación. Te imaginás que ahí no va a ir a husmear nadie. Ahora, te digo, tengo un miedo que ni te cuento de que el señor juez se haga con mi producción – respondió Vitelli.

– Acá el amigo sabih, como sabrás, se dedica a plantar marihuana en los jardines en los que trabaja con tanta habilidad – le dijo Hugo a Alden, como para ponerlo al tanto de las actividades paralelas de Vitelli.

– Exacto. Pero no lo hago por una cuestión monetaria, no te creas – Vitelli se dirigió a Alden -, es una forma del descaro, de la rebeldía, del aburrimiento. Y, claro, una manera de asegurarse algunas noches donde te juro que Satchmo y Ella cantan para mí solito (y para quien tenga la suerte de compartir ese grato momento conmigo y Epsteiji, que es insustituible).

Alden largó una carcajada que a Vitelli le pareció afectada, demasiado comedida y equilibrada en cuanto a tonalidad, para ser cierta. O tal vez era la predisposición vitelliana.
Un silencio que prometía alargarse fue cortado por Hugo inmediatamente, antes de que pasara a mayores.

– ¿Qué es eso de la bandera?

– Paciencia – se hizo el misterioso Vitelli.

– Seguramente algo relacionado con la Logia de Sátrapas – dijo Alden.

– El caballero inglés va por buen camino, pero preferiría que no sigan indagando, que sepan esperar el momento de las revelaciones.

Hugo llamó a Fermín y le pidió una cerveza; lo propio hicieron Alden y Vitelli.

Se quedaron en silencio, sorbiendo la cerveza. Vitelli encendió la pipa y, siguiendo una reacción de radicales libres tabaquiles, Alden y Hugo encendieron unos cigarrillos. Hugo pensó que las burbujas y el humo era una buena excusa para abstenerse de hablar, de forzar urbanidad y burdas imitaciones de conversaciones. Enseguida entró June y se desplomó sobre la silla vacía, estiró el cuello y besó a Alden en la comisura de los labios.

– The rest of you, dense por besados y saludados. I´m tired y transpirada, no es una buena idea hacer una ronda afectuosa. You`ll understand. Y le susurró un pedime una cerveza bien fría mientras voy al baño, a Alden, que la miró alejarse y se demoró un instante antes de ponerse de pie y acercarse a la barra para pedir la cerveza.

– ¿En qué momento del matrimonio se comienza a mirar a la esposa dirigirse al baño?- preguntó Vitelli.

– La pregunta es en qué momento uno deja de mirar alejarse a la mujer que ama – respondió Hugo, pero era un comentario que se hacía más a sí mismo.

– Ya sabés lo que te quiero decir – dijo Vitelli.

– Sí, tengo el decodificador para tus señales, creo que todavía funciona bien. Qué se yo, le está dando por el lado de la inseguridad. Supongo que son etapas, y cada uno las manifiesta a su manera. Ya vas a ver dentro de veinte años.

– Qué recurso bajo, che, el de tirarme contra las cuerdas con un puñetazo etario.

– No fue un puñetazo.

– Una advertencia.

– Menos. Una justificación para Alden, un puente para vos (vos-y-él). Te recuerdo que tengo el decodificador. Pero no me sirve para entender los por qué.

– Qué se yo. Lo veo tan largo, estirado, tan inglés a las cinco de la tarde.

– Es una visión totalmente errada. Estaría bien que te sentaras una tardecita con él, que se tomaran unas cuantas copas; vas a ver cómo lo empezás a ver con boina, chiripá y palillo de dientes.

Vitelli largó una carcajada. Alden volvió con cervezas para todos, al tiempo que June, siguiendo una sincronía no acordada, se sentaba en su silla.

– Qué calor – se quejó June después de bajar su vaso de cerveza de un trago. Hugo le hizo un gesto a Fermín y enseguida June tuvo otro vaso frente a ella.

– Espero no ser una vez más la única mujer de esta tablita cuadrilátera. Esto de estar rodeada de hombres me está empezando a hacer sentir muy deseada.

