Trozos. De estío quieto

 

 

Podíamos pasarnos horas mirando el cielo. Tirados bocarriba en el prado. Masticando un tallo blancuzco de pasto. Pronunciando, de tanto en tanto, una palabra, o varias para componer un comentario. Los tres. Lejos del pueblo y de los otros niños – de los pocos que había. Cerca del arroyuelo que, en verano, a duras penas si imponía alguna humedad entre las piedras blancas y el lecho arenoso. El sol sepultaba los sonidos – a excepción del desesperado reclamo de perpetuación de las cigarras que parecía serrar las horas y aturdir el día de esa manera tan desprovista de intención: rehenes de los designios de la creación, sin inteligencia ni astucia que les permitieran mentir una voluntad, una rebeldía fatua – apenas la banda sonora del tedio estancado en unas infinitas dos de la tarde.

Lo aparente era lo real: el sol se movilizaba mientras el pueblo se mantenía quieto, entregado al devenir. Por las noches, el cielo revelaba imantaciones a una eternidad distante que nos había expulsado.

Y uno, el punto de referencia – y el observador -, y los miedos y los vacíos conformando las explicaciones breves y momentáneas (casi como profecías que la mayor parte de las veces caducaban inmediatamente y se olvidaban; pero que de tanto en tanto, permanecían como creencias para forjar condición y dependencia) que uno le iba otorgando al entorno, a la vida. Aunque uno mismo no tenía una conciencia plena de sí: todo tan incompleto, tan precario, tan delicado. Depositados en aquel verano. En aquel prado reseco donde el aire raspaba.

Paolo dijo una tarde que las nubes, con sus formas traducidas en sombras sobre los campos y los pueblos, iban trazando los destinos. Ni más ni menos. Por eso, aseguró, a lo largo de la historia los hombres se habían afanado por encontrarle contornos conocidos: sentidos; es decir, predicciones, anticipaciones. Y dados los fracasos para descubrirles un significado veraz (o, más bien, inmutable) a las codificaciones gaseosas – más allá de esos símiles difusos, defectuosos; elaborados a partir del material de la restringida experiencia -, hacían lo posible por ocultar esas búsquedas, descartándolas y difamándolas como infantiles. Es imposible, concluyó, descifrarlas: cambian de un instante a otro.

¿De dónde sacas eso? – preguntó Francesco.

De la Enciclopedia de mi padre – mintió Paolo, pero nadie dijo nada, porque todos queríamos creer en esa falsificación (como tantas otras a las que nos abocábamos y las que habríamos de entregarnos): las nubes trazando nuestras vidas. Responsabilidad, como mucho, limitada.

¿Qué pasa si uno se queda quieto, como nosotros, aquí, ahora, tan prado o páramo o meseta; dejándonos rozar por una sombra tras otras? – preguntó Francesco.

No lo sé – dijo Paolo.

Quizás se impriman en nosotros varios destinos – propuse yo.

Tal vez… – comenzó a decir Paolo, pero se detuvo, meditabundo y preguntó, sobre todo para sí: ¿Sería esa suerte de barniz suave lo más cercano a la voluntad que podríamos adquirir?

¿Qué quieres decir? – intervino Francesco.

Si la sucesión de sombras proyectadas por las nubes fija en nosotros más de una posibilidad, estará en nosotros vivir una de ellas… Elegir… Pero… – aventuró Paolo.

Pero todos en el pueblo, algún que otro día, los atraviesa más de una sombra. Y cada cual tiene la vida que fue de sus padres y, antes, de sus abuelos. A fin al cabo, por aquí las nubes son de andar más bien como en manojos sueltos. A saber dónde se agregarán para beneficiar al suelo con un poco de lluvia y, sobre todo, con un poco de alternativa – dije yo.

Eso mismo estaba pensando. O algo muy parecido – dijo Paolo.

Y dejamos que el murmullo ronco del sol y las chicharras se hicieran cargo de rellenaran el espacio, un método inofensivo para finalizar aquella conversación que había crecido más allá de nuestros exiguos conceptos.

Mi hermano ha quedado con Benedetta, al atardecer, en la casa abandonada – cambió de tema Francesco, como atendiendo al requerimiento implícito de ese silencio.

¿Cuál Benedetta? – pegunté, asiéndome de ese ardid.

Cuál va a ser, la hija del alfarero. La otra tiene vaya a saber uno qué pila de años y de nietos – repuso Paolo, y enseguida preguntó si los íbamos a espiar o qué.

