Una lectura de «El vino del estío»

 

 

“¡Estoy realmente vivo!, pensó. ¡Nunca lo supe, y si lo supe no recuerdo!”, descubre, de pronto, en medio de un bosque, el niño del Vino del Estío, la extraordinaria novela de Ray Bradbury. De pronto, en el verano de 1928, Douglas Spaulding ve el mundo; el entorno. Es decir, se ve por primera vez fuera de él. Y de la misma repentina manera, lo que parecía una obra sobre infancia, iniciaciones y pueblo chico y parsimonioso, se manifestó como algo distinto: una suerte de relato de la niñez de un continente, o, más bien, de la esperanza infantil de los hombres que pretenden crear un nuevo mundo, no como aquel del Viejo continente que traían consigo sus antepasados, enterrado en la memoria.

Pero ese verano que se cree que durará para siempre – y con él las ilusiones e inocencias de infancia -, trae consigo los elementos que cancelarán las permanencias y las ficciones: uno comienza a descubrir que es, que está en esa vida, en ese continente: uno se ve obligado a tomar conciencia mismo (de su historia, sus restricciones). Pero en cuanto lo hace, allí está la muerte y están los ancianos con sus memorias lejanas, increíbles, que parecen estar escindidas de ese presente tan nuevo, tan maleable, tan que mira hacia atrás sólo como quien mira un mero entretenimiento, una rareza.

El nuevo hombre, el niño americano se debate, pues, ante las evidencias de finitud que el verano le va presentando, muy a pesar suyo.

Pero, aún gobierna en él el impulso, el deber, de hacerse (de nuevo), de fundar una nueva civilización, un nuevo mundo por fuera, o al costado, del anterior – acaso, con otras reglas que permitan alargar el verano hasta que se parezca en algo a la eternidad -; como si ellos mismos crearan incluso la propia geología del continente, sus cimientos.

Y es que la quimérica promesa que se hicieron los hombres que llegaron y nacieron en esa tierras, de volver a empezar, acaso implicaba una ambición mayor: una legislación biológica nueva, conveniente (qué es, sino, ese recomenzar).

Descubrir, en este marco, es casi un acto de creación:

“El mundo se deslizó brillantemente por la superficie vidriosa de los ojos, como imágenes centelleantes en una esfera de cristal. Las flores eran de sol y encendidos puntos celestes, esparcidas por el bosque. Los pájaros aleteaban como piedras que golpeasen la superficie del vasto e invertido estanque del cielo. El aire pasaba con violencia entre los dientes, entrando como hielo, saliendo como llamas. Los insectos conmovían al aire con una claridad eléctrica. Diez mil cabellos crecieron un millonésimo de centímetro en la cabeza de Douglas”.

El mundo, visto de otra manera, forma parte de la propia fisiología. La obedece, incluso; como acata el mandato de un dios.

Y los dioses – son aquellos de entre los hombres nuevos que han logrado domesticar su entorno, predecirlo – de esta nueva creación están vivos, y habitan en Illinois, como antes habitaron otros olimpos igual de provisorios:

“Los hechos acerca de John Huff, de doce años, son simples y se enumeran pronto. Podía descubrir más rastros que cualquier indio choctaw o cherokee desde la iniciación de los tiempos, podía saltar del cielo como un chimpancé de una rama, podía zambullirse, nadar debajo del agua dos minutos, y salir a la superficie cincuenta metros más allá, río abajo. Si uno le tiraba una pelota de béisbol, la devolvía golpeando manzanos y echando abajo cosechas enteras. Podía saltar muros de huertas de dos metros de alto; subirse a un árbol y descender cargado de duraznos con más rapidez que cualquier otro de la pandilla. No era un matasiete. Era bueno. […] Conocía los nombres de todas las flores silvestres, y cuándo salía y se ponía la luna, y cuándo subían o bajaban las mareas. Era, en verdad, el único dios vivo en todo Green Town, Illinois, y del siglo veinte que conocía Douglas Spaulding”.

Y ante los dioses, claro, todo está por hacer: porque es posible engendrarlo, transformarlo, todo… Pero hasta los dioses caducan o desertan – u obedecen las circunstancias de los mayores.

Como el verano, ni más ni menos, que engaña con sus días largos como de tiempo amaestrado, que se arrastra sobre sí mismo para crear las capas de sedimento para las fundaciones y los sepulcros. Y mientras ejecuta el embuste, se dedica a socavar las certezas: trayendo, disimulada, la degradación de las cosas: ya todo floreció, apenas si se recoge aquello que requirió más o menos esfuerzo para ser. Y los seres deambulan por ese territorio como si fuese infinito, aunque se sabe, como lo sabe Douglas, (estoy vivo significa, a fin de cuentas, que “un día debo morir”) que todo prescribe. Que ese continente nuevo es tan viejo como toda placa tectónica a la deriva, de la misma manera en que el hombre nuevo está tan atado al flujo de las restricciones acatadas todos los hombre que fueron antes que él – así como está ligado a las viejas memorias que se creían (o se pretendían) ajenas, improbables, meros cuentos caniculares a la sombra de un porche o un salón con olor a muerte suave; y que son como una muesca hereditaria.

Esa pretensión de nacer aún después de haber nacido, de andar por la vida un poco zenonianamente contra el tiempo, colisiona invariablemente contra los equinoccios y los desgastes. Y, es que da igual las denominaciones que uno se invente, nuevo o viejo, continente u hombre; éstos tienen los elementos que tienen y la edad que tienen; que es lo mismo que decir que tienen la duración que tienen: un verano, apenas.

De nada sirve, pues, aferrarse a la estación, a la infancia, a la ilusión, y hacer de cuenta que el tiempo se detiene o al menos se retrasa: que nos obedece levemente. Pero, aún así, no podemos evitar hacerlo, como si las memorias que nos ofrecemos fuesen fieles testimonios de lo que fuimos.

“Las albas de junio, los mediodías de julio, las noches de agosto habían terminado, concluido, desapareciendo para siempre, pero quedándose allí, en el interior de su cabeza. Ahora, todo un otoño, un invierno blanco, una primavera fresca y verde para sacar las sumas y totales del verano pasado. Y si olvidaba, allí estaba el vino almacenado en el sótano, numerado de día en día. Iría allí a menudo, miraría el sol de frente hasta que no pudiera mirar más, y luego cerraría los ojos y estudiaría las manchas, las cicatrices que le bailarían en los párpados tibios. Y arreglaría una y otra vez todos los juegos y reflejos hasta que el dibujo se aclarara”.

Así se quedó dormido Douglas. Así, acaso, nos vamos durmiendo todos, tratando de aclarar las imágenes de nuestros vínculos con la vida, como si ese acto estirara nuestra horas.

 

© Marcelo Wio

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