La meritoria aflicción era una obvia consecuencia de una tristeza que había devenido agradable (o, más bien, cómoda, conveniente). Quien busca, dicen, termina por encontrar el dulce consuelo del desconsuelo: la meseta imponente de la autocompasión desde la que es posible vadear las asperezas del día y, acaso, sentirse levemente superior, en el plano moral, al resto.
Cuanto más se agudiza su pena, tanto más agradable era. El problema reside en que indefectiblemente aquella desemboca en la angustia; esa manifestación atrozdel verdadero yo ante uno mismo. Un costalazo que se repite cada día, y que es seguido por un abatimiento anaerobio e hipertrófico. Cronicidad de un estado al que no se podrá habituar jamás, porque, por más que haya intentado cancelar la esperanza, esta persiste como una úlcera, emitiendo sus extensiones equívocas y dolorsamente inútiles.
© Marcelo Wio
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