Una mirada remota

Tenía una mirada remota; como si perteneciera a otro rosto o, a lo sumo, a otra época. Contemplaba como si aquello que concitaba su atención ya hubiera sucedido; es decir, como si recordara o, incluso, acaso como si imaginara con un descreído afán de desencadenamiento, de provocación del suceso. Casi una forma de decir que no observaba, que se le había agotado la capacidad o la voluntad de enfocar, o de acostumbrarse a la luz; que todo le resultaba, si no una iteración, sí cuanto menos, versiones mediocres de unos exiguos originales ya muy vistos. Tenía, pues, algo de pena en los ojos. O quizás era cansancio.

Con ese rasgo, que casi era una ausencia de particularidad, de emoción, observó al conjunto de hombres frente a él. En su mirada, todos igualados – en el caso de ese rejunte, el rasero era una sumisión que no habían tenido que aprender. Los había elegido de entre un conjunto mayor de similitudes porque le había parecido que eran los menos brutales – pero igualmente resignados para acatar un papel que terminarían por creer y hacer suyo. Quizás, pensó, como él mismo cumple, mal que bien, con el destino propio, salvo algunas desviaciones que se permite.

Escuchó con un lánguido respeto – o algo que se parecía mucho a una deferencia; probablemente era cansancio, o la costumbre de callar y escuchar mejor que el que está al lado – ese montón de hombres sus palabras breves y precisas. Se permitió algún vocablo soez. Siempre lo hacía. Estaba convencido que generaba una proximidad con los hombres; que hacía más fácilmente acatables sus órdenes que siempre anunciaba con el tono que se le imprime al consejo o, incluso, a la confesión de una debilidad.

Eran esas pequeñas astucias que había ido elaborando con el tiempo, y que no sabía a ciencia cierta si funcionaban o no – nunca había interrogado en tal sentido a los hombres que había comandado; ello hubiese ido en detrimento de sus esfuerzos. En fin, esos ardides con los que pretendía mostrarse como uno más. Uno más, sí, pero del que todos pensaran que es único, singular, irremplazable. Uno más que sea para los demás un desdibujado orgullo: esas querencias que los hombres no se atreven a confesare ni a sí mismos.

Quizás había funcionado porque todo aquello nunca pasó del simulacro de las maniobras de combate, de un nerviosismo casi artificial de frontera, de inminencia. O quizás entonces sólo había sido más fácil engañarse a sí mismo sobre la efectividad de sus métodos. Quién sabe, a toro pasado todos somos Manolete, y a todo se le clava uno unas banderillas o unas conclusiones lo más divinamente, y lo que uno cree estar haciendo, no lo está haciendo uno ni siquiera a medias o mal.

Si el ejército enemigo no hubiese atacado, tan en contra de toda lógica militar, la colina que defendía su regimiento, nuca se habría puesto a prueba su método de mando. Ya tal vez dudando del mismo, o porque un viejo manual de un tratadista chino que había leído hacía tiempo, lo recomendaba, había elegido los hombres que dirigiría al frente de entre un conjunto mayor de similitudes porque le había parecido que eran los menos brutales o, al menos, los más disciplinado – si tal cosa podía decirse de cualquiera de esos hombres. Siempre había pensado que un ejército digno no podía estar formado por tales cuadros. Hombres que llegaban como castigo o como último recurso de supervivencia (otro tipo de castigo, según se mire). De qué honor podían imbuirse unas almas entregadas a la menesterosa preocupación del presente.

Se lo había comentado al general alguna noche, mientras bebían un whisky malo y fumaban unos cigarros aún peores, pero que, a fuerza de repetición, habían llegado a degustar como algo cercano al lujo, la exquisitez. Le había dicho que todos tenían las mismas tranquilas desesperaciones. Tranquilas hasta que dejaran de serlo. Y tranquilas sin el trámite de la moral. Son hombres mansos, le había dicho el general; son peligrosos entre ellos, pero saben quiénes mandan, quién es el patrón, el jefe. Tanta inacción me lo está entristeciendo. Sírvase un poco más de whisky. Y después vaya al pueblo y desfóguese con alguna chirusita.

