Tom

Descendiente de una larga estirpe de esmoquin (siempre James Poole), chaquetas tweed (Harris, por supuesto), camisas Turnbull & Asser o cualquier sofisticada sencillez Hunter– porque quién ha visto a algún Thompson Tomlinson fuera de un evento que exija esa elegante falsedad – Thomas “Tom” (“Tommy” hasta los catorce años) Thompson Tomlinson IV (no se sabe bien a partir de qué Thompson se comenzó a contar) ingresa en el salón como si todo, todos, los allí presentes comenzaran a existir a partir de ese preciso instante. Y mientras mira-muestra su preciso y precioso reloj suizo, rezonga jocosamente una impuntualidad en la que todos saben que es incapaz de incurrir, como si un resorte genético disparara automáticamente un mecanismo de acatamiento de la exactitud; la misma que calibra el tranco casi deslizante, como de perpetuo vals, de sus impecables Aubercy, que lo transportan de grupo en grupo, liviano como el trote de sus caballos de polo o como el imperecedero humo de sus cigarrillos Hoyo de Monterrey Excalibur o la salida de alguna duquesa subrepticia. Si la vida no flota – asegura en cuanto el comentario viene más o menos a cuento-, se hunde; triste, fatua.

Va picoteando frases y regurgitando, a su vez, alguna que otra. Y siempre, en cada pronunciación, hay un destino con sol o con nieve, unas cuantas hectáreas de exclusividad, un Bentley nuevo para levitar sobre las inevitables horas entre una distracción y la siguiente.

En ningún corrillo se queda más de diez minutos. Está convencido de que pasado ese tiempo cualquier conversación tiende a la pretensión de originalidad que no es otra cosa que el engaño del hastío, de las cuerdas que impiden ondear en la superficie de las cosas – el único lugar donde son verdaderamente auténticas e inofensivas.

Mira otra vez el reloj, pero esta vez, no con afán de exhibición, sino de constatación. Si no se apura un poco, terminará yéndose a casa solo. A lo lejos ve a Catherine Fitzroy, pero con ella las cosas no terminaron bien la última vez. O, mejor dicho, con su marido (eso sí, todo de manera muy elegante, como si no hubiera sucedido lo que sí había acontecido). Quién queda, calculaba Tom, y miraba como si su mirada errara tras la liviandad de sus pensamientos. Margaret Percy. Jamás, es terriblemente insoportable y ofensivamente sosa, se reprendió. Quién, quién. Nadie. Se había dormido en los laureles, conversando con la vieja Beauchamp. Claro que estar en buenas relaciones con ella es indispensable.

El chófer lo esperaba fuera en el Rolls Royce. En cuanto lo vio acercarse puso en marcha el motor.

A mitad de camino se dio cuenta que se había dejado el encendedor Boucheron de oro. Estuvo a punto de pedirle a Mark que diera la vuelta. Pero luego pensó que o bien alguien se lo devolvería más pronto que tarde o que, con suerte, alguna mujer lo interpretaría como invitación para llevárselo esta misma noche.

Una vez en casa – en Cavendish Hall -, sin nada, desnudo frente al espejo: Ahora, a aguantar esta nada hasta el convite, la actividad de mañana – aunque sea ir a una subasta con la insoportable Margaret Percy. No me quiero imaginar el vacío de quienes están condenados a ser ellos mismos casi todo el tiempo. Y bostezó un aburrimiento o un horror; casi, casi recordando las vulgares y engorrosas deudas e hipotecas.

Prudente, se tomó un par de pastillas de Valium con una buena medida de Macallan Valerio Adami. Qué seríamos, sin las cosas, se interroga sin ganas de responderse, sin ganas de (o sin saber cómo) estar consigo mismo. Se durmió ojeando el catálogo de nuevos veleros, a la vez que imaginaba itinerarios por el Mediterráneo.

© Marcelo Wio

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