
No es nada. No me mires así, Claudio, con ese rictus casi de duelo, de adiós o lástima. Por favor, amigo mío, si te digo que no es nada, es que no lo es. Un dolorcito sin más. Como si me hubieran pellizcado. Ni eso, que hay cada uno que cuando pellizca, retuerce la piel tal como si te quisiera sacar un pedazo de tegumento, como si se cobrase una venganza antigua y tonta. Gajes del oficio, que le dicen, caro amigo. De hecho, ya casi como si nada hubiese esgrimido su existencia material contra esta parte de la mía que miras como si no fuese más, como si, aun siendo, hubiese perdido dramáticamente su identidad.
Oh, Ricardo, guarda tú también ese espanto para otras horas que lo justifiquen. Y tú, Abelardo, toma mi mano, la guiaré hasta esta pierna que observáis muy a pensar de vuestra voluntad que os suplica que apartéis la vista. Se te hará evidente que las humedades que la empañan son las propias del esfuerzo que requiere esta masculina y fraternal práctica que compartimos: sudores congruentes con la mecánica interna, partículas de la saturación de líquidos en el ambiente, la lacia permanencia del riego del césped. Oh, Marcos, no aventures coloraciones, que tu vista puede estar confundida por los aspavientos de los siempre sensibles delanteros, poco habituados a las batallas del medio campo y las cicatrices consecuentes de sus lances. El color es la mezcla de la clorofila exacerbada del césped bien conservado por hábiles cancheros, la cal que delimita la jurisdicción de las reglas, de la fe en la trascendencia de nuestro brío, los tintes de los papelitos arrojados por la hinchada… Incluso, estimado Marcos, acaso un daltonismo nunca diagnosticado. Toma mi mano tú también, siente su pulso firme. Tú también, Augusto, no miento lo que estoy seguro de no tener: entereza. No sé escenificar imposturas. ¿Lo sentís, amigos míos? Esa estabilidad no es fingida. ¿Qué significan esas miradas? Marco, déjame mirarte los ojos, no me los niegues. Augusto, no te marches; vuelve y permíteme que indague en tu mirada lo que tu congoja – ¿o es sollozo? – censurará seguramente en tu voz. Ricardo, dime algo. Toma mi mano y desmiente a esos dos enclenques. Ven. Gracias, Ricardo. ¿Por qué me apartas la mano como asqueado? Ricardo, tú eres correligionario del medio campo, adlátere de mil aprietos, de otros tantos laureles, ahora más que nunca, arrima tu palabra para decirme el significado del consenso de los gestos, el consorcio de aprensiones. Y, oh, ¡del silencio de las tribunas! ¿O se ha ido el público? Incorpora mi cabeza levemente para que pueda observar. Gracias, Ricardo, hermano mío. ¿Qué callan ambas parcialidades? Dímelo de una vez, Ricardo.
***
Apenas le irguió el tronco algo más.
Tonio pudo ver con la claridad menguante de sus ojos: de la pierna derecha le quedaba apenas un trozo de unos 23 centímetros de húmero – su extremidad astillada – y rastros de los músculos, como hilachas de un extraño organismo que parecía afanarse por aspirar del charco de un rojo negruzco del que, a su vez, el cuerpo parecía luchar por terminar de emerger. No alcanzó a decir nada. Le mirada ascendió y se confundió con el cielo blanquecino.
Ricardo posó su cabeza sobre el césped y fue al abrazo espantando de los suyos y de los rivales. Las hinchadas salían en silencio, las banderas abandonadas y mezcladas en las gradas en un color sin identidad. Alguien se acordó de apagar la iluminación. Allí sólo quedaron Tonio y el 6 rival, Lucio, de rodillas ante el horror de su ímpetu – en su botín derecho, restos de hueso, músculo, césped, tela del pantalón -; ante el imposible sosiego de su arrepentimiento, de la culpa que le subía como una ardiente regurgitación, como un ruido hecho de una suma infinita de mutismos.
***
No ha vuelto a jugarse partido de balompié alguno en ese estadio. Nadie ha intentado siquiera años después ingresar para ver si la escena, disminuida por el tiempo y sus cómplices, continuaba apenas violentada por las hierbas impetuosas. Al principio, quizás, porque se lo estimó maldito al lugar aquel. Mas, hace ya mucho que se lo considera sagrado; y como tal, cualquier violación del predio, del misterio que la memoria, siempre corroída por sus depositarios, ha terminado por construir alrededor de esa falta – sí, brutal, pero no por ello, menos contingente – en la mitad de un campo de juego: ese sitio en el que el público y los adversarios ejecutaban, ignorantes, una ceremonia urdida mucho antes de hubieran siquiera aprendido los rudimentos de un lenguaje, de una asociación que fuese más que una jauría gutural.
© Marcelo Wio
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