Trepado a la espera

 

Cada espera condensa
todas las esperas”,
Filipo CLII de Dálmine.

 

Esperaba. De esa manera en la que se aguardan las explicaciones que, de antemano, se sabe que nunca llegarán (pero uno, igualmente, es incapaz de no aferrarse a la supersticiosa posibilidad de que). Esperaba con un cigarrillo consumiéndose en el cenicero, un resto de café enfriándose en un vaso opaco, amarillento. De fondo, una música inofensiva y lejana que provenía de unos parlantes invisibles. Esperaba porque era lo único que podía hacer.

Dejarlo todo en manos del azar para no tener nada que reprocharse, para anular el temor a una culpa probable, a un remordimiento factible. Ser sin ser, trocito de identidad arrastrado por las corrientes cósmicas. ¿La espera como complemento necesario de la significación del verbo evadir o deponer o aventurar? O tal vez como elemento necesario para la observación del fenómeno azaroso (ya un tratado sobre la espera del siglo XIII, escrito por un fulano europeo, refiere que la espera forma parte integral de todo evento aleatorio).

Pensaractuar es peligroso, se decía – más aún, actuarpensar. Tener tiempo de sobra incrementa ese riesgo. Por ello esperaba sin precondiciones, sin elaborar astucias ni ingenierías dialécticas. Fumaba para distraerse en los juegos ascendentes del humo azulado, en esa flotación final amarrada a la luz otoñal que entraba por el ventanal del que da a la calle Alsina.

Contrabando de estados anímicos entre calada y calada.
Conciliábulo sin ideas
ni palabras, elusión de las voces
propias que se amontonaban en un instante para llegar al desacuerdo acordado de esperar. Esperar
su presencia (o ausencia; a saber, lo que uno termina por esperar). Esperar
las manifestaciones espontáneas que desplegará como si fuesen novedades
para ella misma. Todo ese
repertorio de satisfacciones auto-conscientes
con que aleja cualquier atisbo de duda sobre ella misma: escenificación
de confianza que nunca se sabe muy bien
a quién va dirigida ni para qué interpreta.

 

Esperarla.

A ella,

y la predecible andanada de historias y anécdotas que ondearán efímeras, grandilocuentes, sin consecuencias.
Esperar a que diga sus palabras y que alguna o algunas contengan una invitación a practicar el ritual de promesas y caricias y mentiras y hasta prontos que nunca se cumplen en los plazos de la inmediatez.

Esperarla,

porque ir a su encuentro no está impregnado de ese (falaz) sufrimiento manufacturado con la incertidumbre (también falsa) de no saber (sabiendo) cuándo la volverá a ver, o si la volverá a ver.

La duda como rutina, es una certeza sin plazos.

Esperar porque es el método cómodo de no hacer haciendo. Esperar. Sperāre. Esperarla.

Difiere, así las razones que él mismo tiene contra las esperas. Se deja conducir por las circunstancias ajenas: se entrega, acata,

el ciclo de las horas y las voluntades y las crecientes de la ansiedad: ciclos de desbordamientos.

Porque podría salir del bar, caminar por Boedo o por San Juan y encontrársela y fingir casualidad, acompañarla un trayecto (el necesario para que ella diga y él acepte). Pero esa fórmula es excesivamente vulgar, viciada de mundana rutina: de los elementos de su propia terminación.

La espera precisa un mínimo de incertidumbre (esa ficción, al menos). Salir a buscarla es provocar el acaecimiento de otra persona (otra interpretación del mundo). Salir a su encuentro es, por lo demás, una obviedad inconveniente.

Esperaba. Entre volutas de humo, virutas de sol. Poso de café sin futuros. Todo es espera. Un estado de ánimo, una predisposición, y una manera de que el miércoles a las 14.27 se parezca al domingo por la tardecita: nostalgia incierta para ampararse de esas certezas que amenazan con convencerlo. Espera; premonición artificiosa (aunque creída fervientemente: toda espera tiene algo de obstinada fe). Espera; decoración de la rutina, un engaño sin malicia, un martirio sin cilicios.

