Sucesión sincopada

 

Contaré su historia. No por afecto, caridad, fascinación o responsabilidad vicaria. La contaré para contar la mía – para disimularla; para enmascararme -. Siempre se relata para decirse a uno mismo. Cada palabra pronunciada o redactada, dice, sobre todo (a veces, exclusivamente), de nosotros: principalmente, las que refieren pretendidas ajenidades remotas; porque allí, quien expone, cree concretar una impunidad y distracción inexpugnables.

De él se ha dicho que era de pocas palabras – algo que suelen decir quienes, no conociendo, o conociendo poco a la persona en cuestión, quieren meter baza -. Era, más bien, renuente a andar diciendo ante cualquiera. Conversar no es acto baladí – sostenía -; no cualquiera es interlocutor de lo que tengo que decir u oír; y no por lo relevante que pudiera ser el mensaje, sino por cuestiones de coincidencia anímica. Y su espíritu era de tundra: soledad encharcada de promesas que, de cumplirse, creía, serían la breve composición de un dolor, de una decepción subsecuente: en definitiva, de una fe, una esperanza.

Era un superviviente, escuché también decir de él, en ese tono de confidencia que parece de uso obligado para ciertas afirmaciones – acaso, con fines de consenso y asentimiento; con afán de verosimilitud, más que de certeza; vamos, de trampa. Pero en tales circunstancias, nunca se decía a qué había sobrevivido. A veces, se me hacía que a sí mismo, o, más bien, al fracaso de su ahínco de proyectar una imagen esterilizada; y que lo había logrado persuadiéndose de que por conveniencia había desestimado aquella pretensión de implantar esa representación – de orgullos y honras -, en lugar de admitir que había terminado por capitular al recurso de las bajezas del miedo que aprendió a manejar en su niñez como una herramienta diaria de, precisamente, subsistencia. De manera que, quizás, se refiera a esa infancia la supervivencia tan mentada: de periferia; rodeada de prontuarios, durezas y violencias. Aunque, para ser justos (no con él, sino con la realidad; es decir, por un prurito historicista), aquellos años fueron de bonanza más o menos larga y holgada, al punto que se desbordó, aún sin quererlo, a esos arrabales ninguneados; de manera que la supervivencia de marras resultó ser algo más bien generalizado, al punto de llegar a ser denominada ascenso, progreso, prosperidad. Y quienes venían espabilados de antemano, y se aplicaron a ciertas artes algo más elaboradas de la fullería cotidiana, subieron como disparados – en círculos en los que se practicaba alevosa y conscientemente la falta de escrúpulos por horas, la ausencia total de éstos (involuntaria, en un principio) encontró un sustrato propicio. Sumado ello a unas mejores condiciones ambientales para la praxis rentable de esta viveza o picardía particular propia del extrarradio: las del provecho sin miramientos que se practicaba allende las estrecheces.

Con él, toda descripción del pasado parece una mera conjetura de futuro urdida a partir de una predisposición para la revancha y el beneficio. En realidad, no sé si es tan así. Lo cierto es que quería controlar la narrativa de cualquier hecho que lo incluyese, aunque sólo fuese tangencialmente (y sobre todo si el suceso era apócrifo); y ello hacía dudar de sus intenciones. A fin de cuentas, es difícil confiar en quien pretende hacer pasar la forma como contenido. Algo que lo que, me temo, peco en esta relación de inexactitudes.

Aun así, como ya se sugiriera, no pudo reelaborar ese pasado de pobreza y crueldad. Le gustara o no, formaba parte de su personalidad – o de esa debilidad que se le adivinaba entre la prepotencia y la crueldad que había ejercido siempre, pero que había aprendido a soslayar, a hacer pasar como inmisericorde ambición.

Lo que sí logró, de manera acabada, fue elaborar su soledad. Lo hizo sin darse cuenta – como casi todo lo que hacemos aceptablemente -. Una soledad llena de gente. De advenedizos y aduladores; de enemigos no declarados – por temerosos y pragmáticos -; de todo aquél que quisiera contagiar sus bolsillos de su ventura o ímpetu. A fuerza de negocios – turbios, más o menos lícitos y enteramente legales – fue creando un territorio exclusivamente de contactos y allegados: vacío de momentos para la compañía sincera, y para él mismo (no supeditado a esa furia pecuniaria). Una región sin afecto.

Su vida, le confió a alguien que llegó a considerar amigo – o al menos socio muy cercano -, fueron dos instantes (y sus consecuencias): uno, un error; el otro, una eventualidad (como sucede con todo lo trascendental o, antes bien, con lo que termina por definirnos a ojos de los demás). El primero, creer que la fabricación que había intentado podría sustituirlo. La segunda, el conocimiento de la existencia de un hijo, con una de las tantas relaciones caprichosas y aleatorias – dependía de la presencia de una cierta mujer en el momento exacto de su deseo –; e, inmediatamente, de su fallecimiento a causa de una neumonía evitable.

Creyó que ese hijo era su posibilidad para sortear la obligación de purificación de los pecados mercantiles y penales. Se permitió imaginar que lo humanizaba, que lo imbuía de una cierta exención moral: lo que terminaría por igualarlo con quienes sólo se reunían con él en secreto – quienes descendían de tipos que habían iniciado su andadura de riquezas de manera muy similar a la suya, pero a los que el tiempo había dado lustre (en realidad, a sus fortunas y a sus modos) -.

