Una ínfima historia regional del honor

 

Lo sabe. Siempre lo supo. Pero había tanto terreno por delante aún, que parecía que duraría para siempre ese avance. Pero ya es indefectible. La tierra es la que es. Y ahora el horizonte es una batalla inevitable. Se ven los estandartes ondeando impaciente, inconmovibles en la punta de las picas predispuestas. Se adivina el vapor saliendo de las narinas de los caballos: una niebla tenue que realza la luz insulsa del amanecer.

Detrás, otro ejército. Se ha detenido a unas cuantas leguas, advirtiendo territorio ajeno.

Guillaume de Troyens, al frente de su intacto ejército ordena frenar la marcha. La huida. Evitando aquella otra guerra largamente declarada, habiendo dejando intactas sus tierras y gentes al enemigo, ha venido a invadir inadvertidamente una región foránea.

Allí, detrás de aquellas tropas que venían siguiéndolos, los suyos y el lugar donde habían sido algo más que esta amilanada itinerancia que a duras penas habían logrado envolver, para sí, con un halo de solemne pacifismo o de hábil estrategia. Hasta ese instante en que esa voluntariosa pretensión se deshizo.

De pronto, ese ejército evasivo se encuentra ante la batalla impostergable, obligatoria. Tan sólo puede decidir cuál habrá de emprender: si la que viene rehuyendo desde hace meses y leguas, un combate de reconquista; o la que se le presenta novedosa, como un asalto de invasión. ¿Cuál le otorgará gloria o cuanto menos una memoria digna, honrosa?

La segunda, sin duda. Será fácil para los historiadores argumentar que las tropas que comandaba no huían, sino que avanzaban con ansia de conquista y, en tal afán, descuidó la retaguardia quedado su reino desamparado a la merced de sus enemigos que, efectivamente, no dudaron en asaltarlo.

En la mañana quieta del 15 de junio de 1723, se escuchó su voz verosímil, su impecable sable desenvainado señalando la dirección de acometida, y enseguida un clarín usurpando la tranquilidad en la que el rocío podía escucharse, y luego los músculos de las bestias y los hombres y el metal y el estruendo de los mosquetes y las aterradas voces de ferocidad que intentaban infundirse de ánimos y auras afortunadas. Avanzaron con determinada lasitud, como si posaran para una épica; meramente surgidos de la necesidad creativa, figurativa, antes que histórica, concreta; prólogo que es apenas la fragua de su derrota: los estandartes desteñidos, el ímpetu refrenado, los cuerpos cansados, las bravuras lacias, cual si fueran un motivo torpemente plagiado.

Avanzó, pues, Guillaume de Troyens rodeado de rostros subalternos, el gesto compuesto para el momento: entregados a la ventaja de creer que las circunstancias son las escriben los destinos; fe revestida de obediencia debida, de entrega, de abnegada gallardía. Remedos de convicción.

Dos horas más tarde, el silencio apenas si era violado por algún último estertor. El sol de la tarde, con su luz vulgar, iluminaba la masacre. Guillaume de Troyens confundido con sus hombres. Los otros dos ejércitos perdiéndose en la lejanía, cada uno por su lado.

Si este suceso llegó, aunque sucinto, a las páginas de la historia, no fue ni por el ejército vencedor, ni por el perseguidor. Ninguno de sus capitanes mencionó nada el respecto. Muy probablemente haya sido algún joven lancero, desconocedor aún de códigos y lástimas. Nada se sabe de la identidad de la fuente. Quien anotó el hecho en un párrafo mezquino, desprovisto de las florituras de la época, lo hizo sin imputación ni desprecio; y teniendo a bien ocultar el nombre del capitán de las tropas derrotadas detrás de un indudable seudónimo.

 

© Marcelo Wio

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