La última vez que fuimos a espiar a tu hermano, no pasó de unos besos. ¿Te parece que esta vez estará más osado; que vale la pena ir hasta el otro lado del pueblo? – preguntó Paolo.

Yo qué sé. Asegurar, no aseguro nada; pero esta vez se los veía mucho más entusiasmados. Si ella no se enfrió entre ayer y hoy, tal vez veamos algo más… – respondió Francesco, sin interés.

Hombre, si no aparece nada mejor de aquí hasta el atardecer… – dije yo. Y seguimos sin movernos; cada uno vigilando una porción de cielo, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo y nos fuese la vida en aquella contemplación.

 

Y así pasábamos de lo metafísico a lo más trivial sin solución de continuidad. Como si todo tuviera que ver con todo, o con ese instante en el que estábamos instalados y que parecía que iba a durar toda la vida. Y es que el verano extenso no hacía mucho por dejar paso al tiempo: a la sucesión de eventos. El pueblo mismo quieto en una edad sin identidad: añejo y empecinado en una duración sin afán; pura inercia tozuda. Todo con un aire de austera provisionalidad, como si hubiésemos llegado allí arrastrados por un naufragio y aún esperáramos ser rescatados de esa tierra recia que no entregaba nada más que lo preciso para retenernos en su territorio – que parecía ser calcinado por dos soles, uno esperando al del día siguiente en su momento más desleal. O quizás el pueblo fuese un lugar en el día, en un día: una materialidad más que un instante; un territorio, un estado de ánimo: un evento sujeto en la memoria heredada de vaya a saber cuántos pretéritos.

 

Pensar que hace apenas siete meses, los aviones pasaban por aquí de camino a bombardear o a cargar más bombas… – comentó Francesco.

Ajá – musitó Paolo.

 

Y las nubes transitaban con la misma parsimonia con que pasaban las horas o eso que nos iba deshilachando. Los veranos enlazándose unos con otros – a veces, ni siquiera un frescor entre ellos para diferenciarlos, aunque fuese leve e inútilmente. Nunca había escuchado a nadie decir “el año de tal o cual cosa”. No. Allí era “cuando fulano hizo tal cosa”, “cuando a mengano le pasó tal otra”: seres sin tiempo, pero con duración: formas de medir existencia.

 

***

 

Para regresar al pueblo, desde el campo en el que transcurríamos, andábamos un camino que, a causa del polvillo blanco, parecía flotar, y que estaba enmarcado, o más bien custodiado o retenido por unos pinos firmes y con un garbo de luto o de marcialidad, como si el camino, sin éstos, pudiese derramarse hacia los costados hasta hacerse prado o erial o lo que tocara. Y uno, arrastrado a esa indeterminación por ese desbordamiento…

Aún ahora me parece, ciertas tardecitas cargadas de partículas, andar por aquel camino acolchado.

 

***

 

Era como si la conexión del pueblo con todo fuese tenue, frágil. Como si no perteneciera, ese rejunte de casas y vidas, del todo, al mundo y sus propiedades.

Fuese o no algo real, o una mera impresión, lo cierto era que crecíamos lejos de todo – incluso, de nosotros mismos (vaya uno a saber qué quiere decir esto; pero de pronto suena tan bien, tan propio de un espíritu con profundidades y recovecos de lo más interesantes) -, como si deambuláramos por los suburbios de las cosas, apenas recubriendo los ecos menguados de los sucesos; amparados del roce con la realidad o con sus estados más degradados, y de la sobreabundancia de significados: es decir, del material para el autoengaño.

De tanto en tanto, nos quitábamos de encima ese sopor de las dos o tres de la tarde, y atravesábamos los campos resecos, unos tres o cuatro kilómetros hacia el oeste, donde hay – o al menos, había – un riachuelo que empecina aguas incluso en lo peor del verano, y cuyo lecho está herido por unas pozas en las que se puede hacer algo parecido a nadar – más bien un desafío; una suerte de desesperación por mantenerse a flote, por vencer ese hondo tirón de entraña, por imponer la reciente naturaleza bípeda a la propensión a la derrota líquida.
Pero íbamos poco. Porque, la verdad sea dicha, había que juntar no poco valor: había que pasar cerca de un convento que, hasta los adultos lo decían sin retintín, y con mucho de miedo, estaba atiborrado de fantasmas (niños muertos, oí decir una vez); y luego, para colmo, la posibilidad de encontrarse con los niños del pueblo de Fiore, siempre listos para la pendencia (y muy buenos en las artes que ésta requiere).

