Nos saludamos con histriónico afecto, nos deseamos ya no los buenos días, sino los mejores;
o fabulosos viajes y noches y lo que toque en ese pasillo de paredes de un blanco minuciosamente apagado, moqueta gris con abstractos motivos borravino y altas ventanas espaciadas, que dan a un cielo siempre blancuzco, sucio, que parece apagarse día a día.
Ella o él, siempre viniendo de frente, siempre desde el otro lejano extremo,
para forzar a generar esa sonrisa estricta con desesperante antelación, mientras avanzamos, uno hacia el otro; los labios temblando por la esforzada burocracia gestual, preparando una frase que no necesita más trabajo que el que implica la simulación de un ánimo, de una sinceridad sucinta.
Puedo sentir, cuando, luego de vigorizar más la sonrisa y enunciar el parlamento de turno, cada cual prosigue su camino, un intenso calor en la cara y el cuero cabelludo, como de vergüenza, agitación o entusiasmo – no logro identificar la emoción responsable. Me digo entonces
de la inutilidad de todo aquello, aunque sin poder evitar ese innecesario y sublime fingimiento sin más fin que crear una transitoria e innecesaria atmósfera de absoluta incomodidad e inadecuación.
Y así, cada vez más seguido acudo a aquel pasillo, a la caza de esas embarazosas soledades que nos obligan a articular una voz, una mueca, un exagerado despliegue de amabilidad – precisamente es esta ejecución desmesurada, hiperbólica, la que hace que todo el asunto sea una tan atractiva grotesca representación de cortesías. Estoy atento a los sonidos,
a los perfumes que permiten conjeturar una aparición puntual al otro lado del pasillo. Casi he llegado a reconocer a las personas por sus aromas, sus sonidos particulares – un quejido involuntario, el chasquido de la saliva o de los dedos.
Ahora, por ejemplo, sé, con un noventa y nueve por ciento de probabilidad, que se acerca Aberlardo. No me interesa en lo más mínimo practicar este arte con él: no sonríe, no habla – apenas un rumor que parece usar como sonar primitivo o un idioma rudimentario;
no participa: simula el simulacro: cancela todo el asunto.
Sigo esperando. Sobre todo a ella. Pero con ella ya no se trata de este esparcimiento. O sí; y más que con ninguno: excusa pueril para ocultar las palabras que no me atrevo. Viene Luis, allí voy. Ya puedo sentir el subidón endócrino. La comisura contraída.
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