Escuchó con un lánguido respeto – o algo que se parecía mucho a un desinterés poco disimulado – ese montón de hombres sus palabras breves y precisas. Se permitió más de un vocablo soez; creyó que la ocasión así lo requería: rebajarse para parecer aún más cercano a sus circunstancias. Acaso intuyó algo en el silencio con que escucharon sus órdenes y su arenga sin elocuencia. Quizás ese instante mínimo, que para cualquiera podía parecer igual a tantos anteriores en ese patio de maniobras de tierra endurecida, a él le vino a desmentir su método lacio, simplón.

Las últimas horas las pasó hablando con los hombres que capitanearía al día siguiente. En realidad, se parecía más a una oferta de canje de anécdotas biográficas, como si aquello fuese un patio de colegio y se estuviesen intercambiando figuritas de toreros o futbolistas o lo que tocara; a intentar postergar el mañana a base de decires. Porque el mañana no es, sino, la esperanza de una breve eternidad, de una persistencia (de ahí tantas veces, el desprestigio del ahora en esa infame exaltación de la unicidad de su realidad: eso que, precisamente, hacía ese montón de miedos) … Qué esperanza podía haber en ese día que los aguardaba.

Temprano a los olivares… ¿O era a las trincheras – siempre la réplica de los laberintos humanos? La escarcha aún tiesa. La resaca de las palabras pronunciadas – ¿o de las calladas? -, durante la noche. Caminan dentro de una neblina como de velo de novia – ¿o de vergüenza de viuda? El camino encharcado. Parece que el agua hubiese caído de los árboles desnudos y fríos – primero las hojas, luego el líquido. Todo entrega. Qué ideas eran esas que le venían tan de pronto, y que nunca había tenido.

Llevaba la mirada remota. Mirada que se parecía a la de resignarse – ¿a qué?; ¿a las derrotas presentidas?, ¿a los fútiles simulacros de actividad, laboriosidad?, ¿a lo irremediablemente perentorio? Llevaba la mirada de llevarse a sí mismo a pesar de sí mismo, o de eso que habría creído (querido) ser. Avanzaba junto al resto por esa tierra que ya no era sino del destino – gran palabra para ocultar la ofrenda rutinaria de vidas a unos provechos que siempre caen lejos del árbol que se varea – hasta el entramado de fatuos parapetos, de zanjas mal trazadas. Hay un silencio que es peor que el estrépito de la contienda porque se parece a esas respiraciones profundas que anteceden a una vehemencia, a un arrebato.

Tenía la mirada remota, remotísima; como de ya no estar allí, como de haber llegado a otra circunstancia. Miró con esa mirada extrañada el caldo de hombres y barro, de miedos disimulados con vulgaridad carcajeada entre el humo denso de los cigarrillos bastos. Miró y remiró. Como buscando algo: un rostro en particular, una explicación o un consuelo. Observaba, para quien lo viera de afuera – es decir, para todos -, como inspeccionando, sopesando, deduciendo aptitudes para la batalla, calculando rendimientos, relevancias e intrascendencias: como quien mira un tablero y estima qué piezas pueden ser sacrificables y cuáles preservadas lo más posible. Esa mirada fue vieron o, mejor dicho, que interpretaron unánimemente los hombres a su alrededor. Pura coincidencia de elementos: temor de unos; orgullo del otro que disimulaba los arrebatos de horror con un rictus que componía una contracción de los párpados que le daba a los ojos, al rostro en general, la expresión de frialdad de quien convierte a los seres en elementos utilitarios y, por tanto, desechables según los cómputos apurados para determinar un desenlace ventajoso.