Hugo alcanzó a ver un brillito apagado de tristeza en los ojos de Alden. Pero enseguida lo pestañó fuera y, para asegurarse de su expulsión, largó una especie de carcajada-seguida-de-comentario y se arrepintió: Cosa que, aunque sirva a los propósitos ocultos de tu ego, no queremos.

Y se arrepintió de incluirse en esa forma nominativa que rechazaba desearla…

Por suerte la llegada de Jalil y Mónica los salvó a todos de seguir por esa brecha equívoca que los ingleses habían abierto.

– Thank god, my dear, justo estábamos hablando de la escasez de mujeres que componen o, debo decir, que frecuentan asiduamente este círculo – dijo June mientras Mónica ubicaba una silla que había pedido con un gesto a una mesa vecina, ocupada por una pareja.

– ¿Úrsula no viene? – preguntó Mónica.

– Por preguntas de este tipo es justamente por lo que las mujeres duran poco en el círculo, como vos lo llamaste – dijo Vitelli. Hugo hizo un gesto de resignación que a Mónica, por el momento, el bastó, ya la salida se retrasaría para exigirle detalles a June; (descartaba el encuentro en el baño porque lo encontraba demasiado obvio, pasto para comentario vitelliano).

Jalil se puso a comentarle algo a Hugo, en voz baja. Momento que Vitelli aprovechó para matizar su sentencia y le dijo a Mónica que no era la pregunta, sino la inoportunidad de la misma, a lo que Mónica dijo que ya lo había entendido, pero que en todo caso, no hacía falta aclarar nada, que ya sabía que los sahibs eran incapaces de cualquier forma de belicosidad, a lo que Vitelli respondió con una sonrisa alegre, infantil y, cuando él ya se había girado, June le dijo a Mónica, risueña, al oído, que eran como chicos; ciertamente, respondió Mónica, lo cual los hace encantadores; y entonces, ya tomadas de la broma, June dijo lástima la edad, que fue lo que Alden alcanzó a escuchar, o ni siquiera a eso, y se había limitado a una pura intuición guiada por esas cuitas que se le habían instalado en el ánimo. Lo cierto es que Alden diría eso luego (que había escuchado, cosa que no era del todo cierta) y lo utilizaría de manera rudimentaria en su propia contra.

Por fin llegó Epsetinji con una bolsa negra. Sonriente saludó a toda la concurrencia, lamentando la ausencia de algunos rostros. Dijo que tal vez sería prudente esperar unos instantes para hacer una declaración, para ver si llegaba alguno más (alguno más era Úrsula). Ninguno aceptó esa espera, sobre todo porque todos los allí presentes, salvo Epstein, que era sumamente despistado, sabían que era en vano. Epstein llamó a su lado, con la mirada, a Vitelliji. Cuando los dos estuvieron frente al semicírculo que se formó alrededor de la mesa, Epstein desplegó lo que a todos les pareció un collage de trapos, pero que él presentó como la bandera de la Logia de Sátrapas a Contramano. El estandarte estaba compuesto por una variedad de colores que no seguían lógica alguna.

– Es, cuanto menos, kitsch – le susurró al oído Jalil a Hugo. Alden alcanzó a oírlo y asintió sonriendo.

Vitelli comenzó a contar que la bandera había sido confeccionada por Clara, a pedido del sabih Epstein. Y que a mano se encontraron los calzoncillos de Lautaro, contador divorciado y vecino de los padres de Epsteinji, y un trozo de tela que le había sobrado a la propia Clara de unas cortinas ordinarias que le había encargado la señora que vivía a media cuadra de la sastrería de la mamele de Epsteinji y que, según se comenta en el barrio, tiene un entrevero (la señora del encargo de las cortinas) con Enrique, el kiosquero – para confirmación basten las miradas de antología de Miranda, la esposa del kiosquero, cuando Ruth – la señora de las cortinas – pasa frente al bolichón hinchado de una mezcla de olores dulzones y un dejo de transpiración de la que nadie, absolutamente nadie, se hace cargo. Calzoncillos, decíamos, y un trozo de tela con unas flores poco creíbles, un pedazo de repasador (que provocó aireadas puteadas de la gran mamele), unas enaguas tristonas que el propio Vitelli se había agenciado en casa de su tía Eleuteria y un retazo cedido por Clara, a último momento, que supuso un esfuerzo para reordenar las piezas – y nuevas puteadas de la gran mamele, porque a Clara le pago por horas y lo que falta hacer acá en la sastrería y me queda plancharle una pila de camisas a tu tatele y si Lautaro se entera de que le afanaron los calzones y que están grandecitos para andar jugando a los piratas y a ver si vamos buscando una mujeryuntrabajocomodiosmanda, cosa que iba para los dos sahibs y que ocasionó sus risas (y las de Clara, éstas disimuladas hábilmente con un mutis por la puerta de la cocina que comunica con el local de la sastrería – en realidad una pieza amplia a la que le hicieron una puerta que da a la calle Cucha Cucha). Amén.

