Transmisión fallida

 

17 de mayo de 1934. Una fecha que quedó en el calendario de aquel año, y a saber si en algún ático de olvidadas nostalgias. Podría haber pasado a la historia como el día en que por primera vez se televisó un partido de fútbol. La efeméride se la llevó otra fecha. El honor – si es que tal cosa puede decirse, de actividad tan banal -, otro país.

La mañana de la mencionada fecha amaneció fresca en Malmö, aunque con un cielo de un azul prometedor. Sparrman, el portero del desaparecido Gmelin FC, cuenta en sus memorias que sintió las cosquillas de los nervios en cuanto puso los pies sobre la alfombra, al costado de su cama. Luego se dio cuenta de que se había olvidado una cáscara de plátano y que el suelo estaba lleno de hormigas. Igualmente, se sabía nervioso. Siempre que tenía partido lo estaba – el pavor del portero a la soledad, lo han llamado psicólogos como Jung y Freud, sin ir más lejos -. Y ese día, lo estaba más, sabiendo que sus eventuales chambonadas serían vistas por un amplio público y, lo que es peor, quedarían grabadas para la posteridad.

Hacia el mediodía lucía un día de esos que parece que alguien hubiese lustrado todo: el cielo, las calles, los rostros, los edificios… En fin, cuando se dice todo, uno se refiere a la totalidad, así que es redundante enumeración alguna. Es la ventaja que tiene el término. Como fuere, del otro lado del canal, en Copenhague, Friis Rottböll, centrocampista del ya también desparecido Fodbold Forsskål, maldecía el día prolijo que se había instalado sobre esa parte de Europa mientras se subía al barco breve que habría de cruzarlo hasta Malmö. Había esperado una buena lluvia que hubiese obligado a suspender el encuentro. Temía ser reconocido en televisión por sus amantes, a las que les había contado que era un naturalista o un abogado o médico, y no un mero obrero que juega al balompié.

Mientras Rottböll se preocupaba, en el campo de juego del Gmelin se estaban haciendo todos los preparativos técnicos para la transmisión. Los jugadores del Forsskål no arribarían sino hasta dentro de tres horas. No podía haberse pedido un día mejor, le escribió en una carta el director cinematográfico Per Rolander a su colega inglés Mark Blackburn. La luz era perfecta; las formas delicadamente resaltadas, las sombras pulcras, nítidas. No había ni la más mínima brisa que pudiera levantar el polvo más liviano. Cada cosa parecía haber sido dispuesta muy a propósito. “Creo que todo ese arreglo tan acabado me hizo bajar la guardia, habitualmente tan en su lugar – manifestó Rolander en una entrevista al diario Nu -. El aire cargado de aromas, de tibieza primaveral, me hizo creer que todo se había consumado y que la labor era una suerte de mímica, de relleno que correspondía a ese día. No sé. Es algo que he pensado a posteriori. Más como excusa que como razón, evidentemente”.

El partido, refirieron los cronistas suecos y daneses de la época, pareció un tanto acartonado; como si los jugadores estuvieran inhibidos por la presencia de las cámaras. Sven Falck, periodista del diario Malmö Bladet, escribió que parecían ni más ni menos que lo que eran: jugadores mediocres intentado contener los impulsos por destruir ese hermoso deporte ante las cámaras del fútbol. “Los he visto, o sufrido, domingo tras domingo, y debo decir que los agravios que perpetran contra el balompié han sido hasta tal punto morigerados tan sólo por la presencia de unas pocas cámaras, que llegaron a ofrecer la engañosa imagen de amar el juego”, sostuvo en su crónica.

Un dos a uno a favor de los visitantes fue el resultado. Cuando se retiraba la gente del campo de juego, y el día iba perdiendo sus horas con una dignidad que no se ha vuelto volver a ver (el atardecer era un verdadero espectáculo – comentó Ulrik Flensborg, encargado del equipo técnico -, por eso se me ocurrió decirle a los operadores de las dos cámaras, que enfocaran hacia el cielo), entonces se dieron cuenta. Las cámaras estaban apagadas.

