Basilio, diariero y príncipe bastardo de las madrugadas y las carambolas, me entregó el diario y una bocanada de humo del tabaco renegrido que fuma, y que a esa hora de la mañana fue como un latigazo y una sentencia de muerte en un coliseo con leones como espectadores.
Bajé hacia el puerto. El diario sujero bajo el brazo derecho. Correntadas, aunque ya menguadas, de gente aún yendo y viniendo prisas de última hora, avaricias de remanentes y pocos escrúpulos. El olor ya reseco y aumentado del pescado vendido no hace tanto; y del poco que queda claudicando propiedades. En algún callejón, lenguas como bufandas traicioneras intentan convencer, o bien ya desde temprano, o bien empujadas por los últimos coletazos de una mala noche, con promesas de placeres económicos y rápidos.
Veo y percibo todo. Pero no le presto atención. Un nombre me cosquillea bajo el brazo, desde el periódico: Blue Moon. Blue Moon en la segunda. Blue Moon, yegua de los Urtizberea Iraola, montada por Emilio Sandrini, jockey de ganadores, o eso quiero creer. Había escuchado el nombre la noche anterior, en un bar que suelo frecuentar para retrasar el regreso a la pensión; y porque es punto de encuentro de burreros en particular, y de timberos en general. Blue Moon. Mañana. En la segunda. Entre sorbos de caña o lo que fuese ese líquido dudoso que igualmente cumplía su propósito.
En el bolsillo izquierdo del pantalón tenía el resto de nada que era algo para tirar unos días más. Resto que si a Blue Moon le diera por ganar – y a mí por creerle al pálpito que me crecía como una fe que trasmutaba en certeza -, daba para un par de meses; siempre y cuando administrara el peculio una persona normal. En mi caso, siendo generosos, duraría unas dos semanas, a lo sumo; que tampoco está mal, teniendo en cuenta la circunstancia presente: tiempo más que suficiente para dar con otro azar, una de esas suertes sin exageraciones que me tocan de tanto en tanto, y que me mantienen en la línea de flote, con la cabeza fuera del naufragio y dentro del error.
Me senté a la mesa de un café – la única, realmente: local estrecho, barra de mármol recio, unas banquetas desvencijadas, unas paredes cariadas, una clientela breve y momentánea; lugar donde, dado el mutismo cerrado, parecían cobrarse también las palabras pronunciadas – frecuentado por moscas, malandras y pescadores (en estricto orden cuantitativo). Bebí un expreso reconcentrado que debería haber traído una advertencia bien visible de su potencial para ulcerar un estómago o, en su defecto, para producir una gastritis mental. Fumé un cigarrillo – buscaba pausas que permitieran sostener una dignidad inexistete ante esa casi desesperación que iba coagulando. Cuando lo hube terminado, abrí el diario. Corrí por las páginas, aún fingiendo para mí que buscaba una noticia por la que empezar a leerlo. Allí estaba. Blue Moon, en la página 47. En la sección dedicada a las carreras del día. Hacía allí, los dedos, los ojos, las cábalas. Sabiendo – o creyendo; a esa altura, era lo mismo – que mi porvenir depende exclusivamente del albur. Que yo no puedo llegar a componer una coyuntura que me permitia elaborar proyecciones más o menos realistas, más o menos fundadas en el discernimiento. Claro que, cuanto más depende el futuro de saberes, menos sabe uno lo que está por venir: ante el futuro, todos estamos un poco en pelotas. Explico o interpreto, o lo que sea, el futuro – el mío, claro – por la vía que menos supuestos implique: el azar (ni siquiera considero). Y uno acepta esos azares como si fueran decisiones. Y cada cual es siervo de las decisiones que toma, ¿no?. Yo no soy uno muy obediente. Pero tampoco uno rebelde. Soy un siervo que no sirve: puro bulto; supernumerario. De esos que siempre es preciso tener para que todo funcione: un aviso, una advertencia. ¿Cómo actúa tal irracionalidad? Escapa a mi entendimiento. Y no soy de aventurar hipótesis; poco bien hacen. Sobre todo, cuando Blue Moon anda picoteándome el bolsillo.
Salgo del café. No porque tenga que hacer algo. Sino porque me está quemando el nombre; ya no sólo bajo el brazo, donde anida el periódico, sino en todo el cuerpo. En el bolsillo cuenta y recuenta billetes y días y comidas y eventualidades, esa comezón: si no funciona, a quién darle un mangazo: no puede ser cualquiera; la mayoría de conocidos ya han sido objeto de uno de esos pedidos (nunca reembolsables; no por malicia, sino por incapacidad, porque mi palabra vale menos que mi ímpetu, y éste siempre conduce a estrecheces). En eso ando discurriendo mientras a la ciudad las sombras le van dibujando otro perfil, que a mí se me antoja equino. Todo es un signo. Y todo es una culpa. Porque uno se deja arrastrar, sí, pero cargado de recriminaciones.
