Odio los saludos. O, mejor dicho, el contacto que implican. Odio el contacto, vamos.
Me repatea la necesidad o la pulsión atávica a tocarnos (mediante contacto de manos, o palmadas en el hombro o espalda o lo que sea) o de olernos (esa es, en definitiva, la función que disimula la antihigiénica costumbre de besar efectiva o figuradamente – en este último caso, se trata de acercamientos aún más hipócritas, casi despectivos).
Como animales que carecen del concurso del lenguaje y la inteligencia capaz de interpretar gestos y posturas, nos prestamos a lo que terminamos por considerar educados rituales (inanes, en el mejor de los casos), cotesías; al bárbaro apretón de aquel que preserva en su cableado neuronal unas conexiones propias del ser cavernario, prelingüístico, y que, con altanera notación griega, pretende sobreponerse a una insuficiencia (real o imaginada) que lo abochorna.
En este apartado entra también el contacto que ejecutan algunos al hablar, como si la transmisión del mensaje se realizara por roce – o precisara de este para llevar a cabo una comunicación más eficaz (lo que sugiere una cierta inhabilidad lingüística o un afán de imposición característico de las personalidades despóticas, tiranas). Entres estos, además, los hay que mientras hablan, y como si crearan así una fraternal, compinche, complicidad, le arrean a su interlocutor una andanada de codazos que bien podrían computar como como un inicio de hostilidades.
Dejar una contestacion