Quería conocer él mismo – y no (a través de) sus supuestos descendientes – lo que se sentía haciendo lo que hacía, pero más o menos sinceramente respetado, admirado. No le importaba dejar legado de ningún tipo. Nada que no fuese a disfrutar en vida de la reputación que daba una fortuna higienizada le merecía la pena. Así es que no le importaba el hijo en sí. En sus manos (codiciosas), todo – incluso, debe señalarse, en su defensa, a modo de atenuante, de manera refleja: automatismo de la necesidad que se negaba a abandonarlo, a dejar de tallarle los rasgos y las acciones – se convertía en una herramienta, en un medio, en una posibilidad para algo más: en una cosa.

Pero los que creemos hitos fundacionales (y de clausura), no son más que chanzas del destino; eventos como cualquier otro, al que por algún motivo necesitamos otorgarles una relevancia, un significado trascendental, si se quiere, como si ello nos incorporara a una inútil eternidad histórica. De esta manera fue que posteriormente interpretó la existencia de ese hijo que, como tan súbitamente fue, no fue más, como un augurio siniestro. Otra vez, entonces, el hijo como elemento, símbolo (profecía, más bien, en este caso). Sustancia que fue creciéndole, e invadiéndolo: en todo veía una conjura – cuando de hecho siempre las había habido, y las había desarticulado sin miramientos (en un principio, él mismo; más tarde, por persona interpuesta) -; y el inicio de su desgracia inevitable, imparable. Todo cuanto podía hacer, estaba convencido, era retrasar su acaecimiento. Poco más. Sabía (creía, en realidad; tan fervientemente, que terminó por transformarlo en una certeza – y casi en un perverso deseo) que debería padecerlo. Que no podría contar con su muerte como elusión de tal sino: la aparición-fallecimiento de su hijo (al que, por otra parte, no llegó a conocer) había reescrito su suerte; había desviado el rumbo favorable de su existencia, parecía catequizarse.

A partir de entonces comenzó a dormir como si practicara para la muerte: quieto, casi sin respirar, alejado de sí; puro cuerpo olvidado. Tal vez así, ambicionaba, terminaría por caer en ella: en paz, sin mayores sufrimientos. Aunque se había persuadido de que no ocurriría así. Mas, a pesar de ello (o por eso mismo), no podía evitar esa esperanza que conseguía ampliar la sombra del presagio hasta el mismísimo territorio de su inconsciente.

Siempre anda uno pidiendo tiempo. Nunca alcanza. Refieren que algunos le oyeron decir en voz alta, para sí, en repetidas ocasiones. Yo, en cambio, pido menos, continuaba. Me ha comenzado a sobrar. A pesar. Pero, me temo, el tiempo es una desesperación inútil: sólo él es capaz de otorgarse los plazos conventientes para componer una ilusión que irremediablemente mudará en traición.

Es sabido que nunca dijo tal frase. Fue obra de un periodista que escribió una suerte de resumida biografía. Sintética y aseada. Su nombre, por más secretismos que hubieran mediado en los tratos, estaba inexorablemente unido a renombres y negocios y emprendimientos que aún eran, y que debían continuar siendo como eran o como se tenían por ser: honestos, decentes, inmaculados, lustrosos. De ahí esa benevolencia que no era tal. O no con él.

La muerte le otorgó finalmente lo que sabía que nunca vería (es decir, se lo quitó irónicamente): un reconocimiento pulcro. El hijo – es decir, el escrúpulo propio que vio una oportunidad de injerencia-, terminó antes lo que podría haber acabado más tarde; habiéndose podido evitar el papel de enajenado que terminó por adoptar A saber lo que podía llegar a decir ante quien no debía en esos estados de verborragia incontenibles que le sobrevenían, y en los que mezclaba despropósitos con buenas dosis de confidencias auténticas (y las más de las veces, macabras). Comenzó a ser un problema de esos que él mismo tantas veces había tratado y resuelto de manera expedita. De esta guisa (¿sin saberlo?), perfiló la anticipación de la muerte que había fantaseado indolora – prolongación cínica del sueño -, no mucho antes de comenzar a desvariar. Pero esta defunción que terminó componiendo era, evidentemente, otra: ya no podía ofrecer el consuelo del alivio; apenas entregaba un final que ya había llegado – cada día más perdido en los laberintos de una mente o una vida que a veces parecía ser todas a la vez, y otras, ninguna: él desterrado de sí y derramado sobre sí, como dijo alguien -.

Conté su historia. O lo que supe de ella; y lo que interpreté (y transformé). Conté su historia – trazos elementales para sugerir una forma, un concepto – para contar la mía. O eso pretendía. Pero llegado a este punto, no sé dónde están los rasgos que enhebran mi biografía (o una parte de la misma). No los veo o reconozco. O no los quiero ver o reconocer.

O acaso, al escribir esta historia, que tiene mucho de lo que cada cual refirió y añadió a su gusto; pretendiera encontrar mi propio “hijo”: es decir, el punto de inflexión que modifique mi derrotero actual. No lo sé. Releo lo escrito y no puedo encontrar máscara de qué puede ser este ordenamiento de palabras. Pero, claro, para eso están las máscaras: para revelar ocultando. Quizás otra historia me ofrezca la hermenéutica necesaria para arrancarle la máscara a esta.

 

© Marcelo Wio

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