Tarde

Tarde. A mí lo bueno siempre me llegó tarde; cuando me estaba marchando o cuando ya había elegido conformarme. Tarde. Que es nunca. O cuando apenas equivale a una postrera ironía. Por eso su telegrama no me sorprendió – lo hubiese hecho de haber llegado cuando aún lo esperaba, cuando su nombre formaba parte de mis pensamientos cotidianos (para formular un resentimiento, una esperanza, o ambos) -; o, lo que es lo mismo, no me alteró.

“Llego 6/7 19.30 Estación del Norte”. Con la naturalidad de quien está en contacto con aquel a quién se dirige ese laconismo, y, sobre todo, de quien está acostumbrada a estatuir y a que sus órdenes sean cumplidas. Pero yo, si bien acudí a la estación, no la obedecí (o no del todo): había mediado el olvido o algo muy similar para que la acción de ir a recogerla computase como una subordinación. Fui porque, evidentemente, me intrigaba conocer los motivos que, no sólo la traían a la ciudad, sino que la habían llevado a solicitar mi asistencia (enseguida quedaría esto descartado, puesto que su equipaje era magro: apenas un menudo y discreto bolso de mano) o mi presencia (pensé: acaso no le quede nadie más que si quiera le haga el favor de ir a esperarla; es decir, de ayudarla esquivar el desamparo que, quien conociendo la ciudad a la que llega – y donde tuvo un razonable prestigio -, se ve llegando a algo que es más acabado que la soledad: el abandono). Fui porque no me quedaba ni rastro del rencor que creo que alguna vez le tuve. Ya ni eso. Una memoria que se había ido agostando hasta quedarse prendida de un nombre y una incertidumbre.

El tren llegó tarde. Ella bajó del último coche. Casi todo el largo del andén nos separaba. Quizás si hubiese descendido de un coche más cercano al sitio donde yo la esperaba de pie, fumando casi olvidado de lo que hacía allí; su salida del vagón, su presentación ante mí y el evidente e inmediato saludo casi simultáneos, no hubiesen dejado lugar para la más mínima inspección, de manera que no hubiese notado la notable desconsideración con que el tiempo la había ubicado, casi con malicia, en ese instante de su biografía. Aunque, quizás era un resto de vileza que, después de todo, me quedaba, y que exageraba el por lo demás obvio desmejoramiento. Nada se va del todo, me dije, como disculpándome; se transforma, y, ante aquello que lo produjo, nadie sabe cómo reaccionará. Me cogió del brazo como si ayer mismo nos hubiéramos despedido en el portal de la casa en la que había vivido tantos años atrás, o frente a la salida del cine (que ya no existe). Como si el tiempo fuese algo que uno puede coger en una mano, meter en un bolsillo y sacarlo al día o al mes siguiente para seguir masticándolo en el mismo instante – y, junto él, aquellos a quienes pegó en ese amasijo de horas.

“Caminemos en silencio”, dijo, casi guiándome como si yo fuese quien recién regresaba después de tantísimo, y me quisiera ir señalando las escuetas arquitecturas y formas más perdurables que, se espera, retengan nuestras memorias. Obedecí por lástima. No hacia ella, sino hacia mí – la única que, en definitiva, había logrado ejercer. Obedecí porque si no, tarde o temprano hubiese tenido que interponer una mentira – es decir, un agravio; que era, a la vez, un remedo de orgullo: que si había coincido su llegada con mi espera era por pura casualidad, que ni siquiera estaba aguardando a nadie, que sencillamente imaginaba mi partida – un simulacro tan gastado como todas mis cobardías.  Obedecí porque adiviné, o, acaso, quise hacerlo, que ella también estaba vencida. Que no volvía; era vida la que la traía. Aunque tarde, lo que fuese no dejaba de ser una suerte de indemnización. Devaluada, eso sí. Apenas una resignación que podía hacerse pasar por caridad e, incluso, por antigua determinación recién revelada (cómo llegué a pensar esto, no lo sé: en aquel entonces había quedado más que manifiesta mi determinación: una pasión transparente, descabellada, torpe; predestinado irremediablemente al rechazo – que fue manifestado en varias oportunidades; eso sí, siempre con muchísimo tacto, con lástima).

Frente la casa de Don Manuel Del Río, que había sido su afecto pasado, me soltó el brazo y, sin mirarme, y ya dirigiéndose hacia esa puerta infame, me dijo: “Gracias, Julián, no hubiese podido andar todo el trayecto hasta aquí sola”. Creo que sólo asentí. Ni siquiera me autocompadecí. Estaba cansado incluso para esa costumbre. Tampoco la injurié hacia mis adentros. De pronto, como si las emociones hubiesen claudicado, dejándome sólo con mi animalidad más elemental (un conjunto de órganos y unos cuantos reflejos).

Caminé nuevamente hacia la estación dispuesto a esperar (deshonestamente) el siguiente tren a cualquier parte – para fingir una espera o una partida -, intuyendo (tranquilizadoramente) que esa era toda la hazaña que me permitiría, o que me estaba asignada: una leve humillación que me dedicaba sin ganas.

© Marcelo Wio

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