Abyección

¿Te conté alguna vez de los trozos de vida que encontré en la habitación del fondo de la casona de Villa Ribot? ¿De las desesperaciones que tenían incrustadas – como trozos de vidrio de un descuido de verano o esquirlas de una desbandada?

Entre los muebles cubiertos con sábanas y frazadas viejas, ahí estaban. Sobre el piso de madera llena de quejidos y delaciones. Disimulados con el polvo amansado en sedimentos sin solución de continuidad: monótona y corriente geología. El ambiente moteado por la luz que atravesaba obediente las perforaciones exactas de la persiana. Allí, decían, el abuelo Gregorio había violentado – aún seguían utilizando ese término – el consentimiento de la tía Zoila. Y por eso, decían, se había clausurado ese cuarto, como si así se anulara el hecho que, por otra parte, inauguró – según los mismos que procedieron a aquella censura insuficiente – una desgracia que aún sigue demorando su desenlace pero que insufla su amenaza en cada acto ante la sospecha de que sea el que finalmente desencadene ese augurio indefectible. Quizás ahí mismo radique el mecanismo de la anunciada adversidad, en ese anuncio, ese temor: así, en realidad, estaría siempre sucediendo, metódica, desde aquella tarde de julio. Alguna vez pronuncie esta opinión, pero la desestimaron como banal: esperan una suerte de hecatombe a la altura de la historia que le suponen a la familia – historia que, por otra parte, consistente apenas en un par de mitologías y un puñado de anécdotas vinculadas indolentemente – algo así como un remiendo apurado a una prenda de andar por casa que, por esas cosas de la vida, uno se vio luciendo en público sin saber muy bien cómo.

Había entrado alguna otra vez. O casi. Siempre una amonestación adulta había frenado la indecisa valentía infantil que siempre está esperando esa rienda verbal que le salve la dignidad o eso que uno anda formando como puede – un poco de intuición, mucho de emulación, trozos de la literatura que uno visita. La vez que finalmente entré, abrí la puerta sin darme cuenta. Como si más allá de la conciencia hubiese crecido una deuda; su obligación: había que entrar para completar un pasaje, un ritual inacabado. Si había una voz detrás, esta vez no dijo. Por otra parte, quién podía decirle una prohibición anacrónica al joven que ya era. Así pues, no sé qué esperaba encontrar. Porque una vez que vi lo que allí había, las expectativas dormidas que pudiese haber tenido se vieron manchadas irrevocablemente de presente – que es como decir de desilusión. Quise adivinar la exactitud de aquella tarde en que el abuelo, dicen, entró a la habitación donde Zoila – que apenas debía tener dieciséis años – dormía la siesta o se refugiaba del tedio de esos domingos largos y repetidos en la casona (una suerte de recreación semanal de un pretérito almuerzo familiar; reproducción de reputación para consumo interno; es decir, de mezquindades y bajezas pretendidamente educadas, escasamente astutas, mayormente triviales). Pero la disposición de los muebles, el debilitamiento de las formas por las sábanas y el encierro, no coadyuvaban a imaginar esa brutalidad indudable. Acaso, algún escrúpulo también impedía esa reconstrucción – por lo demás, no exenta de morbosidad. Allí adentro no había indicios de aquella monstruosidad – porque Zoila era nieta del abuelo Gregario; no sé por qué se la llamó siempre “tía” – que la familia acallaba a la vez que violaba esa supresión con notorias murmuraciones que terminaban por llamar más elocuentemente la atención sobre el pavoroso hecho. Había esos otros trozos de una vida que, me fui dando cuenta, no casaba con ninguno de los miembros de la familia: ninguno había sido aquellas porciones abandonadas precisamente allí. ¿O acaso alguien las había puesto tiempo después en esa habitación? Quizás, pensé, a raíz de ese interrogante, los pedazos pertenezcan a varias existencias y hayan sido depositados allí muy a propósito con el objeto de confundir al eventual intruso. creando una capa incierta de memorias que se confunden, se contagian, unas a otras, hasta el punto de negar la historia de esa habitación.

¿Te conté que había un espejo menoscabado por el polvo? ¿Que me observe en él con una atención exacerbante? ¿Que vi un hombre envejecido: uno que había sido, no que era o sería? Si te lo conté, te debo haber dicho que esa imagen (que, a fuerza de mirarla, había perdido su sentido), sin mudar el gesto, sacó una voz que le procuré del breve catálogo de imposturas o asombros que poseo: Otra vez aquí. Qué buscas. Memorar tu infamia. Cuajar un olvido sin imperfecciones. ¿Has dejado cubrir las huellas que dejaste la última vez para hacer de cuenta que volvías por primera vez? Qué haces aquí otra vez. Ve, mira como haces siempre en el rincón aquel, donde cayó su sangre. Venga, ve, deja ya los remilgos, si siempre terminas dirigiéndote allí y tocando la mancha ennegrecida. ¿Ahí, recuerdas? Carola lloraba sin sonido y te pedía bajito que no, como si hasta en esa situación cuidara de tu honra o esa cosa que mostrabas en público. Ahora empiezas a recordar, lo veo en tu rostro: no en un arrepentimiento o una vergüenza, sino, antes bien, un orgullo siniestro.

Zoila.

Carola. Suplantas nombres, rostros y fechas. Suplantas, pero no puede borrar del todo ese residuo de verdad.

Esto no te lo dije, claro. De hecho, no te dije nada. Nada de lo que te digo para mis adentros como en un ensayo de confesión o de olvido: ya no sé si recuerdo algo que oí en la casona, algo que vi o entreví – testigo incierto – o algo que perpetré. A veces, incluso no sé si recuerdo o fantaseo. Como sea, nada de todo esto te he dicho. Ni te he mencionado esa casona lúgubre y esa familia tan vuelta sobre sí misma que los parentescos bien podían haberse superpuesto: donde cada título nombra varias veces ineficazmente lo que es imposible comprender.

No te lo dije. Y no te lo diré. Aunque, sinceramente, es casi como si ya lo hubiera hecho, de tantas veces que te lo he referido en silencio.

© Marcelo Wio

Sé el primero en comentar

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.


*


Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.