Un lugar donde ejercer secretos

 

Mi padre construyó una casa
y una felicidad al fondo de un jardín
sin encanto (como quien completa un formulario)
pero con dos limoneros dignos
y un manzano elegante, aunque negligente.

En la habitación del fondo murió mi abuela materna y nació mi hermana
la menor, la que decían que era hija de una ausencia de padre
y una deslealtad de su hermano, el tío Nicanor – una presencia
detrás de un cigarrillo y detrás de mi madre.

En el galpón los encontré, a mi hermano y al primo Jardiel,
como sementales erguidos y heridos de rocío y neblina,
sin comprender esa fragua, pedí jugar a esas contiendas
o lo que fuese la agitada desnudez. Me expulsaron
con amenazas que me conminaban al secreto de algo
que ya había comenzado a olvidar mientras lo hacían.

Entre los dos limoneros enterré una cajita metálica,
de las del tabaco de mi abuelo Hermenéutico, llena
de irrelevantes tesoros para el futuro: un cromo, un soldadito
de plomo, unas canicas, el nombre de la niña que me gustaba,
un rencor contra mi hermana
y alguna cosa más, o alguna de menos.

Allí, sin reparar en simetrías, me enterraron una noche
sin particularidades y con premeditación: mi mujer y su amante. Urgencias
de los arrebatos que están destinados a durar lo que se demora en obedecerlos.

Mi padre creía que construía un hogar. Como todos.
Pero no hacía más que erigir un lugar donde ejercer secretos,
donde ocultar vergüenzas e infracciones. Un tributo
a las flaquezas. O una trinchera deficiente.

 

© Marcelo Wio

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