Espera-laberinto,

con el camino marcado con un piolín de un rojo descolorido;
llena de resquicios, de salidas de emergencia. Sin mitología. Esperar
para remedar la virtud de saber vivir sin virtudes (ni mayores defectos). Espera-agasajo para arengar a los minutos a proseguir sin querellas.

Esperar por la fascinación de la espera.

Espera tan bolero sin Ravel ni Jorge Donn – espera-aval (grotesco) de la propia espera. Espera auto-justificada (tan a pesar de Gödel).

Mientras, claro, se le llena la azotea de pájaros, recortes de diarios, postales de Mar del Plata del año 1957 y fotos de gente que no conoce pero que parecía muy feliz en la sierra cordobesa. Todo eso en altillo, entretanto, ojea hacia afuera (sin percibir ni lo uno, ni lo otro). Flotando en esos trozos y retazos que pescó vaya a saber dónde pero que le vienen al pelo para esperar. Y piensa (aunque pretendía no pensar) que la propia espera, y él, y ella, y el bar, y el humo, y todo lo demás, son instrumentos de la realidad para fabricar una espera. Esa misma, o cualquier otra; al final terminan por concurrir los mismos elementos. No, no puede ser. No tiene sentido. No. La espera es la transformación de las circunstancias en ecuaciones con solución – una solución bajo unas ciertas condiciones, eso sí; que sirve para imaginar otras soluciones, otras condiciones y para qué tanto lío. No, tampoco. Qué quiere decir esto, se interroga.

La espera es el predomino del significante sobre el significado. No… Es un dialecto de la realidad (idiolecto).

Y, al a vez que rumia estas y otras inconsistencias, traduce, sin percatarse, sus pensamientos a un lenguaje de gestos pequeños (los dedos tamborileando sobre la mesa, el entrecejo fruncido, la mirada ubicando partículas en suspensión en la luz mortecina que entra perpendicularmente por el ventanal) y acciones incomprensibles (incluso absurdas) para despistar a la conciencia y sus razones.

Enciende otro cigarrillo.

Y uno podría decirle, todo muy lindo, pero vos sabés muy bien lo que esperás. Acaso no sepas el preciso momento en que va a aparecer; pero sabés que va lo va a hacer. Una eventualidad muy tenue. Entonces él, largando airehumo por la nariz: Uno, quién te dio vela en este entierro; Dos, quién carajo sos (pregunta que no pretende una respuesta, sino que es viene a reforzar – inútil y groseramente – el punto uno); Tres, qué sabés vos de azaresesperasydemáseplafustán. Cuatro, otra calada y vuelta a concentrar la mirada en no mirar la vereda de enfrente.

Y tiene razón. Porque nada indica que ella conoce y/o entiende los engranajes del formato que él ideó. Si no los conoce – y me inclino por esta lectura -, bien podría hartarse de tener que buscarlo en el bar cada vez que tiene ganas de verlo; de que él no mueva un dedo, que no muestre ni un poquito de interés… Ahí sí que hay una sincera presencia de ventura: Porque si la tipa dice ma’ si; el tipo se queda esperando en ese bar una de esas eternidades cortitas que nos están permitidas. O hasta que se cruce alguna colifa que le de pelota. Andá a saber. El tipo, así, se juega mucho en la espera (que, en realidad, no es tal – o no enteramente -; sino más bien un método, un modus operandi): apuesta todo al destino. Ni una moneda para volverse a casa en el autobús. Todo a un número…

Y aquel otro todavía tiene el tupé de ir a increparlo. Como si, además, lo conociera. La gente se toma unas atribuciones que te la garanto. Es que cualquiera que pare en un bar dos o tres veces, ya se cree parroquiano con derecho a romperle la paciencia a los de siempre, a los que estaban ahí cuando las mesas no eran esa sombra gastada con una pátina de grasa.