“Yo mismo me había encargado de revisar la conexión de los cables – explicó Flensborg -. Y estaban en su lugar. Comencé a revisarlo todo. Nada parecía fuera de lugar. Comencé a seguir el cable maestro hasta su fuente, en una sala bajo las gradas. Estaba desenchufado. Era imposible, me decía. Y Per me decía, pero ‘si lo hemos visto, coño; lo hemos comprobado ambos’. En eso apareció un hombrecito que hacía mucho había superado su expectativa de vida. ‘¿Eso es vuestro?’, nos preguntó, señalando el cable que parecía una serpiente muerta. ‘No se dejan cables enchufados y se marcha uno, ¿no saben que puede ocurrir una desgracia?’”

Alcanzaron a los jugadores del Forsskål en el puerto de Malmö, esperando el barco en un bar. Ya bastante ebrios algunos de sus miembros. Les anunciaron que el partido debía jugarse nuevamente. Que había habido un problema técnico. Que debían intentar repetir en la medida de lo posible el partido que acaban de jugar. Desde ya, les aseguraron, el resultado tiene que ser el mismo; y los goleadores, también. A regañadientes, pero aceptaron.

Pero ya era casi de noche y la iluminación del estadio era tan precaria que parecía que jugaban en el interior de un cobertizo o de un gallinero, iluminados por una bombilla huérfana y opacada de cagadas. Resolvieron jugar al día siguiente. Bien temprano para que los daneses pudieran acudir a sus compromisos. Mas, a la mañana siguiente, el clima volvió a su rutina de lluvias, vientos y fríos. Un día más, se dijeron. Y enviaron cartas a los lugares de trabajo de los jugadores del club danés, con sellos oficiales y firma del alcalde de Malmö. La lluvia se hizo tormenta que duró hasta el jueves. Ya puestos, se dijeron, lo jugamos el sábado o el domingo, según como venga barajado el clima. Y el tiempo vino bien, pero el sábado el terreno de juego estaba aún imposible, y el domingo se cortó la luz, con lo que no había manera. Alguien lo dijo como chanza: los daneses se van a tener que quedar a vivir aquí. A Friis Rottböll no le pareció del todo mal la idea. Durante la semana había iniciado dos proyectos de romance que prometían, y le daba pena tener que dejarlos justo cuando iban a comenzar a ponerse más interesantes. Otra ronda de cartas. Esta vez le pareció oportuno al alcalde pedirle al ministro de exteriores que firmara la misiva. Que otro se hiciera cargo del asunto, fue, más bien, lo que se le cruzó por la cabeza. Llamativamente, el ministro accedió a su pedido sin formular preguntas. Su excelencia solicitaba una semana más la presencia del equipo danés, etcétera, etcétera. El alcalde pensó que era un poco mucho, pero después cayó en la cuenta de que ya llevaban allí una semana. Mejor tener un buen margen.

El lunes, una de las cámaras se rompió. El miércoles, cuando estuvo reparada, la otra tuvo un problema que no puedo ser resuelto sino hasta el sábado. El domingo nevó. Otra carta. Otra semana. El martes, dos jugadores del Forsskål encontraron trabajo en Malmö y no pudieron presentarse al encuentro – a fin de cuentas, era su primer día de trabajo. Para el fin de semana, otros cinco jugadores daneses estaban trabajando en la zona. El domingo, Rottböll perdió el tren desde Göteborg, donde vivía su tercera conquista.

Ambos equipos, obligados a centrarse en la reproducción de ese encuentro, dejaron evidentemente de lado sus compromisos con sus respectivas ligas. Este hecho, sumado a que los jugadores fueron rápidamente perdiendo interés en el fútbol – que se había transformado en una eterna espera para repetir lo ya acontecido -, coadyuvó enormemente a la desaparición de ambas entidades, que, para finales de ese año, ya habían sido olvidadas por ambas federaciones. Y por los aficionados; cuya verdadera pasión es, a fin de cuentas, el hockey sobre hielo y el curling.

El 3 de julio de ese año, el ente de comunicación sueco decidió transmitir otro partido – que finalmente, tampoco habría de emitirse -. Per Rolander se presentó dos días después en la sede central para recibir formalmente el encargo de realizar la transmisión. Se cuenta que el director de la corporación le preguntó, más con sorpresa que con sorna: Pero… ¿cómo; usted realmente cree que sigue trabajando aquí?

 

© Marcelo Wio

 

Publicado originalmente en Ni más ni menos.

 

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