 

Entonces creíamos que no había invierno, sino escasamente unos días inhóspitos, filosos, que eran el aliento del ánimo infausto que salía del monasterio: siempre allí, en suspenso, como una región alrededor del edificio, como eco feral o advertencia (más que una amenaza irrealizable) de que más allá, podían desvanecerse nuestras formas.

 

A diferencia del resto de los árboles de la región – achaparrados, calcinados, meros arbustos sin mayor ambición que una ridícula existencia porfiada -, los que rodeaban el convento eran altos y fornidos, y llegado enero comenzaban a mecer con violencia las ramas como garras, removiendo el aire y llevando a todos lados ese carácter frío y mentido que se juntaba alrededor de los confesionarios y en las celdas.

 

¿Qué gestos configurarían aquella disposición del espíritu? ¿El congreso de historias allí reunidas, alimentándose de oraciones y censuras y de la luz de ese particular sol sin fuerza (tan cerca de esos otros dos, hinchados, que había sobre el pueblo) y cariado de sombras, que aparecía entre las ramas huesudas – como las propias monjas – que hedían a metal recién afilado y saliva seca?

 

Sobre el convento siempre un cielo compactado, como si se hubiesen sedimentado los gases: como esa muerte que practican el invierno y ciertos ritos.

 

Retienen, esas hembras resecas y sin feminidad, las almas de los niños, que es lo mismo que decir que retienen al tiempo; atrapado y aterido entre esas manos cubiertas de rosarios y culpas y ansias de vivificación, le oímos decir, una vez, a la vieja Leonarda.

 

***

 

¿A qué estamos? – inquirió Paolo.

A junio – respondí yo

¿Aún? – preguntó con un dejo de desesperada tristeza, porque esperaba ansioso la llegada del circo a mediados de septiembre.

Circo es un decir. Se trataba más bien de un rejunte de rarezas y orgullosas derrotas. Pero entonces, sólo veíamos la novedad de esas gentes y sus habilidades y las historias que traían de lugares de los que jamás habíamos oído hablar.

 

El tiempo pasaba tan lento
Cada hora contiendo cuatro o cinco de las que tendríamos
más tarde (escasas;
desbordadas unas sobre otras, para disimular su falta de identidad
y propósito).

 

Cómo me gustaría trabajar en el circo – dijo Paolo. Y era el circo, porque para nosotros no existía otro (ni como posibilidad afincada en la imaginación). De hecho, para nosotros prácticamente existía uno de cada cosa (mezquindades del dios de nuestra parroquia – que confundíamos no pocas veces con el propio sacristán, que cada domingo despedía la misa con un “No seáis mejores de lo necesario”; sólo más tarde, cuando ya no había tiempo de componer unos caminos mentales nuevos, comprendí el daño que hacía esa frase generación tras generación).

El circo era una de las referencias que teníamos de la existencia del tiempo: cada año, sus integrantes llegaban más gastados; sus números, menos asombrosos, dificultados por unos cuerpos que iban claudicando a la acción de la gravedad. La mujer que había llenado las noches de dos o tres generaciones de hombres de imágenes e impulsos febriles era ahora un montón de refutaciones de su memoria. Y por algún motivo, no había habido recambio: como si los jóvenes se hubiesen ido colando por las rendijas de esas carretas difíciles que los llevaban de un lado a otro y extraviando.

Incluso sus historias se avejentaron: repeticiones incompletas y erróneas que iban destrozando el recuerdo que el pueblo guardaba del original.

Finalmente, Vannini, que hacía las veces de alcalde, decidió prohibirles volver (años después de esa charla con Paolo bajo el cielo ardiente). Nadie dijo nada, pero todos estuvieron de acuerdo. Sobre todo, los miembros del circo: a fin de cuentas, no hay peor constatación que el reflejo.

 

Viajar, como si el destino fuese huidizo o terriblemente lejano, hace fácil la tarea de no llegar, de hacer de cuenta que todo queda por delante, que atrás es sólo una sensación que a veces se tiene en el cuello, como un aire o como una presencia inexistente, dijo el hombre que había sido forzudo, cuando emprendieron viaje.

 

***

 

Trozos. Apenas eso recuerdo de ese verano que llega hasta esta edad que parece no haber pertenecido a ninguna vida ni a ningún lugar. Pedacitos de palabras que apenas si logran componer un suceso verosímil. Incapaces de ofrendarme la seguridad de que fueron elementos de mi pasado, ni de que acaecieron. Me digo que, si no son verdaderos como hecho, lo serán como símbolo. Pero trocitos tan apenas, que adivinarles o adherirles un significado es tarea imposible: la misma frustración de utilizar el razonamiento puro para comprender la realidad.