 

Trepado a la espera. Espera

como un acróbata demente: creyente sin credo. Esperar la espera esperanzado en espera(nto) – y sí, ¿viste qué astucia la de los paréntesis? -. Volar o levitar sobre uno mismo, esperando la espera, ahuyentando el espanto de no tener nada que esperar y de que la espera sea una prolongación de vaya a saber uno qué conjuras de las circunstancias

con sus campanadas de Gauss llamando a los polinomios a mentir sus grados sólo por el placer de ver cómo se pianta un puente

un encuentro

porque los cálculos están para el tujes.

 

Esperar, sí, se dice, pero no en línea recta, porque ya Galileo se había apiolado, y los hermanitos Bernoulli y su cicloide; así que traza curvas sobre la mesa o surcando la neblina del bar. Porque una cosa es esperar y otra eternizarse en la espera (una espera eterna no es espera sino resignación – una espera indefinida es una torpe artimaña para confundir al tiempo, y una espera está subordinada al tiempo: si la espera no tuviera fin, bien podría confundirse fácilmente con la muerte).

Espera diferencial para buscar las curvas entre máximos y mínimos y rondar por un valor medio: ni demasiado pronto, ni demasiado tarde, corrobora, en la vereda de enfrente, el cartel de la rotisería del turco Abdalá (aunque es sirio) pontifica: El que sabe comer sabe esperar.

El que sabe esperar, sabe esperar. Todo a su debido momento. A punto.

La curva entre ella y él es una que no representa la distancia más corta entre ambos ni, de lejos, la mayor (además, siempre habrá una curva mayor a la que uno tiene en mente, sino preguntale al flaco Tonelli que de eso sabe un rato largo).

Espera mansamente aceptada.

De bandoneón y pena.

En una servilleta de papel escribe: Espera infestada de certidumbres temporales (ahora el gallego Gámez va a salir a comprar papas para hacer la tortilla que ofrecerán a la tardecita; ahora entrará Vázquez, el jubilado que vive en la otra esquina; ahora pasará la señora de Martinelli de vuelta de los mandados); así, la espera sólo es un lapso entre un suceso y otro, no un suceso en sí mismo (no es una espera). ¿Qué hago, entonces? La espera tiene algo de olvido de sí en favor del objeto de la misma: suerte de anulación transitoria en favor del otro. ¿Es mi forma de quererla?

En silencio, en soledad.

 

Esperar por el intrínseco placer de esperar (¿qué querrá decir esto?),

de que ella aparezca doblando la esquina y que lo vea sentado al lado del ventanal,
que apure una carrerita inútil para escapar de una lluvia inexistente (mientras cruza la calle),
que lo salude a través del cristal cuando pase al lado, que entre al bar, que se siente frente a él y pronuncie su nombre: Raúl; como si lo estuviera insuflando de existencia. Que comente lo lleno que iba el autobús, que por un número no le tocó un billete capicúa (pero que eso también tiene su mérito o implica alguna suerte benévola);
que por qué no se van a casa en lugar de ir a la exposición de Margarita, que hace frío, que después se hacen las tantas, que Claudio, Roberto, la gorda Elisa y Maruja no los dejan irse, que siempre hay algo más que charlar, una última copa que beber; además, no tenemos nada en la nevera, dale, aprovechamos y pasamos por el almacén de Osvaldo.

Él accede.

Se toman un café, se cuentan palabras y hasta frases enteras. Afuera, en tanto, se levantó un viento prepotente;

las hojas otoñales vuelan como mosquitos hiperbólicos y torpes. Ellos van
abrazados, enfrentándose al aire a empellones, van
hacia a las esperas que aguardan al doblar el día.

Claro, uno no conocía de antemano las particularidades de esta espera. Una espera con red de seguridad,
una espera sin espera. Pautada,

con cronologías preestablecidas. Siempre presente la ausencia. Azarosa certeza: la de las líneas causales dependentes, cuyo encuentro ya está bien determinado.

Así, querido, cualquiera.

 

© Marcelo Wio

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