Hallado

La vio antes de que ella supiera a dónde se dirigía. La playa ancha y larga de pedruscos pulidos delata hasta el tiempo. Como para no hacerlo: esa desolación de viento, frío y aridez, donde el sol es un engaño involuntario; y el mar, un espejismo erizado. No son pocos los que llegan allí movidos por la estafa de la estampa de una postal o de un documental para el que se grabaron los dos o tres días en los que el zumbido omnipresente dio una tregua. Dicen los lugareños que ese viento arranca almas: “aquí estamos todos muertos o como fenecidos, en un limbo accesorio, por eso nos acostumbramos a este sitio, a casi todo.

Se acercó a la casucha que estaba sobre una duna, rodeada de un pastizal amarillento. El hombre que la observaba estaba de pie bajo el techo que sombreaba la puerta de entrada. La mujer llevaba el gesto que a todos los forasteros terminan por imponérseles: impotencia, frustración, desesperación, arrepentimiento y bronca. Como espantando el humo de una fogata, así llegó, infructuosamente haciendo como que se abría paso, luchaba contra el vendaval que allí se materializa en finas partículas que vaya uno a saber dónde recoge y tritura en su camino hacia es lugar.

¿Usted es Ernesto Andújar? – preguntó con la voz seca, vaciada de preámbulos cívicos.

Soy. ¿Quién pregunta? – respondió el hombre, la mirada apenas visible detrás de los pliegues de duras arrugas, amarronadas de sol, sal y aire.

Liliana Doménech. ¿Tiene un vasito con agua? – el parpadeo como de últimos manotazos de quien ya se ha dado por vencido, buscando algún resto de humedad.

Bebió de un tirón. El hombre le sirvió más y volvió a abismar el líquido como si por dentro el cuerpo se le hubiese secado y ya no supiera retener el líquido.

Me dieron sus referencias en Sausalito – y señaló con un gesto una dirección vaga. Me dijeron que usted sabe cómo encontrar aquello y a aquellos que no quiere ser hallados.

La gente exagera. Encuentro, sí, cuando me interesa el asunto, y según los motivos del que ande buscando. Así que localizo a los que quieren ser hallados, aunque aún no lo sepan. A los que no lo quieren, a esos no los encuentra ni su pasado: son ya otros que no sabría identificar con las señas que evidentemente ya no son las suyas.

¿Cómo sabe cuál es el caso?

Usted me cuenta a quién busca, por qué, o para qué – que en este caso vienen a ser prácticamente lo mismo -, y yo estimo si sus razones me inclinan o no a realizar indagaciones iniciales. Si es así, le haré preguntas adicionales pertinentes para iniciar esas pesquisas primeras. Y, si estas me sugieren que el sujeto en cuestión tiene una, digamos, predisposición a ser hallado, entonces lo busco activamente. Lo encuentro.

Muy bien… Busco a un hombre. Era. A efectos legales, es mi marido. Veintitrés años atrás nos despedimos en la cocina de nuestro departamento de la calle Coronel Vihuela al 367. Como siempre. Un adiós diario. Yo estaba sentada a la mesa pequeña que estaba contra la pared tomando mate. En desabillé. Él había estado tomando su café con leche como lo hacía habitualmente, entre idas y venidas mientras terminaba de vestirse. Nunca acertaba el nudo de la corbata a la primera. Me dio un beso en la cabeza y me dijo: “Voy a tratar de llegar temprano”. Lo decía siempre, creyendo en esa posibilidad. Después, el “chau Lili” desde la puerta justo antes de cerrarla. Y nunca más lo vi. Llevábamos casi nueve años de casados. Faltaban dos meses y unos días para el aniversario.

Averigüé, claro. Ese día – era lunes – no había ido al trabajo. El viernes de la semana anterior, tampoco. Se había pedido un par de días de vacaciones. Ninguno de sus compañeros de trabajo de la aseguradora, ni sus amigos, me supo decir nada. Al principio estaba seguro de que lo encubrían. Pero enseguida supe ver las señales inconfundibles de la sorpresa, del genuino desconocimiento. La policía aceptó inicialmente la denuncia por desaparición, pero rápidamente cerró el caso. “Señora – me envejecieron -, todo indica que se marchó por su voluntad, y no habiendo delito ni teniendo el sujeto (delicadeza de no llamarlo marido) antecedentes, no podemos hacer nada más”. Palabra más o menos, eso me dijeron.

Terminé por aceptarlo. No, por resignarme. Tampoco. No sé, por acatar al tiempo, que hace con una un poco lo que quiere: no acostumbra, sólo que la va descolocando a una, ubicándola en otro lado. Qué sé yo. La ausencia es, después de todo, una consecuencia, un también un antecedente, de cualquier presencia. Otras personas, otras cosas vienen a convertirse justamente en presencia. Pero lo que nunca pude aquietar en mi interior fue el constante, aunque tantas veces inconsciente, naturalizado, interrogante: por qué. Pero sobre todo, por qué así: con esa cobarde y premeditada mímica de la rutina, con ese sigilo hecho de eso que terminamos por llamar normalidad con el que envolvió… ¿Durante cuánto tiempo? ¿Desde el vamos? ¿Desde esa noche en baile en el Club Social Agrimensores de la Patria?

Se llama. O llamaba. Andrés. Andrés Collado. O eso me dijo. Les dijo a todos en aquel entonces. Porque ahora se llama Ernesto Andújar… – Lo miró a ese resto de ojos que permitían las arrugas.

¿Usted cree, señor Andújar, que Andrés anda queriendo ser encontrado?

No me conteste. No me importa. Este lugar inverosímil, esas manos, ese rostro curtido por la soledad – que usted, y los de por aquí, llaman convenientemente viento – me ha revelado algo más importante.

Liliana se giró y se alejó de la caseta, ingresando en ese paisaje aplastado. El hombre la vio marcharse casi pisando el rastro imposible de discernir de sus huellas, en ese pedregal que se inventaba pisadas que nunca habían sido, como si deshiciera el momento.

© Marcelo Wio

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