Somos leales a nuestra memoria, pero somos fieles súbditos de nuestros olvidos, me dijo una vuelta Francesco. Ya no éramos ni remotamente los que se echaban a realizarle agrimensuras de Rorschach a las nubes. Nos encontramos en Roma. Nos reconocimos porque ambos caminábamos despacio, como buscando algo que se nos había caído poco antes, pero sólo con afán de no encontrarlo; porque había poca gente en esa vereda a esa hora; porque nuestros rostros debían conservar alguna familiaridad cuya descodificación prescindía de la intervención de la conciencia.

Recordamos estos mismos trozos. Los recordamos de la misma manera quebrada; saltando de uno a otro, como en una desesperada carrera sobre témpanos que se derriten.

Quizás, dijo Francesco, mientras nos despedíamos, necesitábamos cerrar un círculo, y eso mismo habíamos hecho. No dije nada. Simplemente lo despedí: un tipo como tantos, que recordaba algunas cosas que yo mismo recordaba o inventaba para mí.

Pero un círculo, pensé, no deja de ser un polígono de infinitos lados, constreñido a una finitud precisa. Lados y más lados: y nos convencemos de que hay uno sólo: la realidad. Y no, siempre hay una más – un lado más. Un fondo falso. Una simetría inexacta que, como toda simetría, surge de las estructuras defectuosas cuando la información y los recursos son limitados. Cuando pretendemos que somos unos seres más complejos que los organismos caducos – cuando seguimos las reglas remotas y complicadas que elaboramos para tal fin.

 

***

 

Por la noche, solíamos escaparnos de nuestras casas para ir a escuchar las conversaciones en lo de Frabrizia, donde los sábados a la noche se reunían los más viejos (la propia Frabrizia, claro está; Gianni, Emilio, Benito, Leonarda – la que dijo lo que dijo de las pobres monjas) a jugar a las cartas y robarse memorias y fabulaciones. Bebían un aguardiente incisivo que destilaba Leonarda. Fumaban unos cigarrillos que contrabandeaba el hijo menor de Gianni. Y charlaban sobre las palabras que traía Benito de los pueblos más allá de los prados grandes– a los que iba con afán de comercio, decía; aunque no se le conocía mercancía ni ganancia (alguna trampa, algún enjuague).

Era, pienso ahora, como debía ser el cine en ciertos pueblos – esos que llegaban en verano, que instalaban una sábana contra alguna pared, colocaban unos bancos, y proyectaban unas imágenes mudas que eran comentadas por todos: quizás, el único momento de verdadera comunión, aquel en que los dichos no iban contra, ni nacían, de ninguno de ellos.

 

Había empezado como un rumor de linde. Como esas mistificaciones de estepa y distancia, que van cuajando alrededor de la costumbre. Había empezado como una compleja forma de la evasión: miedos leves para remover el tedio, para obligar a unas valentías para malgastar en ensoñaciones o altercados de trasnoche. Veamos, había surgido, más específicamente, una noche en lo de Fabrizia. Así había empezado la historia del convento que llevaba abandonado desde siempre; desde el mismísimo momento en que lo habían terminado de construir.

 

No sabía que había comenzado a cumplirse mi destino (¿acaso a alguien le es dado conocer ese instante?) en esas conversaciones que clandestinamente usurpábamos: momento breve, demasiado para tantas andanzas que queríamos suponerles a nuestras vidas; apenas una efeméride, una muesca en el tiempo que nos correspondía.

Allí, en esas historias que nunca eran fieles a sí mismas por mucho tiempo. Allí se comenzó a escribir la mía: que, como aquellas que se cuentan para olvidar el olvido, también se va borrando cada tanto, hecha como está de trocitos con los que ya sólo me relaciono a través de la fe.

 

***

 

Era todo tan sencillo. Casi sin definiciones, como si todo comenzara cada día, sin nombre, sin expectativas, sin necesidad de predicción, mas siempre idéntico: domesticidad. Nosotros mismos, como vueltos a colocar sobre el suelo, sin más propósito que un relleno estético o un capricho de último momento. Y todo, y todos, discurríamos por sobre el día como el derrame de un líquido que sigue, inexorable, el llamado del centro, la entraña que reclama el peso de las cosas, su comparecencia ante el origen.