Así anda uno. Siempre. Sin saberlo, o sabiéndolo a medias. Atado a expectativas – la mayoría muy pretéritas -: voces, o sus ecos, que alabando, o engatusando, obligan o, a lo sumo, reprenden. Pero tanto tiempo transcurrido desde esas esperanzas (ajenas) que uno venía a encarnar, a redimir, han trastornado esos mandatos en algo que tiene más de composición de decepciones que de directriz, de aliento conminatorio o de orientación. Anda, pues, uno, de esta manera en que ando: indeciso de reproches pasados y futuros: siendo el presente ese lugar en el que uno debe obrar, es decir, decidir (o jugarse a la ventura, más bien) de dónde vendrán, pues, tales acusaciones. Las del futuro, puede pensarse, aún deben ser confeccionadas, con lo que habría que elegir de manera tal que de allí viniesen. Pero el futuro ese está cargado de pasado, de las revanchas que pretenden ejercerse. Ese futuro es ahora, siempre. O no. No sé ni lo que digo.
Et ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti.
Sé que no debería. Que no es Blue Moon o cualquiera de esos nombres que a saber a quién se le ocurren. Que no es la segunda o la quinta. Que no es una yegua. Que no es que haya respuestas, sino preguntas imprescindibles: acciones indispensables. Y que ésta no es una. Pero creo. Creo que hoy Blue Moon. Y que mañana otro golpe de suerte, de la mano de Basilio o de cualquiera de los intermediarios del albur que proporciona la ciudad. Creo. Empecinadamente creo. Y por ello no dejo de fracasar. Pero no puedo. O no quiero. Lo mismo da. Qué benévola y fácil es la prosaica religión de la autocompasión, de lo que siempre está fuera de nuestras manos (es decir, de la jurisdicción de nuestra responsabilidad); es cautivadora: sin dogmas ni doctrinas (más que la inquebrantable adhesión a la misma), sin pompa (jamás), sin liturgia – sin más ceremonia que la propia imagen elaborando su desprestigio a diario; goteando una desdicha que nunca llega a realizarse del todo: la fe, la maldita fe, concediendo un día más, una esperanzatrampa más. Y son éstas, las (pocas o nulas) fuerzas que poseo, éstos todos los medios con que cuento: sólo mi voluntad: que acata las creencias.
La homilía de hoy es ese ardor Blue Moon que saltó desde las páginas del periódico y va inscribiendo su urgencia en mí: pasos por la ciudad para sofocar la ansiedad, el ardor de martirio sin lustre. Pero no. Son ésos, pasos mentidos. Los pasos siempre terminan por conducir, llegar: no calman; es el destino el que, a lo sumo, mitiga – siempre momentáneamente: la meta es una ilusión. Buscando ese olor como a remedo de campo en medio de la ciudad. Que parece ofrecer la coartada de una ajenidad, una otredad: otro sitio, del que se puede salir tal como se entró: un sitio que no es. El hipódromo se ve ya, al final de la avenida arbolada de plátanos. Los portones de rejas recias; de pintura negra descascarada. Camino creyendo que no quiero, pero que no puedo evitarlo.
Es temprano aún. Las puertas están cerradas. Las trampas se estarán acordando, dentro: se está convirtiendo el azar en una certeza de pocos; burla contra muchos. Y yo aquí, fuera – del hipódromo, de la ciudad, de mis decisiones (aún me resta algo de cinismo; no está mal) -, esperando como se espera una ausencia – sabiendo, pero prefiriendo creer que. No soy el único. Hay unos cuantos más fieles. Los reconoce uno por esa mirada de esperanza incrédula: flameando sin determinación, pura inercia e indolencia: sin mirar lo que no merece la pena ser observado, notado: esa ausencia misma. Gestos resignados: porque ganar no es remedio, es el engaño de la derrota (la fórmula para retener a los incautos). No se juega uno unos billetes, un porvenir inmediato. Se está jugando uno mismo, cada vez. Perdiendo, cada vez, más de sí. Sin llegar, jamás, a extraviarse del todo: inmisericorde pacto con la nada, que no termina de ser.
Cavilo todo esto mientras espero. Pensando que en cualquier momento me incorporaré – me he sentado hace un rato en el gordo cordón que tiene allí la vereda – y me alejaré de ahí. A buscar no sé qué. Lo que sea. Pienso eso, pero no puedo ponerme de pie. Sé que lo haré en cuanto escuche el sonido metálico de las puertas. Pero será para entrar. Y sé que probablemente perderé todo lo que llevo. Que acaso – todo entra dentro de las probabilidades – gane algo, que gastaré más rápido de lo que gastaría lo poco que tengo ahora.
Pienso para creer – vaya paradoja. Evidentemente. Es decir, no pienso: sólo repito el truculento credo que me obliga a esta sumisión. Sigo pensando, mientras Blue Moon gana por una cabeza. Mientras cuento billetes como quien cuenta horas de sosiego, sin pensar ni creer: uno sin uno: pausa siniestra: una deuda que habré de pagar con mayor asentimiento, con pérdidas más vastas, más absolutas, si se quiere. Ahora ya no pensaré. Unas horas. Unos días. Lo que dure el permiso. Ya no pienso. Y probablemente, ahora piense, precisamente, como nunca lo he hecho: mas, el producto de ese barruntar pasa ineluctablemente desapercibido, entre parrandas y optimismos exacerbados. De los que se escuchan en un bar o de los que tiende uno de los Basilios que produce el choque continuo entre realidad e ilusiones y probabilidades.
© Marcelo Wio
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