El semicírculo se moría de risa. No necesitaban hacer grandes esfuerzos para imaginarse la escena acaecida en el barrio de Caballito. En eso, Epstein sacó un papel arrugado del bolsillo del pantalón y pidió silencio con una solemnidad sobreactuada, y declamó:

“Presenciamos la más grande historieta, en nomograma de cuna, que nos barrerá irremediablemente, pelusas histriónicas e histéricas. Por eso, sin miércoles ni apretura, festejo los músculos ruinosos de los bellos palafitos, así como los nuevos mandiles de una estética novedosa. Yo, un sentimentalista incorregible, un irredento desertor de las causas ganadas, expreso sin lenguas en los pocos pelos que quédanme, el deseoso deseo de nunca jamás dejar de desear que la muga sea tan bella y esclarecedora como la retama (que no re-toma del hilo confuso, confundido, fundido con, de esta desiderata o rata disidente). He dicho. Quede impreso en los pezones hipertrofiados de la Ucronia casquivana y cansada a la que aspiramos”.

Todos aplaudieron. El resto de los parroquianos lo miró con gestos de ostensible desaprobación, cosa que los animó a mostrarse más fervorosos. Alden se paró y se fue a la barra, caminando con orgullo, como si sus miserias hubiesen quedado enterradas por las paladas de absurdas pelotudeces de Epstein, y pidió cerveza para todos y unos cuantos platitos de cacahuete. No, de maní. Le encantaba la palabra maní. Era su preferida. En inglés no había ninguna palabra que la igualara, que se le acercara a esa casi perfección que definía no sólo el objeto, el fruto en sí, sino la situación que invocaba, que representaba.

Después de la presentación oficial de la bandera y de la locución del preámbulo del estatuto de la logia, Epstein, muy preocupado, se acercó a Hugo – Vitelli y Epstein lo consideraban una especie de padrino, de mecenas – y le dijo: “¿Sabés cuál es la cagada? La dificultad para reproducir la bandera – podríamos hacer alguna que otra copia, pero sería poco fiel a este original tan significativo -, y además, las reproducciones no tendrían la carga emotiva y sincera de Clara aguzando la vista, luchando contra los anteojos que se le resbalaban por los 40ºC que le enchufaba el verano al lomo de su nariz falcada; la emoción del sahib Vitelli y la mía, sintiéndonos los padres de una patria pequeña (fundadores de bolsillo con la ilusión de una suerte mejor). Así que vos me dirás qué hacemos, porque queremos plantar la bandera en plena plaza San Martín. Además, ahí arriba… expuesta a la ridiculez de las proporciones va a pasar más desapercibida que un cubito de hielo en un glaciar.

– No pensés en eso ahora, disfrutemos todos juntos de este momento, de esta concordia, de este sentirnos arrobados por una tela que nos representa tan bien – dijo Hugo.

Epstein no pudo estar más de acuerdo; sin saber que Hugo lo había dicho con una representación muy distinta en mente a la que Epstein seguramente conjeturaba. Pensaba en una incoherencia, en un absurdo terrible: esos trozos forzados a acoplarse en u todo que sólo era la predicción certera de la dispersión aumentada de las partes.

© Marcelo Wio

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