 

***

 

Jugábamos al fútbol o a lo que fuera sin importar la filosa verticalidad del sol. Un apaño de trapos y cueros y cordones sujetando una esfericidad inexacta. Un campo de juego sin límites. Polvo blanquecino, hierbajos resecos, árboles sin fuerza, como territorio lúdico. Un fútbol sin promesas ni nombres: entonces nada llegaba al pueblo, ni ídolos ni prosperidades posibles. A saber cómo llegó el fútbol. Probablemente con el circo, en alguno de sus primeras visitas. Tres breves reglas restringían en algo el libre albedrío: el gol (cuando el balón atravesaba la línea imaginaria que unía dos piedras, de un lado; y un arbusto reseco y el tronco de un árbol achaparrado, del otro); la prohibición de pegarle patadas al rival o cogerlo de la camiseta (esta última estipulación, debida a que todos teníamos sólo una camiseta de verano para diario ); y la prohibición de tocar el balón con la mano (no había portero, no conocíamos su existencia; por lo que era innecesaria cualquier excepción a la norma). Los partidos solían durar horas, y nadie sabía muy bien el resultado final. No sólo por haber perdido la cuenta, sino porque a lo largo del partido era muy común pasar, de manera inconsciente (la aguja del sol debía tener algo que ver en tales confusiones), de un equipo al otro. Cuando años después, en la península, en Milán, para ser exactos, vi un partido de fútbol, me sentí profundamente decepcionado. Era tanto mejor lo que practicábamos nosotros… Fueron tantos los desencantos y frustraciones que me deparó mi exilio de Sicilia… De pronto todo tenía motivos, explicaciones; y todo ese armazón de razones estaba subordinado al provecho inmediato de las cosas y las personas.

 

***

 

Había ese olor que le supura al domingo a la tardecita cuando el lunes aún parece evitable. Había ese aire manso que discurre sin peso ni traiciones. Había ese silencio hecho de crujidos leves, de voces lejanas, alegres; de insectos procreando, de restos de brasas, de respiraciones acolchadas por la siesta. Había esa suave desatención que permite creer que todo está bien, que todo irá bien. Había, pues, el ámbito ideal para que la prima Grazia y yo nos escabulléramos al cuarto del fondo del pasillo – donde se guardaban los restos de otras estancias, de otras vidas – a rebosarnos de ansias y novedad y cuerpo. Los mayores, durmiendo, en esa tranquilidad saciada y levemente embriagada, en el patio o en alguna de las habitaciones.

Teníamos la edad en la que el impulso precede al deseo: pura biología. Esa edad en la que cuando uno termina con esas líquidas obediencias atávicas, se dedica a una infancia ya deshilachada., como si empecinando una imposible inmutabilidad, una sujeción a una edad que ya ha trascendido.

Todos dormitaban mientras Grazia y yo nos acometíamos entre los recuerdos y las vergüenzas de los Maccagni. Inaugurábamos nuestros cuerpos entre aquellos significados censurados. Nuestros cuerpos menudos, ansiosos y torpes, descubriendo y descubriéndose; confundiéndose, exaltándose, asustándose con lo temblores recónditos de un cuerpo que revelaba más territorio, mientras se extendía más allá del suyo.

Al principio estábamos más alertas de los ruidos que podían llegar del pasillo. Tanta atención, terminaba por crearlos. Entonces deteníamos los ritmos desacompasados, y oíamos con reconcentrado esmero, hasta que se hacía patente que no había nada más que nuestras respiraciones agitadas (exaltación, temor, culpa, ardor), y proseguíamos. Mas, con el tiempo, y la evidencia empírica de que nadie se acercaba siquiera a los confines del pasillo que nos separaba del resto de la familia, nos fuimos entregando más y más al instante, a la praxis. Los sentidos volcados sobre nosotros mismos, ya parte inseparable del ligamiento. Entonces había ese olor tan inacabado, tan sin desarrollo: tan mojados de novedad y de infancia e inocencia. Olor sin olor; apenas humedades nuevas.

 

***

 

Años después, conversando con mi madre en la cocina de un piso en el que viví los primeros años en Milán, la única vez que vino de visita a la ciudad: ¿Qué Grazia?

La prima Grazia.

No tienes ninguna prima Grazia. Había una Albertina, mucho mayor que tú. Y no era prima, prima. Era la hija de un primo segundo de tu padre. Tú nunca la conociste.

