Tomo prestada tu muerte, Horacio. En Buenos Aires, dónde, si no; de madrugada. Y, a ti, Homero, una esquina antigua, una ventana y un terraplén.
Como un puente entre dos orillas que son la misma: el rostro y su reflejo, la palma y su envés. Horacio y Homero, Santa Fe y más allá y los silencios del que ni se tiene ni a sí mismo para escucharse el decir, el dudar.
Tomo prestado tu territorio: las arrugas de tus calles lunares, subterráneas y suburbanas donde los olvidos se niegan a consumarse en tapia y baldío sin identidad: un Vamos Boca, o un Viva Perón trasnochado, aguantando en una pintura de insistencia y carie.
Tomo prestadas las formas de irse de ciertas dignidades: la tuya, principalmente, Maga - ¿eras vos, a las cuatro y tantas por Ramón Carrillo? O más bien, las sigo, seducido, amarrado a la imagen de esa lacia negrura que perdió el nombre, pero no el vaivén delicado, ni la perseverante partida.
De vos, Enrique querido, tomo unas pocas primaveras que consienten dos o tres esperanzas de latón y brillo breve, como el de las promesas que suelen adherírseles. Ya sabes, “mil tangos”, para batallar el frío y el hastiado viento de otras bocas, de otros besos.
Permítanme la irreverencia – esta pura palabrita agonizante -, para cruzar de un día a otro sin mojarme demasiado con esas horas que caen, todas iguales, de punta; que los use como un sobretodo enarbolado a la manera de un toldo, entre la esquina y el portal, entre un amor y el siguiente. Mañana, ya desllovido, reintegraré los trozos requisados.
Dejar una contestacion