La noche implantó su oscuridad fría de pronto, como si alguien hubiese arrojado un baldazo de agua sucia desde la ventana incívica de un segundo piso. La mirada remota se contrajo a una inmediatez impertinente. Quizás por eso, y porque tenía algo que comunicar, comenzó a escribir una carta sin destinatario. Tan tenue la tinta de la pluma, que parecía no querer decir. Los soldados reían groserías que no eran otra cosa que temores inconfesados, pensó; la negrura emitía sus ruidos en sordina: advertencias del día o despedidas tempranas. Escribía sin pensar las frases breves, sin adjetivos. Acaso, caviló, era su forma de mentir sus miedos. Aunque, a esta altura, se decía, ya ni eso le quedaba: todo tan visto, tan vivido y revivido. No, ni esa manifestación de la esperanza, de intranquilidad por el bienestar, por el advenimiento de lo proyectado. El futuro se le había rejuntado con el presente – yodas esas horas juntas, como si quisieran componer día o instante medianamente memorable. Y el pasado, concluyó sin pena, se había desintegrado. ¿Había existido realmente algo como el pasado? ¿Era esa repetición de lo mismo su biografía? ¿Por qué pensaba en esos asuntos sin realidad justo ahora? Dejó la carta. La mirada brutalmente inmediata buscó un lugar donde tirarse a fingir que descansaba; a volver la mirada aún más próxima, íntima, inquisitiva. Qué importa, se dijo, si ya no hay respuestas – ni sinceras ni falaces.

Lo despertó el silencio de la tropa. Es decir, su ausencia. La trinchera sólo ocupada por el barro perenne – aún sin lluvias, persistía, ofensivo -, por fusiles como palillos arrojados de un codazo desde una barra de bar. Algunas casacas. El humo languideciente de una hoguera, cacharros para cocinar renegridos, abollados. Se incorporó sin prisas. Recorrió un buen trecho de las trincheras vacías. Quiso que le importara, pero no pudo. Tampoco intentó mucho. Oyó un mortero mañanero. El primero de tantos que arrojaban como quien coloca una apuesta sin mucha fe.

Pensaba, la mirada remota, sobre una colina al este, qué hacer, cuando sintió la punzada: un frío fino, desapasionado. Una bayoneta no puede ser, calculó; una navaja vulgar, más probablemente. Se giró, los pies difíciles por el barro espeso. Un muchacho joven, al que no reconoció, pero que llevaba el uniforme de los suyos, sus ojos, nublados de espanto y adrenalina, recién despiertos, recién enterados del abandono – empatándolo en esa deslealtad con él, nada menos; vinculándolos en esa traición.

La mirada más presente, sobre el muchacho – ¿qué tendrá?, estudió, ¿quince años, como mucho? Se hizo a un lado y con la cabeza, le indicó una dirección. El joven pasó a su lado casi de un salto y comenzó a andar apresuradamente hacia donde fuera que lo llevara esa tortuosidad de bolsas de arena, de burdas excavaciones. A los veinte o treinta metros se detuvo y se giró. Yo… comenzó a decir. Lo eximió de explicación o disculpa con un gesto que se pretendía benevolente pero que ya era de acatamiento. El otro volvió a su urgencia de retirada.

Antes de morir, o de terminar de morir, pensó que eso no podía estar sucediendo, que él se había imaginado tantas veces instalado en la vejez – último sucedáneo de uno mismo – tranquila, donde el contorno se le iría desdibujando hasta terminar confundiéndose con el entorno. Claro que había futuro, dijo en voz alta, o lo que fuera ese sonido sin fuelle; claro que había. Esto no le pertenecía… Quizás no, pero él le pertenecía, sin duda, a esa muerte, a ese lugar tan predispuesto al bochorno; es decir, al olvido.

Tenía una mirada remota; que podía pertenecer a cualquier rostro, a cualquier muerte. Vacía, como si todas las imágenes hubiesen huido. Ojos de no haber visto nunca. Y en el rostro, un desfallecido orgullo – que, por otra parte, ya en sus orígenes había sido endeble. Apenas una aglomeración de rasgos inexactos que eran un resumen trágico de humanidad. El uniforme de coronel tan ridículo, tan manchado de barro y sangre – tan indiferenciadas estas dos máculas apenas ultrajantes.

© Marcelo Wio

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