Me pasa, de tanto en tanto, como una gotera o un descuido, entre Francisco de Silvela y Príncipe de Vergara. Se me derrama algo por dentro, como un agüita sin bendecir, fría como un hielo sin coagular, que me atiesa las articulaciones. Y quedo inexorablemente frenado – alguna vez me han dejado unas monedas creyendo que era una de esas estatuas vivientes: más rígida, pero menos lograda en lo estético. Cuando tal evento acontece, para disimular, hago de cuenta que me olvidé de algo; ya se sabe, cuando uno sale de casa pitando y de pronto se detiene en seco porque cree haberse dejado algo, pero no recuerda qué: la mano a la frente, mirada de escrutar un espacio que no se está escrutando, composición de gesto reconcentrado. Lo mismo da para pensar que la persona que ejecuta el tal visaje no recuerda para qué iba en la dirección que iba, o que debía ir a otro lugar y no al que estaba yendo. Siempre un charco en la memoria, esos huecos por los que podríamos, acaso, aventurarnos para ver hacia donde nos llevan – pero no, no hay corajes que se metan por esos andurriales.
Me pasa y no sé por qué. Y no me pasa siempre. Luego de uno de estos sucesos, voy muy atento a cualquier indicio que sugiera o anuncie el vertido del agüita (calculo, grosso modo, que son entre unos 77 y 101 mililitros). Pero pasan los días y las semanas, y uno se va distrayendo, despreocupando, olvidando de esa liquidez paralizante. Entonces, el día menos pensado, zasca en los tobillos, las rodillas y las caderas (porque es ahí donde ejerce su efecto más potente; que, por otro lado, dura algo así como un minuto, probablemente algo menos). Entonces quieto, como un zopenco que no supiera dar el paso siguiente.
Me pasa y no hay manera de evitarlo o subsanarlo. He intentado esquivar los límites que suponen las calles mencionadas, yendo desde Dr. Esquerro hacia la avenida de Menéndez Pelayo. Pero nada. Sucede igualmente. Entreví la posibilidad de una trampa o una paradoja que venciera la filtración aventurándome (porque también cabía la posibilidad que el efecto se magnificara y me quedara allí plantado hasta que el ayuntamiento me removiese y me ubicara a saber dónde) en el cruce de Silvela y Príncipe de Vergara. Nuevamente, nada (el efecto subsitía entre Vergara y la avenida Camilo José Cela y la calle del Corazón de María, a esa altura). He probado incursiones más hacia el norte y el sur, y entre esas cordenadas, acaece invariablemente. El agüita de curare. El frío de letargo. La parálisis del despistado, como la llamo a veces (otras, para variar nada sobre lo mismo, del desmemoriado; y así hasta agotar rápidamente las combinaciones menos zonzas).
Se da a veces, también, un escape leve de agüita: dos o tres gotas. Una nadería. Pero que genera esas situaciones en que uno, en plena vereda, de pronto no sabe por qué lado del peatón que viene de frente pasar, y amaga a uno y otro lado sin decidirse. Evidentemente, no es que no sepa (ni que tenga que decidirse), lo que sucede, realmente, es que la sustancia actúa tenue y brevemente, hasta disolverse, y atonta el sentido de la dirección, a la vez que provoca pequeñas contracciones que lo llevan a uno de un lado a otro como un mal jugador de fútbol elaborando una finta que no va a acontecer. Ya se ve, una tontería con cierto aire de comicidad.
Pero cuando se filtra toda… Eso ya es otro cantar.
Estaba pensando que acaso nadie se olvide nada en casa, ni pifie el camino o el destino; sino que todos padecen ese transvase de un líquido que, presumo, se aloja en alguna glándula esquiva (a las tomografías y esas zarandajas) ubicada en el cerebro. Y que algún mecanismo interno hace que la pesona afectada crea en olvidos. Y que en mi caso, pues, la parte del cerebro encargada de poner en marcha tal ingenieria, no funciona. Creo, por otra parte, que hay otras regiones cerebrales que no están muy finas. Pero eso es otra cosa.
Como sea, cada cual tendrá unas coordenadas propias para la acción glandular. En la ciudad donde reside. O aquella a la que se traslade de manera más o menos prolongada – digamos, a partir de un lapso de los tres meses en adelante: tiempo suficiente para que la glándula (que debe tener una suerte de magnetita) se ubique, y calibre la zona de actuación más propicia en la nueva localización.
Mire un poco en la calle. Los (nos) verá. Quietos, como si el tiempo en el que iban se hubiese caído en la alcantarilla o donde fuere, y sólo les quedara el espacio. Como extraviados: cual si hubieran sido depositados en la vida en ese preciso momento y no comprendieran las reglas de juego. Mire un poco. Los empezará a ver más a menudo. Humanos hurtados de su humanidad por un breve instante: cosificados. Plantados como cualquier mobiliario urbano, como un poste, una señal inútil. Claro, que mirar mucho termina por descubrirle a uno algunas cosas que preferiría haber seguido desconociendo.
Igualmente, vale la pena. El balance, en mi caso, hasta ahora, es positivo: he descubierto que en Madrid hay otra ciudad. No debajo, ni detrás de portales. No; en la misma ciudad. Hay una suerte de velo delgado que separa a una de la otra: que son y no son la misma. Mire. Las calles. La gente. Los edificios. Mire esa minúscula región entre el cordón de la vereda y la calle. De allí surgen los hilos que disimulan los errores que hay en la divisoria entre un Madrid y el otro. Más de una vez he concebido la idea de que quizás, del otro lado que hay en este mismo lado, el agüita no. Pero las similitudes que he entrevisto y las que he conjeturado, hacen ridícula una mudanza: cambiar de ciudad para continuar en la misma; cambiar para continuar igual. De todas maneras, sigo Observando: si existe un Madrid superpuesto, tal vez haya más. Y en alguno de ellos, el agüita no tenga efecto.
© Marcelo Wio
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