Tristes. Desolados. Huecos. Falaces. Así van los saludos de cortesía, girando por el salón, bailando, tomando una copa de champán, de grupo en grupo, al compás de un vals muy trajinado. Algunos, ni siquiera computan como tales, sino como como meros gestos ladeados (ladinos, tanta veces): revuelo de cejas y ojos, breve sonrisa remarcada con una inclinación leve de la cabeza; cabeceos varios. Estos últimos suelen habitar en las cercanías de la barra del salón, o bien refugiarse entre las mesas y conversaciones de lo más insustanciales e insulsas que sirven para no impregnarse de más envidias de las necesarias.
Y va una mano como un halcón, lanzada en velocidad. De pronto, una mano pequeña, como de gazapo, queda atrapada en ese saludo asimétrico: prepotente y sumiso. Infla el pecho el halcón. El otro no puede inflar nada – más tarde, acaso, un reconcor inútil, que se vuelve contra sí -, tan sólo fabricar el orgullo de haber sido saludado por el fulano de tal, como si ese entrevero educado de manos supusiera algo más que ese acto en sí, como si fuese a trascender, a traducirse en un ascenso en el escalafón de dignidades. Pero su mano, o gazapo, o lo que sea, ya fue abandonado por la otra mano, halcón o aglomerado de prepotencias y reputaciones algo manchadas, que ya vuela, rapaz, en busca de víctimas – porque no lo hace por necesidad -.
Saludos besados, de costado, sin tocarse los cachetes las mujeres, gesto para olerse, para comparar perfumes, joyería, arrugas y retoques. Tiempo para reclutar los embustes refinados, para retener el ingrediente erróneo en la composición examinada. Sonrisas de rouge, como botes repeltos de malicias impacientes. Miradas displicentes, para las cuales, todo es igual, ya está muy visto, sea en Madrid o en París o en Nueva York o donde sea que se ubique el salón siempre igual, con las mismas copas y las mismas palabras zumbando como moscas amaestradas, sobrevolando la maquillada descomposición.
Busca un hombro. No puede ser cualquiera. Uno no puede andar palmeando así como así. Hay jerarquías, renombres. Hay hombros que quedan muy altos. Busca. Rebusca. Con precaución. Porque ese gesto no es camaradería: es la oportunidad de ser igual, o levemente superior al otro. Toda una oportunidad en un lugar así para un aprediz de arribista. Gesto inane el que pretende, aún deslumbrado el pelafustán. Debería observar más a las mujeres – sin afán erotizante, las cosas no se mezclan en este predio -, que de estas cosas saben mucho más. Pescar una mirada que se pueda remedar. Un gesto. Un saber ir y estar – sin afeminar paso y postura, claro, que luego no hay quién limpie el legajo -. Pero este mochuelo vuela atolondrado. No va a encontrar ningún hombro en el que posar sus pretensiones. Ni va a encontrar otra posibilidad como esta que se le está escurriendo tan tontamente – por porfiar hombro, y no probar con un arrime paulatino a un grupo, hasta quedar intregrado y charlando -. Un hombro, por dios, no es mucho pedir. Hay muchísimos. Cada uno tiene dos – claro que esto no aumenta las posibilidades -. Uno sólo. Palmearlo, decir lo que tiene planeado desde el día en que por equivocación fue invitado. Y entrar en el círculo de palabras y sobreentendidos, de chanzas y masculinidades. Entrar y no salir más. Agarrarse con uñas y dientes. Se asciende de círculo en círculo en esta vida.
Saludos incómodos. De dos que no pueden sostener durante mucho tiempo el disimulo de la animadversión y la enemistad por todos conocida: negocios y amoríos conforman los sustratos de ese odio. Eso dicen. Negocios, sin duda. Lo otro, tiene tintes apócrifos. Allí están. Imposible evitarse. Ya ni siquiera se molestan en formar una sonrisa falsa, un gesto soberbio. Todos miran. Miran lo que saben que va a suceder, para luego referirlo de la misma manera en que lo han contado tantísimas veces. Se saludan las manos frías, de piel escurrida, puro hueso ya; manos cansadas de tanto mandar. Aburridas. Sienten esa simetría estropeada en ese saludo. Los sorprende. Se miran con algo que algún cronista exagerado podría denominar asombro. Pero ese leve matiz en su encuentro apenas dura. Para qué cambiar ahora lo que tan bien venía funcionando. Se separan, cada uno mecido por sus própios obsecuentes, que fungen de cómplices y coartadas.
Todos buscan saludar. Saludar es reconocerse a sí en tales situaciones. Si uno no tiene a nadie a quien saludar, uno no es. El enunciado inverso también es válido: si uno no tiene a nadie que lo salude, uno no es. Es lo mismo. Si el individuo es más decidido, será del tipo que sale a buscar a quién saludar. En caso contrario, eligirá una zona bien transitada esperando a que alguien lo reconozca o confunda con otra persona.
El valsesito sigue mortificando oídos. Los saludos son ya más esporádicos, salpicados de desidia. Algunos y algunas difieren su partida con la intención de saludar a tal o cual prestigio – o, al menos, que los vea, que sepa que estuvieron -. Está menguado el salón. Así, con tan poca gente, por más categoría que tenga, parece un salón de barrio con pretensiones. Todo tan triste. Aún restan algunos saludos. Los de despedida. Pero apenas si se los puede considerar como tales. Son como aleteos de manos, gestos cansados, que ya ni pueden fingir aprecio, ni mostrarlo en caso de que exitsta. Como una inmensa jaula donde vuelan saludos. Y debajo, algunos esperando que les caiga los que les caiga.
© Marcelo Wio
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