Recuerdo a una Grazia con la que nos escabullíamos por los pasillos en la casa de la abuela.

¿Pero tú no has visto la casa de la abuela? ¿De qué pasillos hablas? Allí, alguna que otra vez, habrás jugado con Massimo, el menor de los Gobbo, que siempre aparecía en cuanto oía voces que no fueran las de la abuela.

Alguna Grazia habría…

La mujer de Benito, el del molino, se llamaba Grazia María. No había ninguna otra Grazia. Ni antes ni después. ¿A quién se le ocurriría un nombre así en aquel pedazo de tierra; en ningún pedazo de vida?

 

***

 

Día y noche, compactos como aglutinaciones minerales inexpugnables, denegando la que ánimo alguno se instalar en sus dominios – como no fuesen aquellos elementales y dóciles que acuñan costumbre y moldean obediencia. Así lo quiero recordar.

Y las sombras amarronadas, como si el día, incandescente, fuese incapaz de ceder un palmo, de conceder una salvedad a esa constatación de precariedades que era el campo y el pueblo y nosotros mismos, rodando sobre las horas largas como una geología.

Sombras sin forma: promedios, resúmenes universales de nada: apenas la obligatoriedad de la presencia de un concepto, una representación: una burocracia.

Todo lento, como si durara para siempre. De ahí, muy probablemente, el ánimo del pueblo, como de tedio o de chatura… Porque quién quiere que todo sea siempre, e igual.

 

***

 

Soñó, Paolo, muriendo en Roma, con un rostro y una sensación que, a lo largo de la mañana fue desplazándose hacia el hipocampo donde, finalmente, se incorporó como recuerdo: ella, fugaz, atravesando un prado imposible en aquellos andurriales, un aroma como de romero y tomillo limonero y de azahar, un vestido que parecía flotar alrededor de la muchacha que bordeaba el pueblo para dirigirse al riachuelo; una sonrisa (o acaso un gesto ante el resplandor del sol; ya se sabe cómo la memoria no sólo recuerda sino, por sobre todas las cosas, interpreta, amolda; vamos, inventa). Ni un minuto, esa aparición; ese tránsito. Un rostro que jamás había visto. Un rostro que se empecina en buscar el atardecer, cuando termina de tejer cestos, esteras, asientos de sillas, sombreros y alpargatas de esparto. Y se soñó deambulando por los límites del pueblo implorándole a la estadística (aunque realmente le estaba rezando a San Antonio) para que le ofreciera una convergencia entre probabilidad y posibilidad, y colocara a aquella joven en el trayecto de su búsqueda. Esta vez, se decía, tendré la valentía de preguntarle el nombre, de preguntarle si puedo acompañarla hasta su destino. Esta vez no me quedaré paralizado como si sólo fuese una ensoñación, soñó. Esta vez, al menos, le diré que existo. Y así, practicando parlamentos y esperanzas, recorría los confines del pueblo, buscándola, con esa fe que nace de la certeza más profunda e íntima de que todo es un error o una pura ideación.

Murió justo antes de alcanzarla, en los lindes del monasterio.

 

***

 

Había ciertas mañanas en que se le ponían ojos como de crear tiempo sin renglones ni ortografía: así a la que te criaste, como algunos bancales recuperados de esa barbarie árida y serrada. Me lo dijo el hijo mayor, el día del entierro. Poco después de contarme trazas del sueño de su padre, en el lecho de muerte, donde, como todos nosotros, perseguía una identidad que era una respuesta a una pregunta que nunca nos habíamos atrevido a formular.

 

***

 

A veces pienso que éramos tres posibilidades o, más bien, tres instancias o permutaciones de lo mismo, que no tenían más remedio que repetir un repertorio gastado, unas trayectorias muy semejantes, para ser distintas, al punto de converger en el mismo instante.

 

***


Y tú crees (o quieres creer) estar detenido.
Ante el pueblo llovido de calor. Ante el que pretendes
un instante estático: una eternidad
que te sostiene. Pero somos devenir;
ineludiblemente: degradación paulatina de nuestros anhelos,
de nuestras nostalgias: acorralados
contra esa inevitable homogeneidad de la edad sin después; tan caprichosa
con sus antes. Es decir, somos avance (casi siempre quieto)
que termina por detenerse.

 

***

 

“Este lugar que hoy es aquí, acaso haya sido, como las dunas y las oportunidades, otro lugar, otro residuo. Santa Vicenza”, rezaba el cartel de entrada al pueblo al que nunca volví.

 

 

© Marcelo Wio

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