XXVII (Una noche larga)

Jalil, tumbado boca arriba en el siofá, Mascaró sobre su vientre, observaba el aire estancado, leyéndolo como a una borra de quietud de humo cigarrillo – uno tras otro, toda la tarde, leyendo y, sobre todo, escarbando voluntades y determinaciones -. Parecía, ese humo, esa estratósfera, un cielo chico. El instante previo a agregarse un universo. El clic inmediatamente anterior del gran bang. Cirros estirados que apenas se movían – auunque todo es movimiento, a pesar de que nuestra percepción diga lo contrario, se dijo Jalil; pero no esta vez, que todo es quietud sin peso -, a veces azulados, otras gris claro, según la luz y la apertura palpebral de Jalil, que le daba vueltas y más vueltas al tema de su hijo (y no sólo le daba vueltas por sus párpados, sino, y sobre todo, por su cabeza, donde ejercía la remoción que lo distraía de la lectura, al punto que termión por dejar el libro sobre su vientre). ¿Irrumpir sin más en una vida ajena, cambiando planes, mentiras, verdades, disposiciones? Y no sólo los ajenos, sino los propios estandartes se verían obsoletos, ridículos, como los restos de un ejército menguado, parodia de sí marchando en una colina yerma.
El portero eléctrico sonó con su ruido de chicharra acatarrada. Jalil se levantó con desidia. June. Subí. El ruido del ascensor (siempre que subía en él se preguntaba cuándo lo habrían revisado por última vez, cuántos años tenía y todas las preguntas que ponían en duda la seguridad del artefacto y la continuación de ella misma, June bellísima).
Saludos extraviados en el protocolo de hacer pasar a June y las disculpas por el estancamiento del aire, el desorden generalizado y ya enraizado en el salón.
– ¿Qué hacés acá? – preguntó Jalil, sorprendido, algo molesto por la interrupción de su dolce far niente.
– Cumplo órdenes – sonrió June, como si comenzara a arrepentirse de estar allí, enmarcada como un cuadro extraño en la puerta de Jalil.
Jalil la hizo pasar al territorio de sus cavilaciones.
– ¿Qué órdenes son esas, obediente señora?
– Unas que tienen que ver con vos. Con vos y conmigo, y que fueron dictadas por Alden, aunque no de manera explícita.
– Sabrás que yo no soy muy de acatar mandatos, sobre todo si son de facto y, encima, tan poco claros – dijo Jalil, sabiendo que había que recular, evitar lo que fuera que se estaba tejiendo sin su conocimiento.
– ¿Eso es una negativa? – preguntó June.
– No sé a qué me tengo que negar; y para serte sincero, en todo caso prefiero hacer de cuenta que se trata de un despiste tuyo. Es la mejor manera que encuentro de formular una negativa, como decís.
Se acordó que una vez Alden le había dicho: Temo que te acerques a June, sobre todo ahora que está como buscando una cierta caridad afectuosa; un algo que me excluye. A lo que él le había respondido que no se dedicaba a la filantropía sexual; y menos que menos a oficiar de tercero en discordia, se trate de amigos o no. No tengo vocación de sorete, se había ofendido un poco, o fingido estarlo.
También se acordó de pensar en ese momento que todo tenía que ver con un inútil y mentido impulso de deseo, una falsificación a veces sutil, y siempre engañosa, del amor, de la sensibilidad más íntima, más transparente – como, sin ir más lejos, la mirada de un anciano en un parque mientras observa un partido de bochas -. Que todo era una danza demasiado estudiada y ensayada para ser creíble. Y ahí June, parada en medio del quilombo al que había sido transportada por ese mismo impulso incógnito. O, más bien, por la pulsión de no decidir, o de creer que nada de lo que hacía era una decisión suya sino una orden que la eximía de toda responsabilidad respecto de las consecuencias.
Y ahí el silencio incómodo que desplazaba al aire anterior.
– No le digas a Alden que estuve acá – le pidió June.
– No pensaba hacerlo. Pero, igualmente, ¿no era él el que te enviaba? – Jali dijo “enviaba” justo después de pensar “entregaba” y descartarlo prudentemente. Pensó que probablemente Epstein diría que su actitud no era producto ni de la prudencia ni del respecto, sino de la cobardía, que cómo iba a hacerle un feo (en realidad, hubiese dicho “a nadie se le puede negar un vaso de agua”) así a una inglesa que está muy pero que muy bien; que al fin de cuentas, obediente o no, estaba ahí, nadie le había puesto una pistola en la cabeza; así que algo de interés habría. Que nadie obedece lo que no hubiese decidido obedecer de antemano, o algo así, porque a esa altura, a Epstein ya habría dejado de importarle el asunto y estaría buscando algo con qué asombrarse un rato.
– Sí, pero a veces él ordena sin saberlo. Aunque, para ser sincera, estoy siendo algo injusta con él; no ordena, simplemente hace algo que a mí me empuja a sentirme obligada con él, con ese momento suyo. Sugiere. Solicita. Algo de eso hay.
Jalil se quedó en silencio, midiendo las palabras (dos metros veintidós centímetros; y no supo de dónde le vino esa cifra a la cabeza) que June acababa de decir, tratando de encontrarles algún sentido, deseando que se fuera para poder poner de vuelta el disco de Tárrega y volver a Mascaró. Incluso en esa situación, de pie, en la puerta, reticente a irse, a dejar de cumplir algo que quizás era más una intuición suya, una mera debilidad, June parecía poseer un innato sentido del tacto y el decoro: aquella proposición, que no había llegado a hacerse (del todo), había sido ejecutada como si en realidad le hubiese estado pidiendo una tacita de azúcar a Jalil.
– Tal vez lo hice un poco como una distracción a mi rutina de añorar – dijo June.
– De añorar qué.
– Todo lo que dejé en Inglaterra: mi familia, principalmente, y las posibilidades que, en perspectiva, tenía o creía tener (o creo haber tenido), o que creo tener aún allí, es todo un lío…
– Acá tenés otras posibilidades. Es más, lo que sobra son posibilidades (buenas o malas, eso ya es otro cantar). Al menos en mi caso, siempre falta valor y suerte; a veces, coherencia.
– Cada uno tiene sus opciones en un lugar distinto. Cuestión de ordenamientos. Si no, sería un tumulto de manos y brazos y ése de allí es mi destino, y no muy señor mío, es mío, y ahí nomás un lío de tortazos que beneficia a un tercero que siempre está al acecho de las sobras y de los descuidos.
Cuando las puertas del ascensor se cerraban, Jalil llegó a la conclusión de que June tenía una solvencia espiritual que estaba por encima de toda calumnia o duda posible; por encima, incluso, de sí misma (no pudo evitar arrepentirse un instante – fue apenas como un ramalazo, un escalofrío -, el haberla rechazado; aunque ella, seguramente, había ido porque la negativa de Jalil ya figuraba en sus planes). Era una de esas mujeres que, él suponía, hacía que todo siguiera su curso, que todo tuviera un sentido.

 

 

© Marcelo Wio

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